17 junio 2008
16 junio 2008
de una Entrevista a un laico italiano
P.-Los jesuitas, ¿son otra cosa? (JESÚS RUIZ MANTILLA - 15/06/2008 - EL PAÍS)
r.- Son los más incisivos, sin duda. Plantean abiertamente sus dudas sobre muchos dogmas. Existe una anécdota fantástica que los define. Cuando descubrieron la momia de Jesús en Jerusalén, los franciscanos decían: es cierto lo que sufrió por nosotros, las heridas están a la vista, debemos amarlo todavía más. Los dominicos se plantearon: cuidado, que si está aquí es que no ha resucitado, vamos a tener problemas con el dogma. Y los jesuitas dedujeron: ahí lo tenemos; por tanto, ha existido. ¿No es genial? (Piergiorgio Odifreddi)
15 junio 2008
Jan Potocki - "Historia del endemoniado Pacheco"
(Histoire du démoniaque Pacheco, 1805)
Lo macabro, lo espectral, lo demoníaco, lo vampiresco, lo erótico y lo perverso: todos los ingredientes (ocultos o manifestos) del romanticismo visionario se encuentran en ese libro extraordinario que es el Manuscrit trouvé à Saragosse publicado en francés por el conde polaco Jan Potocki (1761-1815). Misterioso por su origen y fortuna tanto como por su contenido, este libro desapareció durante más de un siglo (era, por otra parte, demasiado escandaloso para poder circular impunemente) y sólo en 1958 volvió a publicarse como en la edición original, mérito que hay que atribuir a Robert Callois, gran connaisseur de lo fantástico de cualquier época y país.
Preludio ideal al siglo de Hoffmann y de Poe, Potocki no podía faltar al comienzo de nuestra antología: pero como se trata de un libro en el que los cuentos están insertados unos en otros, un poco como en Las mil y una noches, formando una novela larga donde es difícil desligar una historia de otra, estamos obligados a hacer, precisamente al comienzo, una excepción a la regla que el resto de nuestra antología pretende respetar, y así damos aquí un capítulo del libro por separado, mientras que nuestra norma será la de ofrecer cuentos completos e independientes.
Estamos poco después del comienzo de la novela (Jornada segunda). Alpbonse van Worden, oficial del ejército napoleónico, se encuentra en España, ve un patíbulo con dos ahorcados (los dos hermanos de Zoto), luego encuentra a dos bellísimas hermanas árabes que le cuentan su historia, repleta de un erotismo perturbador. Alphonse hace el amor con ambas, pero por la noche tiene extrañas visiones, y al alba se encuentra abrazado a los cadáveres de los dos ahorcados.
Este tema del abrazo con dos hermanas (y a veces con su madre) se repite en el libro varias veces, en las historias de varios personajes, y siempre aquel que se creía un amante afortunadísimo se encuentra por la mañana bajo el patíbulo, entre los cadáveres y los buitres. Un encantamiento ligado a la constelación de Géminis es la clave de la novela.
En los inicios del nuevo género literario, Potocki sabe con exactitud por dónde encaminarse: lo fantástico es exploración de la zona oscura donde se mezclan las pasiones más desenfrenadas del deseo y los terrores de la culpa; es evocación de fantasmas que cambian de forma como en los sueños, ambigüedad y perversión.
HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO
FINALMENTE, desperté de verdad. El sol quemaba mis párpados, que apenas si podía abrir. Entreví el cielo y me di cuenta de que me hallaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis ojos, y aunque ya no dormía, todavía no estaba despierto del todo. Veía desfilar ante mí imágenes de suplicios, sucediéndose unas tras otras. Me sentí horrorizado, y me incorporé rápidamente.
¿Cómo expresar con palabras el horror que sentí en ese momento? Me encontraba bajo la horca de Los Hermanos. Pero los cadáveres de los dos hermanos de Zoto no colgaban al aire, sino que yacían junto a mí. Lo que quiere decir que había pasado la noche con ellos. Me hallaba sentado sobre trozos de cuerdas, restos de ruedas y de esqueletos humanos, y sobre horrorosos harapos que la podredumbre había separado de ellos.
Pensé un momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello era un horrible sueño. Cerré los ojos y busqué en mi memoria dónde había estado la víspera. En ese instante sentí como si las garras de un animal se hundiesen en mi costado, y vi a un buitre que se había arrojado sobre mí y que devoraba a uno de mis compañeros de lecho. El dolor que me causaban sus garras era tan intenso que logró despertarme del todo. Junto a mí se encontraban mis ropas, y me apresuré a vestirme. Ya vestido, quise salir de la tapia que rodeaba la horca, pero vi que la puerta se hallaba cerrada, y a pesar de mi esfuerzo no logré romperla. Tuve, pues, que trepar por la triste muralla y, apoyándome en una de las columnas de la horca, me puse a contemplar la comarca que desde allí se divisaba. Fácilmente pude orientarme. Me hallaba a la entrada del valle de Los Hermanos, no lejos de las orillas del Guadalquivir.
Mientras observaba el paisaje, vi cerca del río a dos viajeros, uno de los cuales preparaba un almuerzo, mientras el otro sujetaba con la brida los caballos. Me alegró tanto ver a aquellos hombres que mi primer movimiento fue gritarles: «¡Agur, agur!». Lo que en español quiere decir «hola» o «buenos días».
Al ver que alguien les saludaba desde lo alto de la horca, los viajeros parecieron indecisos un instante, pero en seguida montaron en sus caballos, los pusieron a galope tendido y tomaron el camino de Los Alcornoques. Fue inútil que les gritara para que se detuviesen. Cuanto más les gritaba, más golpes de espuela daban a sus caballos. Cuando les perdí de vista decidí abandonar aquel sitio. Salté a tierra, pero con tan mala fortuna que me hice daño en una pierna.
Cojeando un poco, logré llegar a la orilla del Guadalquivir, y me acerqué al sitio donde los viajeros habían abandonado su almuerzo; era lo que yo necesitaba, pues me encontraba agotadísimo. El almuerzo se componía de chocolate, que cocía aún, sponhao mojado en vino de Alicante, pan y huevos. Después de reparar mis fuerzas, me puse a pensar en lo que me había ocurrido durante la noche. Guardaba todavía un recuerdo algo confuso de ello pero lo que sí recordaba perfectamente era haber dado mi palabra de honor de guardar el secreto, y estaba firmemente decidido a cumplirla. Esto resuelto, lo único que tenía que hacer, por el momento, era decidir qué camino había de tomar, y me pareció que las leyes del honor me obligaban más que nunca a atravesar Sierra Morena.
Quizá el lector se sorprenda de verme tan preocupado por mi honor y tan poco por los sucesos de la víspera. Pero esta manera de pensar era consecuencia de la educación que había recibido, como podrá verse por la continuación de mi relato. Por el momento, sigo con el de mi viaje.
Tenía gran curiosidad por saber lo que los demonios habrían hecho de mi caballo, que había dejado en Venta Quemada. Y como además estaba en mi camino, decidí pasar nuevamente por la Venta. Tuve que recorrer a pie todo el valle de Los Hermanos y el de la Venta, lo que no dejó de fatigarme. Estaba deseando encontrar mi caballo, y, en efecto, lo hallé en la misma cuadra donde lo dejé. Parecía animado, bien cuidado y limpio. No podía imaginarme quién se había ocupado de él, pero como ya había presenciado tantas cosas extraordinarias, no me llamó mucho la atención. Me habría puesto inmediatamente en camino si la curiosidad no me hubiese empujado a recorrer de nuevo el interior de la Venta. Encontré el cuarto donde había dormido la noche que llegué por vez primera, pero no pude hallar el salón donde vi a las bellas africanas. Cansado de buscarlo, renuncié a ello, y montando en mi caballo continué mi camino.
Cuando desperté bajo la horca de Los Hermanos, el sol se encontraba en su punto más alto. Como había tardado más de dos horas en llegar a la Venta, después de hacer dos leguas más, tuve que pensar en buscar una posada, pero, al no encontrar ninguna, decidí continuar mi camino. Por fin vi a lo lejos una capilla gótica y una cabaña que parecía ser la vivienda de un ermitaño. Aunque se hallaba alejada del camino principal, como empezaba a tener hambre, no dudé en dar ese rodeo con tal de conseguir algo de comer. Cuando llegué a la cabaña, até el caballo a un árbol y llamé a la puerta de la ermita. La abrió un religioso de rostro venerable, que me abrazó con paternal ternura, y me dijo: -Entrad, hijo mío, daos prisa. No os conviene pasar la noche fuera; temed al demonio. El Señor nos ha retirado su mano.
Di las gracias al ermitaño por su bondad y le confesé que estaba muerto de hambre.
-Pensad primero en vuestra alma, hijo mío -me contestó-. Pasad a la capilla y arrodillaos ante la cruz. Me cuidaré de vuestra hambre, pero sólo podréis hacer una comida frugal, la que corresponde a un ermitaño.
Entré en la capilla y me puse a rezar de verdad, pues era creyente y hasta ignoraba que hubiese incrédulos.
El ermitaño vino a buscarme al cabo de un cuarto de hora y me condujo a la cabaña, donde me había preparado una modesta comida. Se componía de aceitunas excelentes, cardos conservados en vinagre, cebollas dulces en salsa y galletas en vez de pan. También disponía de una media botella de vino. El ermitaño me dijo que él no bebía nunca, pero que la guardaba para el sacrificio de la misa. Así, pues, tampoco me atreví a beber yo, pero gocé, en cambio, de la cena. Mientras comía, vi entrar en la cabaña a una figura más horrible que todo lo que había visto hasta entonces. Era un hombre que parecía joven, pero de una delgadez espantosa. Sus cabellos se hallaban erizados, y de uno de sus ojos, que había perdido, manaba sangre. Su lengua pendía fuera de su boca, y de ella resbalaba una babosa espuma. Llevaba puesto un traje negro bastante bueno, pero ésa era su única ropa; no tenía ni medias ni camisa.
El repugnante personaje no dijo ni palabra, y fue a acurrucarse a un rincón de la cabaña, donde permaneció más quieto que una estatua, contemplando fijamente con su único ojo un crucifijo que sostenía en su mano. Cuando acabé de cenar, pregunté al ermitaño quién era aquel hombre.
-Hijo mío -me respondió-, ese hombre es un poseso al que yo intento librar de los demonios. Su terrible historia prueba el poder fatal que el ángel de las tinieblas ha usurpado en esta desgraciada comarca. Como puede ser útil para vuestra salvación que la conozcáis, voy a ordenarle que os la cuente -y, volviéndose hacia donde estaba el endemoniado, le dijo-: Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno que relates tu historia.
Pacheco lanzó un terrible alarido, y comenzó en estos términos.
HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO
«Nací en Córdoba, donde mi padre vivía disfrutando de una excelente posición. Mi madre murió allí hace tres años. Al principio, mi padre pareció sentir mucho su pérdida, pero al cabo de algunos meses, con ocasión de un viaje que tuvo que hacer a Sevilla, se enamoró de una joven viuda llamada Camila de Tormes. Esta Camila no gozaba de muy buena fama, y algunos amigos de mi padre intentaron hacerle desistir de tales relaciones. Pero fue inútil. Mi padre insistió en casarse con ella, y el matrimonio tuvo lugar dos años después de que mi madre muriera. Las bodas se celebraron en Sevilla, y pocos días después mi padre regresó a Córdoba con Camila, su nueva esposa, y una hermana de ésta que se llamaba Inesilla.
»Mi madrastra respondía perfectamente a la mala opinión que se tenía de ella, y lo primero que hizo en su nueva casa fue intentar seducirme, cosa que no logró, pues supe resistir a su intento. Pero, en cambio, me enamoré perdidamente de su hermana Inesilla. Mi pasión por ella creció de tal modo que no tardé en arrojarme a los pies de mi padre para pedirle la mano de su cuñada.
»Mi padre me obligó a levantarme, y después me dijo: »-Hijo mío, te prohíbo que pienses en ese matrimonio, y te lo
prohíbo por tres razones. En primer lugar, no sería serio que te convirtieras en el cuñado de tu padre. En segundo lugar, los santos cánones de la Iglesia no aprueban esa clase de matrimonios. Y por último, no quiero que te cases con Inesilla.
»Después de exponerme estas tres razones, me volvió la espalda y se marchó. Me encerré en mi cuarto, abandonándome a la desesperación. Mi madrastra, a quien mi padre había contado lo ocurrido, vino en seguida a verme. Me dijo que no debía desesperarme de ese modo, porque, aunque yo no pudiese ser el marido de Inesilla, podría ser su cortejo, es decir, su amante, y que el lograrlo corría de su cuenta. Pero a la vez me declaró la pasión que sentía por mí e hizo valer el sacrificio que hacía al brindarme a su hermana. Abrí mis oídos a sus palabras, que tanto encendían mis deseos, aunque Inesilla era tan recatada que me parecía imposible se pudiese lograr que correspondiera a mi pasión.
»Por aquel tiempo mi padre decidió hacer un viaje a Madrid, con el propósito de conseguir la plaza de corregidor de Córdoba, y llevó consigo a su mujer y a su cuñada. Su ausencia iba a durar sólo dos meses, pero ese tiempo me pareció muy largo, estando lejos de Inesilla. Cuando transcurrieron los dos meses, recibí una carta de mi padre en la cual me ordenaba fuese a esperarle a Venta Quemada, a la entrada de Sierra Morena. Unas semanas antes quizá hubiese dudado mucho antes de ir a Sierra Morena. Pero precisamente acababan de ahorcar a los dos hermanos de Zoto, su banda había sido dispersada y los campos parecían ahora bastante seguros. Partí, pues, de Córdoba a las diez de la mañana siguiente y pernocté en Andújar, en la posada de uno de los andaluces más charlatanes que he conocido. Pedí una cena abundante; comí buena parte de ella y guardé el resto para el viaje.
»Al día siguiente, al llegar a Los Alcornoques, almorcé algo de lo que había reservado la víspera, y aquella misma tarde llegué a Venta Quemada. Mi padre no había llegado aún, pero como en su carta me ordenaba que lo esperase me dispuse a ello con agrado, pues la posada era espaciosa y confortable. El posadero que la dirigía entonces era un tal González de Murcia, buena persona, pero muy hablador, que en seguida me prometió una cena digna de un grande de España. Mientras se ocupaba en prepararla, fui a pasearme por la orilla del Guadalquivir, y cuando regresé a la posada me encontré, en efecto, ya dispuesta una cena nada despreciable.
»Cuando terminé de cenar, dije a González que preparase mi lecho. Apenas me oyó vi que se turbaba, y empezaba a hablarme de modo confuso. Por último, me confesó que en la posada había fantasmas y que él y su familia pasaban las noches en una pequeña granja junto al río. Añadió que, si yo quería, podría prepararme una cama cerca de la suya. La proposición me pareció absurda, y le dije que podía irse a dormir donde quisiera, y que llamara a mis criados. Me obedeció, y se retiró al instante, moviendo la cabeza de un lado para otro y encogiéndose de hombros. Un momento después llegaron mis criados. También ellos habían oído hablar de aparecidos, y me rogaron que pasara la noche en la granja. No acepté, naturalmente, sus consejos, y les ordené que me prepararan la cama en la habitación donde había cenado. Me obedecieron muy a regañadientes, y cuando el lecho estuvo preparado me rogaron aún, con lágrimas en los ojos, que fuese a dormir con ellos a la granja. Sus ruegos me impacientaron de tal modo que les amenacé con arrojarlos violentamente, y se apresuraron a salir. Como no era mi costumbre que mis criados me ayudaran a desnudarme, pude pasarme fácilmente sin ellos. Pero debo reconocer que fueron muy gentiles conmigo, más de lo que yo merecía por mi crudeza al tratarlos. Antes de marcharse dejaron junto a mi lecho una vela encendida, otra de repuesto, un par de pistolas y algunos libros con cuya lectura pudiese permanecer despierto, aunque la verdad es que había perdido completamente el sueño.
»Durante un par de horas estuve leyendo y dando vueltas en la cama. Por último, oí el sonido de una campana o de un reloj que daba las doce. El hecho me sorprendió, pues no había oído dar las otras horas. Pero en seguida se abrió la puerta y vi entrar a mi madrastra, en camisón de noche, y llevando una palmatoria en la mano. Andando de puntillas se acercó hasta mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio. Y dejando la palmatoria en mi mesilla de noche se sentó en mi cama, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así:
»-Mi querido Pacheco, ha llegado el momento de ofreceros los placeres que os prometí. Hace una hora que hemos llegado a esta posada. Vuestro padre ha ido a dormir a la granja, pero como he sabido que os hallabais aquí, logré que me autorizara a pasar la noche en la posada con Inesilla. Ella os aguarda y está dispuesta a no negaros sus favores. Pero debo informaros de las condiciones que impongo para que logréis vuestra dicha. Amáis a Inesilla, y yo os amo. No es justo que, de nosotros tres, sólo dos sean felices a costa del tercero. Así pues, un solo lecho nos acogerá a los tres. Seguidme.
»Mi madrastra no me dejó tiempo para contestarla. Tomándome de la mano me condujo, de corredor en corredor, hasta que llegamos a una puerta, en donde Camila se puso a mirar por el ojo de la cerradura. Estuvo algún tiempo mirando, y después me dijo:
»-Todo va bien, podéis mirar vos mismo.
»Ocupé su puesto junto a la cerradura y pude ver a la encantadora Inesilla en su lecho. Me sorprendió el que no pareciera tan pudorosa como la había conocido siempre. La expresión de sus ojos, su agitada respiración, su animada tez, su actitud, todo en ella expresaba que estaba aguardando a un amante.
»Después de haberme dejado mirar unos minutos, mi madrastra me dijo:
»-Mi querido Pacheco, permaneced en esta puerta, y cuando llegue el instante oportuno vendré a avisaros.
»Cuando Camila entró en la habitación pegué mi ojo al agujero de la cerradura y vi mil cosas que me cuesta trabajo contar. Primeramente, Camila se desnudó del todo, y metiéndose en la cama de su hermana le dijo estas palabras:
»-Mi pobre Inesilla, ¿es verdad que deseas un amante? Pobre niña. No sabes el daño que te hará. Primero te derribará, se echará sobre ti, y después te aplastará y te desgarrará.
»Cuando Camila creyó que su alumna ya sabía bastante, vino a abrirme la puerta, me llevó hasta el lecho de su hermana y se acostó con nosotros.
»¿Que podría deciros de aquella noche fatal? Que agoté en ella las delicias y los crímenes. Durante largo tiempo estuve luchando contra el sueño y la naturaleza para lograr aún más los infernales goces. Finalmente, me dormí y desperté al día siguiente bajo la horca de los hermanos de Zoto, acostado entre los dos horribles cadáveres.»
En este momento, el ermitaño interrumpió al endemoniado y me dijo:
-Y bien, hijo mío, ¿qué os parece? Imaginad vuestro horror si hubieseis amanecido entre los dos ahorcados.
A lo cual respondí:
-Me ofendéis, padre. Un caballero no debe jamás tener miedo y menos aún si tiene el honor de ser capitán de la Guardia Valona.
-Pero hijo mío -continuó el padre-, ¿habéis oído decir alguna vez que semejante aventura ha sucedido a alguien?
Dudé un instante antes de contestar, y al fin le dije:
-Si esa aventura, padre, ha ocurrido al señor Pacheco, puede también suceder a otros. Pero mejor podré juzgar si os dignáis ordenarle que continúe su historia.
EI ermitaño se volvió hacia el endemoniado y le dijo:
-Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno que continúes tu historia.
Pacheco lanzó un nuevo y terrible alarido, y continuó de esta suerte:
«Dejé la horca medio muerto de miedo. Me arrastré como pude y marché sin saber adónde me dirigía. Por fin, encontré a unos viajeros que tuvieron piedad de mi situación y me condujeron a la Venta Quemada, donde hallé al posadero y a mis criados, muy preocupados por mí. Les pregunté si mi padre había dormido en la granja, y me contestaron que nadie había llegado aún.
»No me atreví a quedarme más tiempo en la Venta, y resolví regresar a Andújar. Cuando llegué ya se había puesto el sol y la posada estaba llena. Me prepararon una cama en la cocina, y me acosté pronto, pero los horrores de la noche anterior, vivos aún en mi espíritu, me impedían coger el sueño.
»Había dejado encendida una vela sobre el hogar de la cocina. De pronto, la vela se apagó, y sentí al instante un escalofrío mortal que heló mis venas. Al mismo tiempo alguien tiró del cobertor, y oí una voz femenina que me decía:
»-Soy Camila, tu madrastra. Tengo frío, amor mío, hazme sitio bajo la manta. »Y otra voz:
»-Soy Inesilla. Tengo mucho frío, déjame entrar en tu cama.
»En ese momento sentí una mano helada que me agarraba por el cuello. Reuní todas mis fuerzas y exclamé:
»-¡Satán, vete de aquí!
»Entonces las dos voces de antes me dijeron:
»-¿Por qué nos echas? ¿No eres nuestro maridito? Tenemos mucho frío. Vamos a encender un poco de lumbre.
»En efecto, poco tiempo después vi las llamas en el hogar de la chimenea. La estancia se iluminó, pero en vez de ver a Camila y a Inesilla lo que vi fue a los hermanos de Zoto, colgados de la chimenea.
»Esta visión me aterrorizó. Rápidamente me levanté, salté por la ventana y me puse a correr con todas mis fuerzas. Por un momento creí haber logrado escapar de tantos horrores, pero al volverme vi con terror que era seguido por los dos ahorcados. Corrí de nuevo, y me pareció que había logrado dejarlos atrás. Pero mi ilusión duró poco. Las horribles criaturas lograron rodearme y llegar hasta mí. Intenté correr, pero mis fuerzas me abandonaron.
»Sentí entonces que uno de los ahorcados me sujetaba por el tobillo izquierdo. Intenté zafarme, pero el otro ahorcado me cortó el camino poniéndose ante mí, mirándome con ojos terribles y sacándome una lengua roja como el hierro cuando sale del fuego. Pedí clemencia, pero fue en vano. Aquel monstruo me sujetó del cuello con una mano y con la otra me arrancó el ojo que me falta. En el hueco de mi ojo introdujo su lengua de fuego. Me lamió el cerebro y me hizo aullar de dolor.
»El otro ahorcado, que me había agarrado la pierna derecha, quiso también martirizarme. Comenzó haciéndome cosquillas en la planta del pie que tenía sujeto, pero después el monstruo me arrancó la piel del pie, separó los nervios, les quitó su encarnadura, y el muy canalla se puso a tocar sobre ellos como si fuesen un instrumento musical. Mas como por lo visto no daban un sonido que fuese de su agrado, hundió sus uñas en mi corva, agarró con ellas mis tendones y se puso a retorcerlos, como se hace para afinar un arpa. Finalmente, se puso a tocar sobre mi pierna, convertida en salterio. Escuché su risa diabólica, y mientras el dolor me arrancaba terribles aullidos los gemidos del infierno me hacían coro. Cuando oí el rechinar de los condenados me pareció que cada una de mis fibras era triturada por sus dientes. Por último, perdí el conocimiento.
»Al día siguiente, unos pastores me encontraron en el campo y me trajeron a esta ermita. Aquí he confesado mis pecados y he hallado al pie de la cruz algún consuelo a mis desgracias.»
Nuevamente el endemoniado lanzó un horrible aullido y se calló. El ermitaño habló entonces, y me dijo:
-Joven, ya veis el poder de Satán. Debéis rezar y llorar. Pero ya es tarde y debemos separarnos. No os invito a que descanséis en mi celda porque Pacheco lanza tales gritos durante la noche que no podríais dormir. Id a acostaros a la capilla. Allí estaréis bajo la protección de la cruz que triunfa sobre los demonios.
Contesté al buen ermitaño que lo haría de buen grado. Llevamos a la capilla un pequeño catre de tijera y me acosté en él, mientras el ermitaño me deseaba buenas noches.
Cuando me encontré solo me puse a pensar en la historia de Pacheco, en la que encontraba bastante semejanza con mis propias aventuras.
Me hallaba aún pensando en ello cuando oí que daban las doce, pero no podía saber si era la campana de la ermita o si es que iba a toparme nuevamente con aparecidos. A los pocos instantes oí que llamaban a la puerta de la capilla, y pregunté:
-¿Quién es ahí?
Una voz femenina me respondió:
-Tenemos frío, ábrenos, somos tus mujercitas.
-Sí, sí, malditos ahorcados -les contesté-, volveos a vuestra horca y dejadme dormir. La misma voz volvió a decirme:
-Te burlas de nosotras porque estás en una capilla. Ven fuera y verás...
-Ahora mismo voy -contesté.
Fui a buscar mi espada e intenté salir, pero vi que la puerta estaba cerrada. Les dije a los aparecidos lo que ocurría, pero no me contestaron. Entonces me fui a acostar y dormí hasta el alba.
Lo macabro, lo espectral, lo demoníaco, lo vampiresco, lo erótico y lo perverso: todos los ingredientes (ocultos o manifestos) del romanticismo visionario se encuentran en ese libro extraordinario que es el Manuscrit trouvé à Saragosse publicado en francés por el conde polaco Jan Potocki (1761-1815). Misterioso por su origen y fortuna tanto como por su contenido, este libro desapareció durante más de un siglo (era, por otra parte, demasiado escandaloso para poder circular impunemente) y sólo en 1958 volvió a publicarse como en la edición original, mérito que hay que atribuir a Robert Callois, gran connaisseur de lo fantástico de cualquier época y país.
Preludio ideal al siglo de Hoffmann y de Poe, Potocki no podía faltar al comienzo de nuestra antología: pero como se trata de un libro en el que los cuentos están insertados unos en otros, un poco como en Las mil y una noches, formando una novela larga donde es difícil desligar una historia de otra, estamos obligados a hacer, precisamente al comienzo, una excepción a la regla que el resto de nuestra antología pretende respetar, y así damos aquí un capítulo del libro por separado, mientras que nuestra norma será la de ofrecer cuentos completos e independientes.
Estamos poco después del comienzo de la novela (Jornada segunda). Alpbonse van Worden, oficial del ejército napoleónico, se encuentra en España, ve un patíbulo con dos ahorcados (los dos hermanos de Zoto), luego encuentra a dos bellísimas hermanas árabes que le cuentan su historia, repleta de un erotismo perturbador. Alphonse hace el amor con ambas, pero por la noche tiene extrañas visiones, y al alba se encuentra abrazado a los cadáveres de los dos ahorcados.
Este tema del abrazo con dos hermanas (y a veces con su madre) se repite en el libro varias veces, en las historias de varios personajes, y siempre aquel que se creía un amante afortunadísimo se encuentra por la mañana bajo el patíbulo, entre los cadáveres y los buitres. Un encantamiento ligado a la constelación de Géminis es la clave de la novela.
En los inicios del nuevo género literario, Potocki sabe con exactitud por dónde encaminarse: lo fantástico es exploración de la zona oscura donde se mezclan las pasiones más desenfrenadas del deseo y los terrores de la culpa; es evocación de fantasmas que cambian de forma como en los sueños, ambigüedad y perversión.
HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO
FINALMENTE, desperté de verdad. El sol quemaba mis párpados, que apenas si podía abrir. Entreví el cielo y me di cuenta de que me hallaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis ojos, y aunque ya no dormía, todavía no estaba despierto del todo. Veía desfilar ante mí imágenes de suplicios, sucediéndose unas tras otras. Me sentí horrorizado, y me incorporé rápidamente.
¿Cómo expresar con palabras el horror que sentí en ese momento? Me encontraba bajo la horca de Los Hermanos. Pero los cadáveres de los dos hermanos de Zoto no colgaban al aire, sino que yacían junto a mí. Lo que quiere decir que había pasado la noche con ellos. Me hallaba sentado sobre trozos de cuerdas, restos de ruedas y de esqueletos humanos, y sobre horrorosos harapos que la podredumbre había separado de ellos.
Pensé un momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello era un horrible sueño. Cerré los ojos y busqué en mi memoria dónde había estado la víspera. En ese instante sentí como si las garras de un animal se hundiesen en mi costado, y vi a un buitre que se había arrojado sobre mí y que devoraba a uno de mis compañeros de lecho. El dolor que me causaban sus garras era tan intenso que logró despertarme del todo. Junto a mí se encontraban mis ropas, y me apresuré a vestirme. Ya vestido, quise salir de la tapia que rodeaba la horca, pero vi que la puerta se hallaba cerrada, y a pesar de mi esfuerzo no logré romperla. Tuve, pues, que trepar por la triste muralla y, apoyándome en una de las columnas de la horca, me puse a contemplar la comarca que desde allí se divisaba. Fácilmente pude orientarme. Me hallaba a la entrada del valle de Los Hermanos, no lejos de las orillas del Guadalquivir.
Mientras observaba el paisaje, vi cerca del río a dos viajeros, uno de los cuales preparaba un almuerzo, mientras el otro sujetaba con la brida los caballos. Me alegró tanto ver a aquellos hombres que mi primer movimiento fue gritarles: «¡Agur, agur!». Lo que en español quiere decir «hola» o «buenos días».
Al ver que alguien les saludaba desde lo alto de la horca, los viajeros parecieron indecisos un instante, pero en seguida montaron en sus caballos, los pusieron a galope tendido y tomaron el camino de Los Alcornoques. Fue inútil que les gritara para que se detuviesen. Cuanto más les gritaba, más golpes de espuela daban a sus caballos. Cuando les perdí de vista decidí abandonar aquel sitio. Salté a tierra, pero con tan mala fortuna que me hice daño en una pierna.
Cojeando un poco, logré llegar a la orilla del Guadalquivir, y me acerqué al sitio donde los viajeros habían abandonado su almuerzo; era lo que yo necesitaba, pues me encontraba agotadísimo. El almuerzo se componía de chocolate, que cocía aún, sponhao mojado en vino de Alicante, pan y huevos. Después de reparar mis fuerzas, me puse a pensar en lo que me había ocurrido durante la noche. Guardaba todavía un recuerdo algo confuso de ello pero lo que sí recordaba perfectamente era haber dado mi palabra de honor de guardar el secreto, y estaba firmemente decidido a cumplirla. Esto resuelto, lo único que tenía que hacer, por el momento, era decidir qué camino había de tomar, y me pareció que las leyes del honor me obligaban más que nunca a atravesar Sierra Morena.
Quizá el lector se sorprenda de verme tan preocupado por mi honor y tan poco por los sucesos de la víspera. Pero esta manera de pensar era consecuencia de la educación que había recibido, como podrá verse por la continuación de mi relato. Por el momento, sigo con el de mi viaje.
Tenía gran curiosidad por saber lo que los demonios habrían hecho de mi caballo, que había dejado en Venta Quemada. Y como además estaba en mi camino, decidí pasar nuevamente por la Venta. Tuve que recorrer a pie todo el valle de Los Hermanos y el de la Venta, lo que no dejó de fatigarme. Estaba deseando encontrar mi caballo, y, en efecto, lo hallé en la misma cuadra donde lo dejé. Parecía animado, bien cuidado y limpio. No podía imaginarme quién se había ocupado de él, pero como ya había presenciado tantas cosas extraordinarias, no me llamó mucho la atención. Me habría puesto inmediatamente en camino si la curiosidad no me hubiese empujado a recorrer de nuevo el interior de la Venta. Encontré el cuarto donde había dormido la noche que llegué por vez primera, pero no pude hallar el salón donde vi a las bellas africanas. Cansado de buscarlo, renuncié a ello, y montando en mi caballo continué mi camino.
Cuando desperté bajo la horca de Los Hermanos, el sol se encontraba en su punto más alto. Como había tardado más de dos horas en llegar a la Venta, después de hacer dos leguas más, tuve que pensar en buscar una posada, pero, al no encontrar ninguna, decidí continuar mi camino. Por fin vi a lo lejos una capilla gótica y una cabaña que parecía ser la vivienda de un ermitaño. Aunque se hallaba alejada del camino principal, como empezaba a tener hambre, no dudé en dar ese rodeo con tal de conseguir algo de comer. Cuando llegué a la cabaña, até el caballo a un árbol y llamé a la puerta de la ermita. La abrió un religioso de rostro venerable, que me abrazó con paternal ternura, y me dijo: -Entrad, hijo mío, daos prisa. No os conviene pasar la noche fuera; temed al demonio. El Señor nos ha retirado su mano.
Di las gracias al ermitaño por su bondad y le confesé que estaba muerto de hambre.
-Pensad primero en vuestra alma, hijo mío -me contestó-. Pasad a la capilla y arrodillaos ante la cruz. Me cuidaré de vuestra hambre, pero sólo podréis hacer una comida frugal, la que corresponde a un ermitaño.
Entré en la capilla y me puse a rezar de verdad, pues era creyente y hasta ignoraba que hubiese incrédulos.
El ermitaño vino a buscarme al cabo de un cuarto de hora y me condujo a la cabaña, donde me había preparado una modesta comida. Se componía de aceitunas excelentes, cardos conservados en vinagre, cebollas dulces en salsa y galletas en vez de pan. También disponía de una media botella de vino. El ermitaño me dijo que él no bebía nunca, pero que la guardaba para el sacrificio de la misa. Así, pues, tampoco me atreví a beber yo, pero gocé, en cambio, de la cena. Mientras comía, vi entrar en la cabaña a una figura más horrible que todo lo que había visto hasta entonces. Era un hombre que parecía joven, pero de una delgadez espantosa. Sus cabellos se hallaban erizados, y de uno de sus ojos, que había perdido, manaba sangre. Su lengua pendía fuera de su boca, y de ella resbalaba una babosa espuma. Llevaba puesto un traje negro bastante bueno, pero ésa era su única ropa; no tenía ni medias ni camisa.
El repugnante personaje no dijo ni palabra, y fue a acurrucarse a un rincón de la cabaña, donde permaneció más quieto que una estatua, contemplando fijamente con su único ojo un crucifijo que sostenía en su mano. Cuando acabé de cenar, pregunté al ermitaño quién era aquel hombre.
-Hijo mío -me respondió-, ese hombre es un poseso al que yo intento librar de los demonios. Su terrible historia prueba el poder fatal que el ángel de las tinieblas ha usurpado en esta desgraciada comarca. Como puede ser útil para vuestra salvación que la conozcáis, voy a ordenarle que os la cuente -y, volviéndose hacia donde estaba el endemoniado, le dijo-: Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno que relates tu historia.
Pacheco lanzó un terrible alarido, y comenzó en estos términos.
HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO
«Nací en Córdoba, donde mi padre vivía disfrutando de una excelente posición. Mi madre murió allí hace tres años. Al principio, mi padre pareció sentir mucho su pérdida, pero al cabo de algunos meses, con ocasión de un viaje que tuvo que hacer a Sevilla, se enamoró de una joven viuda llamada Camila de Tormes. Esta Camila no gozaba de muy buena fama, y algunos amigos de mi padre intentaron hacerle desistir de tales relaciones. Pero fue inútil. Mi padre insistió en casarse con ella, y el matrimonio tuvo lugar dos años después de que mi madre muriera. Las bodas se celebraron en Sevilla, y pocos días después mi padre regresó a Córdoba con Camila, su nueva esposa, y una hermana de ésta que se llamaba Inesilla.
»Mi madrastra respondía perfectamente a la mala opinión que se tenía de ella, y lo primero que hizo en su nueva casa fue intentar seducirme, cosa que no logró, pues supe resistir a su intento. Pero, en cambio, me enamoré perdidamente de su hermana Inesilla. Mi pasión por ella creció de tal modo que no tardé en arrojarme a los pies de mi padre para pedirle la mano de su cuñada.
»Mi padre me obligó a levantarme, y después me dijo: »-Hijo mío, te prohíbo que pienses en ese matrimonio, y te lo
prohíbo por tres razones. En primer lugar, no sería serio que te convirtieras en el cuñado de tu padre. En segundo lugar, los santos cánones de la Iglesia no aprueban esa clase de matrimonios. Y por último, no quiero que te cases con Inesilla.
»Después de exponerme estas tres razones, me volvió la espalda y se marchó. Me encerré en mi cuarto, abandonándome a la desesperación. Mi madrastra, a quien mi padre había contado lo ocurrido, vino en seguida a verme. Me dijo que no debía desesperarme de ese modo, porque, aunque yo no pudiese ser el marido de Inesilla, podría ser su cortejo, es decir, su amante, y que el lograrlo corría de su cuenta. Pero a la vez me declaró la pasión que sentía por mí e hizo valer el sacrificio que hacía al brindarme a su hermana. Abrí mis oídos a sus palabras, que tanto encendían mis deseos, aunque Inesilla era tan recatada que me parecía imposible se pudiese lograr que correspondiera a mi pasión.
»Por aquel tiempo mi padre decidió hacer un viaje a Madrid, con el propósito de conseguir la plaza de corregidor de Córdoba, y llevó consigo a su mujer y a su cuñada. Su ausencia iba a durar sólo dos meses, pero ese tiempo me pareció muy largo, estando lejos de Inesilla. Cuando transcurrieron los dos meses, recibí una carta de mi padre en la cual me ordenaba fuese a esperarle a Venta Quemada, a la entrada de Sierra Morena. Unas semanas antes quizá hubiese dudado mucho antes de ir a Sierra Morena. Pero precisamente acababan de ahorcar a los dos hermanos de Zoto, su banda había sido dispersada y los campos parecían ahora bastante seguros. Partí, pues, de Córdoba a las diez de la mañana siguiente y pernocté en Andújar, en la posada de uno de los andaluces más charlatanes que he conocido. Pedí una cena abundante; comí buena parte de ella y guardé el resto para el viaje.
»Al día siguiente, al llegar a Los Alcornoques, almorcé algo de lo que había reservado la víspera, y aquella misma tarde llegué a Venta Quemada. Mi padre no había llegado aún, pero como en su carta me ordenaba que lo esperase me dispuse a ello con agrado, pues la posada era espaciosa y confortable. El posadero que la dirigía entonces era un tal González de Murcia, buena persona, pero muy hablador, que en seguida me prometió una cena digna de un grande de España. Mientras se ocupaba en prepararla, fui a pasearme por la orilla del Guadalquivir, y cuando regresé a la posada me encontré, en efecto, ya dispuesta una cena nada despreciable.
»Cuando terminé de cenar, dije a González que preparase mi lecho. Apenas me oyó vi que se turbaba, y empezaba a hablarme de modo confuso. Por último, me confesó que en la posada había fantasmas y que él y su familia pasaban las noches en una pequeña granja junto al río. Añadió que, si yo quería, podría prepararme una cama cerca de la suya. La proposición me pareció absurda, y le dije que podía irse a dormir donde quisiera, y que llamara a mis criados. Me obedeció, y se retiró al instante, moviendo la cabeza de un lado para otro y encogiéndose de hombros. Un momento después llegaron mis criados. También ellos habían oído hablar de aparecidos, y me rogaron que pasara la noche en la granja. No acepté, naturalmente, sus consejos, y les ordené que me prepararan la cama en la habitación donde había cenado. Me obedecieron muy a regañadientes, y cuando el lecho estuvo preparado me rogaron aún, con lágrimas en los ojos, que fuese a dormir con ellos a la granja. Sus ruegos me impacientaron de tal modo que les amenacé con arrojarlos violentamente, y se apresuraron a salir. Como no era mi costumbre que mis criados me ayudaran a desnudarme, pude pasarme fácilmente sin ellos. Pero debo reconocer que fueron muy gentiles conmigo, más de lo que yo merecía por mi crudeza al tratarlos. Antes de marcharse dejaron junto a mi lecho una vela encendida, otra de repuesto, un par de pistolas y algunos libros con cuya lectura pudiese permanecer despierto, aunque la verdad es que había perdido completamente el sueño.
»Durante un par de horas estuve leyendo y dando vueltas en la cama. Por último, oí el sonido de una campana o de un reloj que daba las doce. El hecho me sorprendió, pues no había oído dar las otras horas. Pero en seguida se abrió la puerta y vi entrar a mi madrastra, en camisón de noche, y llevando una palmatoria en la mano. Andando de puntillas se acercó hasta mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio. Y dejando la palmatoria en mi mesilla de noche se sentó en mi cama, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así:
»-Mi querido Pacheco, ha llegado el momento de ofreceros los placeres que os prometí. Hace una hora que hemos llegado a esta posada. Vuestro padre ha ido a dormir a la granja, pero como he sabido que os hallabais aquí, logré que me autorizara a pasar la noche en la posada con Inesilla. Ella os aguarda y está dispuesta a no negaros sus favores. Pero debo informaros de las condiciones que impongo para que logréis vuestra dicha. Amáis a Inesilla, y yo os amo. No es justo que, de nosotros tres, sólo dos sean felices a costa del tercero. Así pues, un solo lecho nos acogerá a los tres. Seguidme.
»Mi madrastra no me dejó tiempo para contestarla. Tomándome de la mano me condujo, de corredor en corredor, hasta que llegamos a una puerta, en donde Camila se puso a mirar por el ojo de la cerradura. Estuvo algún tiempo mirando, y después me dijo:
»-Todo va bien, podéis mirar vos mismo.
»Ocupé su puesto junto a la cerradura y pude ver a la encantadora Inesilla en su lecho. Me sorprendió el que no pareciera tan pudorosa como la había conocido siempre. La expresión de sus ojos, su agitada respiración, su animada tez, su actitud, todo en ella expresaba que estaba aguardando a un amante.
»Después de haberme dejado mirar unos minutos, mi madrastra me dijo:
»-Mi querido Pacheco, permaneced en esta puerta, y cuando llegue el instante oportuno vendré a avisaros.
»Cuando Camila entró en la habitación pegué mi ojo al agujero de la cerradura y vi mil cosas que me cuesta trabajo contar. Primeramente, Camila se desnudó del todo, y metiéndose en la cama de su hermana le dijo estas palabras:
»-Mi pobre Inesilla, ¿es verdad que deseas un amante? Pobre niña. No sabes el daño que te hará. Primero te derribará, se echará sobre ti, y después te aplastará y te desgarrará.
»Cuando Camila creyó que su alumna ya sabía bastante, vino a abrirme la puerta, me llevó hasta el lecho de su hermana y se acostó con nosotros.
»¿Que podría deciros de aquella noche fatal? Que agoté en ella las delicias y los crímenes. Durante largo tiempo estuve luchando contra el sueño y la naturaleza para lograr aún más los infernales goces. Finalmente, me dormí y desperté al día siguiente bajo la horca de los hermanos de Zoto, acostado entre los dos horribles cadáveres.»
En este momento, el ermitaño interrumpió al endemoniado y me dijo:
-Y bien, hijo mío, ¿qué os parece? Imaginad vuestro horror si hubieseis amanecido entre los dos ahorcados.
A lo cual respondí:
-Me ofendéis, padre. Un caballero no debe jamás tener miedo y menos aún si tiene el honor de ser capitán de la Guardia Valona.
-Pero hijo mío -continuó el padre-, ¿habéis oído decir alguna vez que semejante aventura ha sucedido a alguien?
Dudé un instante antes de contestar, y al fin le dije:
-Si esa aventura, padre, ha ocurrido al señor Pacheco, puede también suceder a otros. Pero mejor podré juzgar si os dignáis ordenarle que continúe su historia.
EI ermitaño se volvió hacia el endemoniado y le dijo:
-Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno que continúes tu historia.
Pacheco lanzó un nuevo y terrible alarido, y continuó de esta suerte:
«Dejé la horca medio muerto de miedo. Me arrastré como pude y marché sin saber adónde me dirigía. Por fin, encontré a unos viajeros que tuvieron piedad de mi situación y me condujeron a la Venta Quemada, donde hallé al posadero y a mis criados, muy preocupados por mí. Les pregunté si mi padre había dormido en la granja, y me contestaron que nadie había llegado aún.
»No me atreví a quedarme más tiempo en la Venta, y resolví regresar a Andújar. Cuando llegué ya se había puesto el sol y la posada estaba llena. Me prepararon una cama en la cocina, y me acosté pronto, pero los horrores de la noche anterior, vivos aún en mi espíritu, me impedían coger el sueño.
»Había dejado encendida una vela sobre el hogar de la cocina. De pronto, la vela se apagó, y sentí al instante un escalofrío mortal que heló mis venas. Al mismo tiempo alguien tiró del cobertor, y oí una voz femenina que me decía:
»-Soy Camila, tu madrastra. Tengo frío, amor mío, hazme sitio bajo la manta. »Y otra voz:
»-Soy Inesilla. Tengo mucho frío, déjame entrar en tu cama.
»En ese momento sentí una mano helada que me agarraba por el cuello. Reuní todas mis fuerzas y exclamé:
»-¡Satán, vete de aquí!
»Entonces las dos voces de antes me dijeron:
»-¿Por qué nos echas? ¿No eres nuestro maridito? Tenemos mucho frío. Vamos a encender un poco de lumbre.
»En efecto, poco tiempo después vi las llamas en el hogar de la chimenea. La estancia se iluminó, pero en vez de ver a Camila y a Inesilla lo que vi fue a los hermanos de Zoto, colgados de la chimenea.
»Esta visión me aterrorizó. Rápidamente me levanté, salté por la ventana y me puse a correr con todas mis fuerzas. Por un momento creí haber logrado escapar de tantos horrores, pero al volverme vi con terror que era seguido por los dos ahorcados. Corrí de nuevo, y me pareció que había logrado dejarlos atrás. Pero mi ilusión duró poco. Las horribles criaturas lograron rodearme y llegar hasta mí. Intenté correr, pero mis fuerzas me abandonaron.
»Sentí entonces que uno de los ahorcados me sujetaba por el tobillo izquierdo. Intenté zafarme, pero el otro ahorcado me cortó el camino poniéndose ante mí, mirándome con ojos terribles y sacándome una lengua roja como el hierro cuando sale del fuego. Pedí clemencia, pero fue en vano. Aquel monstruo me sujetó del cuello con una mano y con la otra me arrancó el ojo que me falta. En el hueco de mi ojo introdujo su lengua de fuego. Me lamió el cerebro y me hizo aullar de dolor.
»El otro ahorcado, que me había agarrado la pierna derecha, quiso también martirizarme. Comenzó haciéndome cosquillas en la planta del pie que tenía sujeto, pero después el monstruo me arrancó la piel del pie, separó los nervios, les quitó su encarnadura, y el muy canalla se puso a tocar sobre ellos como si fuesen un instrumento musical. Mas como por lo visto no daban un sonido que fuese de su agrado, hundió sus uñas en mi corva, agarró con ellas mis tendones y se puso a retorcerlos, como se hace para afinar un arpa. Finalmente, se puso a tocar sobre mi pierna, convertida en salterio. Escuché su risa diabólica, y mientras el dolor me arrancaba terribles aullidos los gemidos del infierno me hacían coro. Cuando oí el rechinar de los condenados me pareció que cada una de mis fibras era triturada por sus dientes. Por último, perdí el conocimiento.
»Al día siguiente, unos pastores me encontraron en el campo y me trajeron a esta ermita. Aquí he confesado mis pecados y he hallado al pie de la cruz algún consuelo a mis desgracias.»
Nuevamente el endemoniado lanzó un horrible aullido y se calló. El ermitaño habló entonces, y me dijo:
-Joven, ya veis el poder de Satán. Debéis rezar y llorar. Pero ya es tarde y debemos separarnos. No os invito a que descanséis en mi celda porque Pacheco lanza tales gritos durante la noche que no podríais dormir. Id a acostaros a la capilla. Allí estaréis bajo la protección de la cruz que triunfa sobre los demonios.
Contesté al buen ermitaño que lo haría de buen grado. Llevamos a la capilla un pequeño catre de tijera y me acosté en él, mientras el ermitaño me deseaba buenas noches.
Cuando me encontré solo me puse a pensar en la historia de Pacheco, en la que encontraba bastante semejanza con mis propias aventuras.
Me hallaba aún pensando en ello cuando oí que daban las doce, pero no podía saber si era la campana de la ermita o si es que iba a toparme nuevamente con aparecidos. A los pocos instantes oí que llamaban a la puerta de la capilla, y pregunté:
-¿Quién es ahí?
Una voz femenina me respondió:
-Tenemos frío, ábrenos, somos tus mujercitas.
-Sí, sí, malditos ahorcados -les contesté-, volveos a vuestra horca y dejadme dormir. La misma voz volvió a decirme:
-Te burlas de nosotras porque estás en una capilla. Ven fuera y verás...
-Ahora mismo voy -contesté.
Fui a buscar mi espada e intenté salir, pero vi que la puerta estaba cerrada. Les dije a los aparecidos lo que ocurría, pero no me contestaron. Entonces me fui a acostar y dormí hasta el alba.
14 junio 2008
Página de un diario de Gonzalo Torrente Ballester
10 de diciembre, 1961
Diez de diciembre, a las once de la noche. He terminado el segundo capítulo. Me da dieciocho folios escasos, y consta fundamentalmente de tres momentos. No sé si habré olvidado algo esencial, pero, de momento, lo he perdido de vista. Primer momento, Carlos y Juan esperan a don Lino y tienen con él la primera conversación referente al asunto de los barcos; segundo momento, Clara está en su tienda y llega Cayetano a pedirle perdón y a proponerle que sea su amiga, que sea su querida y llevarla a La Coruña y ponerle un piso. La novedad es que esta conversación intentan escucharla el juez y Cubeiro. Consiguen averiguar lo esencial, y discuten cómo comunicarlo, porque ninguno de ellos se atreve a ir directamente con el cuento al Casino. Tercer momento: el domingo de Pasión por la mañana, o sea el día siguiente de estos acontecimientos, Paquito, que se marcha: está tocando la flauta en medio de la calle y despierta a don Baldomero. Don Baldomero habla con el retrato de su mujer y, luego, se va a misa, y en misa tiene la revelación de que su deber consiste en quemar las pinturas.
Realmente no he conseguido recordar si había previsto algo más, pero creo que con estos tres subcapítulos (quedan escritos) los elementos fundamentales de la acción. Entonces nos encontramos con que el próximo capítulo, el III, empezará el sábado de Pasión, es decir, el sábado anterior a Ramos. He pensado como elemento dinámico de este capítulo empezar con una conversación de doña Angustias con Cayetano diciéndole que el cura acaba de pedirle por favor que influya para que no le impidan sacar a la calle la procesión de las palmas. Este no es el cura de Santa María de la Plata sino el de la playa, el de la parroquia. Entonces, doña Angustias le dice a Cayetano que interponga su influencia en el Ayuntamiento para que no se prohíba la salida de la procesión, y, además, para que se evite toda injuria, todo ataque a la gente que vaya en ella. Entonces, esto es considerado como un acto de tiranía de Cayetano, porque naturalmente éste sube al Ayuntamiento y no pide de favor, sino que ordena simplemente que se dé permiso para la procesión y que no se mueva una rata. Esto se considera un acto de tiranía de Cayetano, y entonces estos comentarios me sirven para enlazarlo con la posición de don Lino, que en cierto modo se hace cabeza de los protestantes, de los rebeldes, con lo cual vamos perfilando ya los acontecimientos del cuarto capítulo.
Tiene que haber en este capítulo también otras cosas fundamentales, que son: la decisión de quemar las pinturas y la quema inmediata por don Baldomero. Don Baldomero ha escondido en la capilla de los Churruchaos una botella de aguardiente y los instrumentos que piensa que son necesarios para llevar a cabo la fechoría. Entonces, es por la tarde precisamente, después del rosario, cuando se queda escondido en la iglesia, espera a que la iglesia esté vacía, deja pasar el tiempo, come su bocadillo y a las doce de la noche, a las once de la noche, cuando ya no hay ruidos, comienza la serie de operaciones que culminan plantando fuego a la cortina del ábside central. Con esto, se marcha.
Esto es el sábado por la noche. Naturalmente, la quema de la iglesia. Van a avisar a Carlos, Carlos manda a Juan al monasterio para que avise al fraile, él va a la iglesia corriendo, llega el fraile, aquello no tiene remedio, se ha plantado fuego a la techumbre, el ábside se hunde... Además, la gente no colabora en la extinción del fuego, con lo cual hemos llegado ya al domingo por la mañana cuando llega Paquito el Relojero pegando alaridos, y atraviesa el pueblo, toma el camino del pazo de Carlos y, febrilmente, empieza a preparar su azagaya. Empieza a preparar su azagaya y tiene que hablar con Carlos, explicar a Carlos lo que pasó, y me queda, para meter en este conjunto de cosas, meterlo de una manera armónica, la llegada de fray Eugenio al monasterio y lo que le pasa con el Prior. Entonces, aquí pueden pasar dos cosas, las dos legítimas, pero no sé cuál de las dos pasará. Puede pasar que fray Eugenio se marche del monasterio o pasar, por el contrario, que se arroje a los pies del Prior y le diga que está endemoniado, que lo bendiga y exorcice. O quizá, que él no tiene voluntad y que lo mande a hacer penitencia a una cartuja. Son las dos posibilidades, pero no sé cuál de ellas será la que elija el padre Eugenio.
Y parece que con esto están ya todos los elementos del tercer capítulo. Ahora bien, el problema que tengo es el paso del tercer capítulo al cuarto. ¿Qué cosas pasan durante esta Semana Santa? ¿Qué les pasa a estos personajes? ¿Tengo que seguirles la pista, crear un cuarto capítulo, un nuevo capítulo de la Semana Santa, empezar el cuarto capítulo con una larga narración? Porque me da la impresión de que, pasando como estoy pasando bruscamente de un núcleo a otro, dejando entre ellos una semana de tiempo, da la apariencia —apariencia que corresponde a una realidad— de estar trabajando a saltos, y de que la narración resulta a saltos también. Primer capítulo; segundo capítulo, una semana después; tercer capítulo, otra semana, y, cuarto capítulo, una semana más. ¿Cuál sería el modo de resolver esto sin que resultase violento? Porque, claro, hay una serie de cosas que pueden pasar; es decir, que aunque voy dando a cada uno de los subcapítulos el desarrollo que creo necesario, tengo la impresión de que la cosa va precipitada. Y claro, tal y como marcha todo, tal y como he concebido por necesidad, claro, éstas... En fin, no sé, no sé, no sé...
Hay que confiar en que, a última hora, se me ocurra una fórmula, y esta fórmula no puede aparecer hasta que tenga escrito el tercer capítulo, hasta que el tercer capítulo tenga una entidad, que yo pueda, efectivamente, verlo en su conjunto. De todas maneras, el número de acontecimientos que se acumulan en cada capítulo me parece suficiente: después del capítulo cuarto, que será bastante largo, el capítulo quinto es, en el tiempo, inmediato, el capítulo quinto y último. Mira tú que, a fin de cuentas, en qué ha llegado a convertirse Cayetano, lo que ha salido ahí. Y, además, me queda todavía por escribir el segundo intermedio, caray; digo, el primer intermedio, que, como se me olvide, me luzco. Vamos a ver si mañana, lunes, se puede hacer algo: meterme a escribir otro (capítulo), que no sé ni cómo me va a salir. Bueno. Vamos a oír esto, a ver si oyéndolo se me ocurre alguna cosa más, o se me recuerda algo que esté olvidando.
Diez de diciembre, a las once de la noche. He terminado el segundo capítulo. Me da dieciocho folios escasos, y consta fundamentalmente de tres momentos. No sé si habré olvidado algo esencial, pero, de momento, lo he perdido de vista. Primer momento, Carlos y Juan esperan a don Lino y tienen con él la primera conversación referente al asunto de los barcos; segundo momento, Clara está en su tienda y llega Cayetano a pedirle perdón y a proponerle que sea su amiga, que sea su querida y llevarla a La Coruña y ponerle un piso. La novedad es que esta conversación intentan escucharla el juez y Cubeiro. Consiguen averiguar lo esencial, y discuten cómo comunicarlo, porque ninguno de ellos se atreve a ir directamente con el cuento al Casino. Tercer momento: el domingo de Pasión por la mañana, o sea el día siguiente de estos acontecimientos, Paquito, que se marcha: está tocando la flauta en medio de la calle y despierta a don Baldomero. Don Baldomero habla con el retrato de su mujer y, luego, se va a misa, y en misa tiene la revelación de que su deber consiste en quemar las pinturas.
Realmente no he conseguido recordar si había previsto algo más, pero creo que con estos tres subcapítulos (quedan escritos) los elementos fundamentales de la acción. Entonces nos encontramos con que el próximo capítulo, el III, empezará el sábado de Pasión, es decir, el sábado anterior a Ramos. He pensado como elemento dinámico de este capítulo empezar con una conversación de doña Angustias con Cayetano diciéndole que el cura acaba de pedirle por favor que influya para que no le impidan sacar a la calle la procesión de las palmas. Este no es el cura de Santa María de la Plata sino el de la playa, el de la parroquia. Entonces, doña Angustias le dice a Cayetano que interponga su influencia en el Ayuntamiento para que no se prohíba la salida de la procesión, y, además, para que se evite toda injuria, todo ataque a la gente que vaya en ella. Entonces, esto es considerado como un acto de tiranía de Cayetano, porque naturalmente éste sube al Ayuntamiento y no pide de favor, sino que ordena simplemente que se dé permiso para la procesión y que no se mueva una rata. Esto se considera un acto de tiranía de Cayetano, y entonces estos comentarios me sirven para enlazarlo con la posición de don Lino, que en cierto modo se hace cabeza de los protestantes, de los rebeldes, con lo cual vamos perfilando ya los acontecimientos del cuarto capítulo.
Tiene que haber en este capítulo también otras cosas fundamentales, que son: la decisión de quemar las pinturas y la quema inmediata por don Baldomero. Don Baldomero ha escondido en la capilla de los Churruchaos una botella de aguardiente y los instrumentos que piensa que son necesarios para llevar a cabo la fechoría. Entonces, es por la tarde precisamente, después del rosario, cuando se queda escondido en la iglesia, espera a que la iglesia esté vacía, deja pasar el tiempo, come su bocadillo y a las doce de la noche, a las once de la noche, cuando ya no hay ruidos, comienza la serie de operaciones que culminan plantando fuego a la cortina del ábside central. Con esto, se marcha.
Esto es el sábado por la noche. Naturalmente, la quema de la iglesia. Van a avisar a Carlos, Carlos manda a Juan al monasterio para que avise al fraile, él va a la iglesia corriendo, llega el fraile, aquello no tiene remedio, se ha plantado fuego a la techumbre, el ábside se hunde... Además, la gente no colabora en la extinción del fuego, con lo cual hemos llegado ya al domingo por la mañana cuando llega Paquito el Relojero pegando alaridos, y atraviesa el pueblo, toma el camino del pazo de Carlos y, febrilmente, empieza a preparar su azagaya. Empieza a preparar su azagaya y tiene que hablar con Carlos, explicar a Carlos lo que pasó, y me queda, para meter en este conjunto de cosas, meterlo de una manera armónica, la llegada de fray Eugenio al monasterio y lo que le pasa con el Prior. Entonces, aquí pueden pasar dos cosas, las dos legítimas, pero no sé cuál de las dos pasará. Puede pasar que fray Eugenio se marche del monasterio o pasar, por el contrario, que se arroje a los pies del Prior y le diga que está endemoniado, que lo bendiga y exorcice. O quizá, que él no tiene voluntad y que lo mande a hacer penitencia a una cartuja. Son las dos posibilidades, pero no sé cuál de ellas será la que elija el padre Eugenio.
Y parece que con esto están ya todos los elementos del tercer capítulo. Ahora bien, el problema que tengo es el paso del tercer capítulo al cuarto. ¿Qué cosas pasan durante esta Semana Santa? ¿Qué les pasa a estos personajes? ¿Tengo que seguirles la pista, crear un cuarto capítulo, un nuevo capítulo de la Semana Santa, empezar el cuarto capítulo con una larga narración? Porque me da la impresión de que, pasando como estoy pasando bruscamente de un núcleo a otro, dejando entre ellos una semana de tiempo, da la apariencia —apariencia que corresponde a una realidad— de estar trabajando a saltos, y de que la narración resulta a saltos también. Primer capítulo; segundo capítulo, una semana después; tercer capítulo, otra semana, y, cuarto capítulo, una semana más. ¿Cuál sería el modo de resolver esto sin que resultase violento? Porque, claro, hay una serie de cosas que pueden pasar; es decir, que aunque voy dando a cada uno de los subcapítulos el desarrollo que creo necesario, tengo la impresión de que la cosa va precipitada. Y claro, tal y como marcha todo, tal y como he concebido por necesidad, claro, éstas... En fin, no sé, no sé, no sé...
Hay que confiar en que, a última hora, se me ocurra una fórmula, y esta fórmula no puede aparecer hasta que tenga escrito el tercer capítulo, hasta que el tercer capítulo tenga una entidad, que yo pueda, efectivamente, verlo en su conjunto. De todas maneras, el número de acontecimientos que se acumulan en cada capítulo me parece suficiente: después del capítulo cuarto, que será bastante largo, el capítulo quinto es, en el tiempo, inmediato, el capítulo quinto y último. Mira tú que, a fin de cuentas, en qué ha llegado a convertirse Cayetano, lo que ha salido ahí. Y, además, me queda todavía por escribir el segundo intermedio, caray; digo, el primer intermedio, que, como se me olvide, me luzco. Vamos a ver si mañana, lunes, se puede hacer algo: meterme a escribir otro (capítulo), que no sé ni cómo me va a salir. Bueno. Vamos a oír esto, a ver si oyéndolo se me ocurre alguna cosa más, o se me recuerda algo que esté olvidando.
de Gonzalo Torrente Ballester - "Los cuadernosde un vate vago"
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