29 mayo 2008
'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (EL BAUTIZO)
EL BAUTIZO
ENTRARON en la iglesia de improviso un hombre y dos mujeres; una de ellas era la esposa de Pepón, el jefe de los rojos.
Don Camilo, que subido sobre una escalera estaba lustrando con "sidol" la aureola de San José, volviose hacia ellos y preguntó qué deseaban.
–Se trata de bautizar esta cosa –contestó el hombre. Y una de las mujeres mostró un bulto que contenía un niño.
–¿Quién lo hizo? –preguntó don Camilo, mientras bajaba.
–Yo –contestó la mujer de Pepón.
–¿Con tu marido? –preguntó don Camilo.
–¡Se comprende!... ¿Con quién quiere que lo hiciera? ¿Con usted? –replicó secamente la mujer de Pepón.
–No hay motivo para enojarse –observó don Camilo, encaminándose a la sacristía–. Yo sé algo... ¿No se ha dicho que en el partido de ustedes está de moda el amor libre?
Pasando delante del altar, don Camilo se inclinó y guiñó un ojo al Cristo.
–¿Habéis oído? –y don Camilo rió burlonamente–. Le he dado un golpecito a esa gente sin Dios.
–No digas estupideces, don Camilo –contestó fastidiado el Cristo–. Si no tuviesen Dios no vendrían aquí a bautizar al hijo, y si la mujer de Pepón te hubiese soltado un revés, lo tendrías merecido.
–Si la mujer de Pepón me hubiera dado un revés, los habría agarrado por el pescuezo a los tres y...
–¿Y qué? –preguntó severo Jesús.
–Nada, digo por decir –repuso rápidamente don Camilo, levantándose.
–Don Camilo, cuidado –lo amonestó Jesús. Vestidos los paramentos, don Camilo se acercó a la fuente bautismal.
–¿Cómo quieren llamarlo? –preguntó a la mujer de Pepón.
–Lenin, Libre, Antonio –contestó la mujer.
–Vete a bautizarlo en Rusia –dijo tranquilamente don Camilo, volviendo a colocar la tapa a la pila bautismal.
Don Camilo tenía las manos grandes como palas y los tres se marcharon sin protestar. Don Camilo trató de escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo frenó.
–¡Don Camilo, has hecho una cosa muy fea! Ve a llamarlos y bautízales el niño.
–Jesús –contestó don Camilo–, debéis comprender que el bautismo no es una burla. El bautismo es una cosa sagrada. El bautismo...
–Don Camilo –interrumpió el Cristo–, ¿vas a enseñarme a mí qué es el bautismo? ¿A mí que lo he inventado? Yo te digo que has hecho una barrabasada porque si esa criatura, pongamos por caso, muere en este momento, la culpa será tuya de que no tenga libre ingreso en el Paraíso...
–Jesús, no hagamos drama –rebatió don Camilo–. ¿Por qué habría de morir? Es blanco y rosado una rosa.
–Eso no quiere decir nada –observó Cristo–. puede caérsele una teja en la cabeza, puede venirle un ataque apopléjico... Tú debías haberlo bautizado.
Don Camilo abrió los brazos.
–Jesús, pensad un momento. Si fuera seguro que el niño irá al Infierno, se podría dejar correr; pero ese, a pesar de ser hijo de un mal sujeto, podría perfectamente colarse en el Paraíso, y entonces decidme: ¿cómo: puedo permitir que os llegue al Paraíso uno que se llama Lenin? Lo hago por el buen nombre del Paraíso.
–Del buen nombre del Paraíso me ocupo yo –dijo secamente Jesús–. A mí sólo me importa que uno sea un hombre honrado. Que se llame Lenin o Bonifacio no me importa. En todo caso, tú podrías haber advertido a esa gente que dar a los niños nombres estrafalarios puede representarles serios aprietos cuando sean grandes.
–Está bien –respondió don Camilo–. Siempre yo desbarro; procuraré remediarlo.
En ese instante entró alguien. Era Pepón solo, con la criatura en brazos. Pepón cerró la puerta con el pasador.
–De aquí no salgo –dijo– si mi hijo no es bautizado con el nombre que yo quiero.
–Ahí lo tenéis –murmuró don Camilo, volviéndose al Cristo–. ¿Veis qué gente? Uno está lleno de las más santas intenciones y mirad cómo lo tratan.
–Ponte en su pellejo –contestó el Cristo–. No es un sistema que deba aprobarse, pero se puede comprender...
Don Camilo sacudió la cabeza.
–He dicho que de aquí no salgo si no me bautiza al chico como yo quiero –repitió Pepón, y poniendo el bulto en un silla, se quitó el saco, se arremangó y avanzó amenazante.
–¡Jesús! –imploró don Camilo–. Yo me remito a vos. Si estimáis justo que un sacerdote vuestro ceda a la imposición, cederé. Pero mañana no os quejéis si me traen un ternero y me imponen que lo bautice. Vos lo sabéis, ¡guay de crear precedentes!
–¡Bah! –replicó el Cristo–. Si eso ocurriera, tú deberías hacerle entender...
–¿Y si me aporrea?
–Tómalas, don Camilo. Soporta y sufre como lo hice yo.
Entonces volvió don Camilo y dijo:
–Conforme, Pepón; el niño saldrá de aquí bautizado, pero con ese nombre maldito no.
–Don Camilo –refunfuñó Pepón–, recuerde que tengo la barriga delicada por aquella bala que recibí en los montes. No tire golpes bajos, o agarro un banco...
–No te inquietes, Pepón; yo te los aplicaré todos en el plano superior –contestó don Camilo, colocando a Pepón un soberbio cachete en la oreja.
Eran dos hombrachos con brazos de hierro y volaban las trompadas que hacían silbar el aire. Al cabo de veinte minutos de furibunda y silenciosa pelea, don Camilo oyó una voz a sus espaldas
–¡Fuerza, don Camilo!... ¡Pégale en la mandíbula!
Era el Cristo del altar. Don Camilo apuntó a la mandíbula de Pepón y éste rodó por tierra, donde quedó tendido unos diez minutos. Después se levantó, se sobó el mentón, se arregló, se puso el saco, rehizo el nudo del pañuelo rojo y tomó al niño en brazos. Vestido con sus paramentos rituales, don Camilo lo esperaba, firme como una roca, junto a la pila bautismal. Pepón se acercó lentamente.
–¿Cómo lo llamaremos? –preguntó don Camilo.
–Camilo, Libre, Antonio –gruñó Pepón.
Don Camilo meneó la cabeza.
–No; llamémoslo, Libre, Camilo, Lenin –dijo–. Sí, también Lenin. Cuando está cerca de ellos un Camilo, los tipos de esa laya nada tienen que hacer.
–Amén –murmuró Pepón tentándose la mandíbula.
Terminado el acto, don Camilo pasó delante del altar y el Cristo le dijo sonriendo
–Don Camilo, debo reconocer la verdad: en política sabes hacer las cosas mejor que yo.
–Y en dar puñetazos también –dijo don Camilo con toda calma, mientras se palpaba con indiferencia un grueso chichón sobre la frente...
ENTRARON en la iglesia de improviso un hombre y dos mujeres; una de ellas era la esposa de Pepón, el jefe de los rojos.
Don Camilo, que subido sobre una escalera estaba lustrando con "sidol" la aureola de San José, volviose hacia ellos y preguntó qué deseaban.
–Se trata de bautizar esta cosa –contestó el hombre. Y una de las mujeres mostró un bulto que contenía un niño.
–¿Quién lo hizo? –preguntó don Camilo, mientras bajaba.
–Yo –contestó la mujer de Pepón.
–¿Con tu marido? –preguntó don Camilo.
–¡Se comprende!... ¿Con quién quiere que lo hiciera? ¿Con usted? –replicó secamente la mujer de Pepón.
–No hay motivo para enojarse –observó don Camilo, encaminándose a la sacristía–. Yo sé algo... ¿No se ha dicho que en el partido de ustedes está de moda el amor libre?
Pasando delante del altar, don Camilo se inclinó y guiñó un ojo al Cristo.
–¿Habéis oído? –y don Camilo rió burlonamente–. Le he dado un golpecito a esa gente sin Dios.
–No digas estupideces, don Camilo –contestó fastidiado el Cristo–. Si no tuviesen Dios no vendrían aquí a bautizar al hijo, y si la mujer de Pepón te hubiese soltado un revés, lo tendrías merecido.
–Si la mujer de Pepón me hubiera dado un revés, los habría agarrado por el pescuezo a los tres y...
–¿Y qué? –preguntó severo Jesús.
–Nada, digo por decir –repuso rápidamente don Camilo, levantándose.
–Don Camilo, cuidado –lo amonestó Jesús. Vestidos los paramentos, don Camilo se acercó a la fuente bautismal.
–¿Cómo quieren llamarlo? –preguntó a la mujer de Pepón.
–Lenin, Libre, Antonio –contestó la mujer.
–Vete a bautizarlo en Rusia –dijo tranquilamente don Camilo, volviendo a colocar la tapa a la pila bautismal.
Don Camilo tenía las manos grandes como palas y los tres se marcharon sin protestar. Don Camilo trató de escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo frenó.
–¡Don Camilo, has hecho una cosa muy fea! Ve a llamarlos y bautízales el niño.
–Jesús –contestó don Camilo–, debéis comprender que el bautismo no es una burla. El bautismo es una cosa sagrada. El bautismo...
–Don Camilo –interrumpió el Cristo–, ¿vas a enseñarme a mí qué es el bautismo? ¿A mí que lo he inventado? Yo te digo que has hecho una barrabasada porque si esa criatura, pongamos por caso, muere en este momento, la culpa será tuya de que no tenga libre ingreso en el Paraíso...
–Jesús, no hagamos drama –rebatió don Camilo–. ¿Por qué habría de morir? Es blanco y rosado una rosa.
–Eso no quiere decir nada –observó Cristo–. puede caérsele una teja en la cabeza, puede venirle un ataque apopléjico... Tú debías haberlo bautizado.
Don Camilo abrió los brazos.
–Jesús, pensad un momento. Si fuera seguro que el niño irá al Infierno, se podría dejar correr; pero ese, a pesar de ser hijo de un mal sujeto, podría perfectamente colarse en el Paraíso, y entonces decidme: ¿cómo: puedo permitir que os llegue al Paraíso uno que se llama Lenin? Lo hago por el buen nombre del Paraíso.
–Del buen nombre del Paraíso me ocupo yo –dijo secamente Jesús–. A mí sólo me importa que uno sea un hombre honrado. Que se llame Lenin o Bonifacio no me importa. En todo caso, tú podrías haber advertido a esa gente que dar a los niños nombres estrafalarios puede representarles serios aprietos cuando sean grandes.
–Está bien –respondió don Camilo–. Siempre yo desbarro; procuraré remediarlo.
En ese instante entró alguien. Era Pepón solo, con la criatura en brazos. Pepón cerró la puerta con el pasador.
–De aquí no salgo –dijo– si mi hijo no es bautizado con el nombre que yo quiero.
–Ahí lo tenéis –murmuró don Camilo, volviéndose al Cristo–. ¿Veis qué gente? Uno está lleno de las más santas intenciones y mirad cómo lo tratan.
–Ponte en su pellejo –contestó el Cristo–. No es un sistema que deba aprobarse, pero se puede comprender...
Don Camilo sacudió la cabeza.
–He dicho que de aquí no salgo si no me bautiza al chico como yo quiero –repitió Pepón, y poniendo el bulto en un silla, se quitó el saco, se arremangó y avanzó amenazante.
–¡Jesús! –imploró don Camilo–. Yo me remito a vos. Si estimáis justo que un sacerdote vuestro ceda a la imposición, cederé. Pero mañana no os quejéis si me traen un ternero y me imponen que lo bautice. Vos lo sabéis, ¡guay de crear precedentes!
–¡Bah! –replicó el Cristo–. Si eso ocurriera, tú deberías hacerle entender...
–¿Y si me aporrea?
–Tómalas, don Camilo. Soporta y sufre como lo hice yo.
Entonces volvió don Camilo y dijo:
–Conforme, Pepón; el niño saldrá de aquí bautizado, pero con ese nombre maldito no.
–Don Camilo –refunfuñó Pepón–, recuerde que tengo la barriga delicada por aquella bala que recibí en los montes. No tire golpes bajos, o agarro un banco...
–No te inquietes, Pepón; yo te los aplicaré todos en el plano superior –contestó don Camilo, colocando a Pepón un soberbio cachete en la oreja.
Eran dos hombrachos con brazos de hierro y volaban las trompadas que hacían silbar el aire. Al cabo de veinte minutos de furibunda y silenciosa pelea, don Camilo oyó una voz a sus espaldas
–¡Fuerza, don Camilo!... ¡Pégale en la mandíbula!
Era el Cristo del altar. Don Camilo apuntó a la mandíbula de Pepón y éste rodó por tierra, donde quedó tendido unos diez minutos. Después se levantó, se sobó el mentón, se arregló, se puso el saco, rehizo el nudo del pañuelo rojo y tomó al niño en brazos. Vestido con sus paramentos rituales, don Camilo lo esperaba, firme como una roca, junto a la pila bautismal. Pepón se acercó lentamente.
–¿Cómo lo llamaremos? –preguntó don Camilo.
–Camilo, Libre, Antonio –gruñó Pepón.
Don Camilo meneó la cabeza.
–No; llamémoslo, Libre, Camilo, Lenin –dijo–. Sí, también Lenin. Cuando está cerca de ellos un Camilo, los tipos de esa laya nada tienen que hacer.
–Amén –murmuró Pepón tentándose la mandíbula.
Terminado el acto, don Camilo pasó delante del altar y el Cristo le dijo sonriendo
–Don Camilo, debo reconocer la verdad: en política sabes hacer las cosas mejor que yo.
–Y en dar puñetazos también –dijo don Camilo con toda calma, mientras se palpaba con indiferencia un grueso chichón sobre la frente...
28 mayo 2008
'Viento, agua, piedra' de Octavio Paz
El agua horada la piedra,
el viento dispersa el agua,
la piedra detiene al viento.
Agua, viento, piedra.
El viento esculpe la piedra,
la piedra es copa del agua,
el agua escapa y es viento.
Piedra, viento, agua.
El viento en sus giros canta,
el agua al andar murmura,
la piedra inmóvil se calla.
Viento, agua, piedra.
Uno es otro y es ninguno:
entre sus nombres vacíos
pasan y se desvanecen
agua, piedra, viento.
Octavio Paz
el viento dispersa el agua,
la piedra detiene al viento.
Agua, viento, piedra.
El viento esculpe la piedra,
la piedra es copa del agua,
el agua escapa y es viento.
Piedra, viento, agua.
El viento en sus giros canta,
el agua al andar murmura,
la piedra inmóvil se calla.
Viento, agua, piedra.
Uno es otro y es ninguno:
entre sus nombres vacíos
pasan y se desvanecen
agua, piedra, viento.
Octavio Paz
(en el Fuego de cada Día)
27 mayo 2008
'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (PECADO CONFESADO)
PECADO CONFESADO
DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba.
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda.
–¿Qué debo hacer? –había preguntado don Camilo.
–Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate –había contestado Jesús de lo alto del altar–. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla.
–Bueno –había objetado don Camilo–; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
–¿Y con eso? –le había susurrado Jesús–. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
–De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
–¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz?
–Con vos no se puede razonar –había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento...
–Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa.
Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado.
Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda.
Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró:
–Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas?
–Desde I9I8 –contestó Pepón.
–Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza.
–¡Oh, bastantes! –suspiró Pepón.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo.
–Es grave –repuso don Camilo–. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios.
–Estoy arrepentido –exclamó Pepón–. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad.
–¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves?
Pepón vació el costal.
En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo.
–Jesús –dijo–, perdóname, pero yo le sacudo.
–Ni lo sueñes –respondió Jesús–. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre.
–Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene?
–Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado!
–Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío?
–No –respondió Jesús–. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear.
Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos.
–Está bien –gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús–. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no!
–También esto es cierto –dijo Jesús de lo alto–. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo!
El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado.
–Hace diez minutos que lo esperaba –dijo–. Ahora me siento mejor.
–Yo también –exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno.
Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.
DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba.
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda.
–¿Qué debo hacer? –había preguntado don Camilo.
–Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate –había contestado Jesús de lo alto del altar–. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla.
–Bueno –había objetado don Camilo–; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
–¿Y con eso? –le había susurrado Jesús–. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
–De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
–¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz?
–Con vos no se puede razonar –había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento...
–Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa.
Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado.
Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda.
Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró:
–Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas?
–Desde I9I8 –contestó Pepón.
–Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza.
–¡Oh, bastantes! –suspiró Pepón.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo.
–Es grave –repuso don Camilo–. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios.
–Estoy arrepentido –exclamó Pepón–. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad.
–¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves?
Pepón vació el costal.
En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo.
–Jesús –dijo–, perdóname, pero yo le sacudo.
–Ni lo sueñes –respondió Jesús–. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre.
–Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene?
–Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado!
–Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío?
–No –respondió Jesús–. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear.
Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos.
–Está bien –gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús–. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no!
–También esto es cierto –dijo Jesús de lo alto–. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo!
El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado.
–Hace diez minutos que lo esperaba –dijo–. Ahora me siento mejor.
–Yo también –exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno.
Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.
26 mayo 2008
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