25 mayo 2008
'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Segunda Historia)
SEGUNDA HISTORIA
Algunas veces aparecía en Bosque Grande gente de la ciudad: mecánicos, albañiles. Iban al río para atornillar los bulones del puente de hierro o del canal de desagüe, o a reparar los muretes de las compuertas. Traían sombrero de paja o gorras de paño, que echaban hacia un lado, se sentaban delante de la hostería de Nita y pedían cerveza y bifes con espinacas. Bosque Grande era un pueblo en donde la gente comía en su casa y solamente iba a la taberna para blasfemar, jugar a las bochas y beber vino en compañía. –Vino, sopa con tocino y huevos con cebolla –respondía Nita asomándose a la puerta. Y entonces aquellos hombres echaban los sombreros y las gorras hacia atrás y empezaban a vociferar que Nita tenía de lindo esto y lo otro, a dar fuertes puñetazos sobre la mesa y a alborotar como gansos.
Los de la ciudad no entendían nada: cuando recorrían la campaña hacían como las marranas en los maizales: alboroto y escándalo. Los de la ciudad, que en su casa comían albóndigas de caballo, venían a pedir cerveza a Bosque Grande, donde a lo sumo se podía beber vino en escudillas; o trataban con prepotencia a hombres que como mi padre poseían trescientos cincuenta animales, doce hijos y más de cuatrocientas hectáreas de tierra.
Actualmente aquello ha cambiado porque ya también en el campo hay gente que usa la gorra ladeada, come albóndigas de caballo y les grita en público a las criadas de la hostería que tienen esto y lo otro de lindo. El telégrafo y el ferrocarril han hecho mucho en este terreno. Pero entonces las cosas eran distintas y cuando llegaban los de la ciudad a Bosque Grande, había personas que estaban en duda sobre si salir de sus casas con la escopeta cargada con balines o con bala.
Bosque Grande era un bendito pueblo hecho de esta manera.
Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar con un, hacha de un tranco de álamo una pala para el trigo, cuando llegó Quico a toda carrera.
–¡Uh! ¡Uh! –dijo Quico, que tenía dos años y no podía hacer largos discursos. Yo no alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba Quico.
–Hay algún forastero o alguna mala bestia –dijo mi padre, y haciéndose traer la escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno. Encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol.
–¿Qué hacen aquí? –preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las estacas.
–Hago mi oficio –explicó el imbécil sin darse vuelta–, y si usted hiciera lo mismo, nos ahorraríamos aliento.
–¡Salga de ahí! –gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del trípode.
–¡Fuera! –dijo mi padre apuntando la escopeta contra los seis imbéciles de la ciudad.
Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus instrumentos y escaparon como liebres.
Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad, acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de Gazzola.
–Es ése –dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre.
Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que no entendía cómo había podido suceder eso.
–Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de mi campo –explicó mi padre.
El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor.
Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso –dijo mi padre, contemplando satisfecho su trabajo–. Además, a través de mis campos no pasará ningún tranvía de vapor.
–Si nos conviene, el tranvía pasará –dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había aplicado a alisarla.
El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes.
–Es cosa gubernativa –concluyó.
–Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente –barbotó mi padre–. Conozco mis derechos.
El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero habría traído el papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente. Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja.
–Esta es la nota –dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre.
Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos.
–Léelo despacio –me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí.
Ve a decirles que entren –concluyó finalmente, sombrío.
De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la ventana redonda que daba sobre los campos.
Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra casa, pero los otros lo sujetaron.
Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan.
Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el trebolar.
Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del pozo negro del establo y vaciarlos en el agua.
Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando hacer gambetas a los hombres de la ciudad.
Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba contenta.
–Míralo: desde esta mañana ha recobrado sus colores. Tenía verdaderamente necesidad de divertirse, pobre pollito. Gracias sean dadas al buen Dios que te ha hecho pasar por el cerebro la idea de esta noche –dijo mi madre.
Al atardecer volvieron una vez más los seis de la ciudad acompañados por los guardias y un señor vestido de negro, sacado quién sabe de dónde.
–Los señores aseveran que ha anegado usted el campo para obstaculizar su trabajo –dijo el hombre vestido de negro, irritado porque mi padre permanecía sentado y ni siquiera lo miraba.
Con un silbido mi padre llamó a los domésticos y al punto llegaron todos a la era: entre hombres, mujeres y niños eran cincuenta.
–Dicen que yo he inundado esta noche el prado que llega al fresno –explicó mi padre.
–Hace veinticinco días que el campo está anegado –afirmó un viejo.
–Veinticinco días –dijeron todos, hombres, mujeres y niños.
–Se habrán confundido con el prado de trébol que está cerca del segundo fresno –razonó el vaquero– es fácil equivocarse para quien no conoce bien el lugar. Todos se marcharon masticando rabia.
La mañana siguiente mi padre hizo atar el caballo a la tartana y se trasladó a la ciudad, donde permaneció tres días. Regresó muy apesadumbrado.
–Los rieles deben pasar por aquí. No hay nada que hacer –explicó a mi madre.
Vinieron otros hombres de la ciudad y empezaron a clavar estacas entre los terrones ya secos. Los rieles debían atravesar todo el trebolar para seguir luego el camino hasta la estación de Gazzola.
El tranvía de vapor, llegando de la ciudad hasta Gazzola, significaba un gran progreso, pero atravesaría, la heredad de mi padre, y lo malo era que la atravesaría de prepotencia. Si se lo hubiesen pedido gentilmente, mi padre habría concedido la tierra sin pretender siquiera indemnización. Mi padre no era contrario al progreso. ¿No había sido acaso él en Bosque Grande el primero en comprar una escopeta moderna de doble caño y gatillos internos? Pero así, ¡santo Dios!
A lo largo de la carretera provincial, largas filas hombres de la ciudad colocaban piedras, enterraban durmientes y atornillaban rieles; y a medida que avanzaba la vía, la locomotora que transportaba vagones de materiales daba un paso adelante. De noche los hombres dormían en vagones cubiertos enganchados en la cola del convoy.
Ya la línea se acercaba al campo del trébol y una mañana los hombres empezaron a desmontar un trozo de cerco. Yo y mi padre estábamos sentados al pie del primer fresno, y junto a nosotros se hallaba Gringo, el perrazo que mi padre amaba como si fuera uno de nosotros. Apenas las azadas horadaron el cerco, Gringo se lanzó a la carretera, y cuando los obreros abrieron una brecha entre los cromos, se encontraron con Gringo que les enseñaba los dientes amenazador.
Uno de los imbéciles dio un paso adelante y Gringo le saltó al cuello.
Los hombres eran unos treinta, armados de picos y azadones. No nos veían porque estábamos detrás del fresno.
El ingeniero se adelantó con un bastón.
–¡Fuera, perro!– gritó. Pero Gringo le hincó los colmillos en una pantorrilla haciéndolo rodar entre gritos.
Los otros efectuaron un ataque en masa a golpes de azada. Gringo no cedía. Sangraba, pero seguía repartiendo dentelladas, desgarraba pantorrillas, trituraba manos.
Mi padre se mordía los bigotes: estaba pálido como un muerto y sudaba. Hubiera bastado un silbido suyo para que Gringo se volviera enseguida, salvando su vida. Mi padre no silbó: siguió mirando, pálido como un muerto, llena la frente de sudor y apretándome la mano, mientras yo sollozaba.
En el tronco del fresno tenía apoyada la escopeta y allí permaneció.
Gringo ya no tenía fuerzas, pero luchaba bravamente hasta que uno le partió la cabeza con el filo del azadón.
Otro lo clavó contra el suelo con la pala. Gringo se quejó un poco y después quedó tieso.
Entonces mi padre se alzó, y llevando bajo el brazo la escopeta, avanzó lentamente hacia los de la ciudad.
Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos, con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas, todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herramientas.
Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó como antes, mi padre se quitó el sombrero.
Yo también me lo quité.
El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, el río se había hinchado y corría amarillo y fangoso. Una noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos, anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en un lago.
Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo.
Que tanto puede la pobre alma de un perro.
Yo digo que éste es el milagro de la tierra baja. En un escenario escrupulosamente realista como el descrito por el notario Francisco Luis Campari (hombre de gran corazón y enamorado de la tierra baja, pero que no le hubiera concedido ni una tortolita, si las tortolitas no formaran parte de la fauna local), un cronista de diario pone una historia y ya no se sabe si es más verdadera la descripción del notario o el suceso inventado por el cronista.
Éste es el mundo de Un Mundo Pequeño: caminos largos y derechos, casitas pintadas de rojo, de amarillo y de azul ultramarino, perdidas entre los viñedos. En las noches de agosto se levanta lentamente detrás del dique una luna roja y enorme que parece cosa de otros siglos. Alguien está sentado sobre un montón de grava, a la orilla de la acequia, con la bicicleta apoyada en el palo del telégrafo. Arma un cigarrillo de tabaco picado. Pasas tú, y aquél te pide un fósforo. Conversáis. Tú le dices que vas al "festival" a bailar, y aquél menea la cabeza. Le dices que hay lindas muchachas y aquél otra vez menea la cabeza.
Algunas veces aparecía en Bosque Grande gente de la ciudad: mecánicos, albañiles. Iban al río para atornillar los bulones del puente de hierro o del canal de desagüe, o a reparar los muretes de las compuertas. Traían sombrero de paja o gorras de paño, que echaban hacia un lado, se sentaban delante de la hostería de Nita y pedían cerveza y bifes con espinacas. Bosque Grande era un pueblo en donde la gente comía en su casa y solamente iba a la taberna para blasfemar, jugar a las bochas y beber vino en compañía. –Vino, sopa con tocino y huevos con cebolla –respondía Nita asomándose a la puerta. Y entonces aquellos hombres echaban los sombreros y las gorras hacia atrás y empezaban a vociferar que Nita tenía de lindo esto y lo otro, a dar fuertes puñetazos sobre la mesa y a alborotar como gansos.
Los de la ciudad no entendían nada: cuando recorrían la campaña hacían como las marranas en los maizales: alboroto y escándalo. Los de la ciudad, que en su casa comían albóndigas de caballo, venían a pedir cerveza a Bosque Grande, donde a lo sumo se podía beber vino en escudillas; o trataban con prepotencia a hombres que como mi padre poseían trescientos cincuenta animales, doce hijos y más de cuatrocientas hectáreas de tierra.
Actualmente aquello ha cambiado porque ya también en el campo hay gente que usa la gorra ladeada, come albóndigas de caballo y les grita en público a las criadas de la hostería que tienen esto y lo otro de lindo. El telégrafo y el ferrocarril han hecho mucho en este terreno. Pero entonces las cosas eran distintas y cuando llegaban los de la ciudad a Bosque Grande, había personas que estaban en duda sobre si salir de sus casas con la escopeta cargada con balines o con bala.
Bosque Grande era un bendito pueblo hecho de esta manera.
Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar con un, hacha de un tranco de álamo una pala para el trigo, cuando llegó Quico a toda carrera.
–¡Uh! ¡Uh! –dijo Quico, que tenía dos años y no podía hacer largos discursos. Yo no alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba Quico.
–Hay algún forastero o alguna mala bestia –dijo mi padre, y haciéndose traer la escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno. Encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol.
–¿Qué hacen aquí? –preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las estacas.
–Hago mi oficio –explicó el imbécil sin darse vuelta–, y si usted hiciera lo mismo, nos ahorraríamos aliento.
–¡Salga de ahí! –gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del trípode.
–¡Fuera! –dijo mi padre apuntando la escopeta contra los seis imbéciles de la ciudad.
Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus instrumentos y escaparon como liebres.
Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad, acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de Gazzola.
–Es ése –dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre.
Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que no entendía cómo había podido suceder eso.
–Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de mi campo –explicó mi padre.
El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor.
Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso –dijo mi padre, contemplando satisfecho su trabajo–. Además, a través de mis campos no pasará ningún tranvía de vapor.
–Si nos conviene, el tranvía pasará –dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había aplicado a alisarla.
El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes.
–Es cosa gubernativa –concluyó.
–Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente –barbotó mi padre–. Conozco mis derechos.
El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero habría traído el papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente. Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja.
–Esta es la nota –dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre.
Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos.
–Léelo despacio –me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí.
Ve a decirles que entren –concluyó finalmente, sombrío.
De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la ventana redonda que daba sobre los campos.
Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra casa, pero los otros lo sujetaron.
Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan.
Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el trebolar.
Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del pozo negro del establo y vaciarlos en el agua.
Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando hacer gambetas a los hombres de la ciudad.
Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba contenta.
–Míralo: desde esta mañana ha recobrado sus colores. Tenía verdaderamente necesidad de divertirse, pobre pollito. Gracias sean dadas al buen Dios que te ha hecho pasar por el cerebro la idea de esta noche –dijo mi madre.
Al atardecer volvieron una vez más los seis de la ciudad acompañados por los guardias y un señor vestido de negro, sacado quién sabe de dónde.
–Los señores aseveran que ha anegado usted el campo para obstaculizar su trabajo –dijo el hombre vestido de negro, irritado porque mi padre permanecía sentado y ni siquiera lo miraba.
Con un silbido mi padre llamó a los domésticos y al punto llegaron todos a la era: entre hombres, mujeres y niños eran cincuenta.
–Dicen que yo he inundado esta noche el prado que llega al fresno –explicó mi padre.
–Hace veinticinco días que el campo está anegado –afirmó un viejo.
–Veinticinco días –dijeron todos, hombres, mujeres y niños.
–Se habrán confundido con el prado de trébol que está cerca del segundo fresno –razonó el vaquero– es fácil equivocarse para quien no conoce bien el lugar. Todos se marcharon masticando rabia.
La mañana siguiente mi padre hizo atar el caballo a la tartana y se trasladó a la ciudad, donde permaneció tres días. Regresó muy apesadumbrado.
–Los rieles deben pasar por aquí. No hay nada que hacer –explicó a mi madre.
Vinieron otros hombres de la ciudad y empezaron a clavar estacas entre los terrones ya secos. Los rieles debían atravesar todo el trebolar para seguir luego el camino hasta la estación de Gazzola.
El tranvía de vapor, llegando de la ciudad hasta Gazzola, significaba un gran progreso, pero atravesaría, la heredad de mi padre, y lo malo era que la atravesaría de prepotencia. Si se lo hubiesen pedido gentilmente, mi padre habría concedido la tierra sin pretender siquiera indemnización. Mi padre no era contrario al progreso. ¿No había sido acaso él en Bosque Grande el primero en comprar una escopeta moderna de doble caño y gatillos internos? Pero así, ¡santo Dios!
A lo largo de la carretera provincial, largas filas hombres de la ciudad colocaban piedras, enterraban durmientes y atornillaban rieles; y a medida que avanzaba la vía, la locomotora que transportaba vagones de materiales daba un paso adelante. De noche los hombres dormían en vagones cubiertos enganchados en la cola del convoy.
Ya la línea se acercaba al campo del trébol y una mañana los hombres empezaron a desmontar un trozo de cerco. Yo y mi padre estábamos sentados al pie del primer fresno, y junto a nosotros se hallaba Gringo, el perrazo que mi padre amaba como si fuera uno de nosotros. Apenas las azadas horadaron el cerco, Gringo se lanzó a la carretera, y cuando los obreros abrieron una brecha entre los cromos, se encontraron con Gringo que les enseñaba los dientes amenazador.
Uno de los imbéciles dio un paso adelante y Gringo le saltó al cuello.
Los hombres eran unos treinta, armados de picos y azadones. No nos veían porque estábamos detrás del fresno.
El ingeniero se adelantó con un bastón.
–¡Fuera, perro!– gritó. Pero Gringo le hincó los colmillos en una pantorrilla haciéndolo rodar entre gritos.
Los otros efectuaron un ataque en masa a golpes de azada. Gringo no cedía. Sangraba, pero seguía repartiendo dentelladas, desgarraba pantorrillas, trituraba manos.
Mi padre se mordía los bigotes: estaba pálido como un muerto y sudaba. Hubiera bastado un silbido suyo para que Gringo se volviera enseguida, salvando su vida. Mi padre no silbó: siguió mirando, pálido como un muerto, llena la frente de sudor y apretándome la mano, mientras yo sollozaba.
En el tronco del fresno tenía apoyada la escopeta y allí permaneció.
Gringo ya no tenía fuerzas, pero luchaba bravamente hasta que uno le partió la cabeza con el filo del azadón.
Otro lo clavó contra el suelo con la pala. Gringo se quejó un poco y después quedó tieso.
Entonces mi padre se alzó, y llevando bajo el brazo la escopeta, avanzó lentamente hacia los de la ciudad.
Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos, con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas, todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herramientas.
Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó como antes, mi padre se quitó el sombrero.
Yo también me lo quité.
El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, el río se había hinchado y corría amarillo y fangoso. Una noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos, anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en un lago.
Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo.
Que tanto puede la pobre alma de un perro.
Yo digo que éste es el milagro de la tierra baja. En un escenario escrupulosamente realista como el descrito por el notario Francisco Luis Campari (hombre de gran corazón y enamorado de la tierra baja, pero que no le hubiera concedido ni una tortolita, si las tortolitas no formaran parte de la fauna local), un cronista de diario pone una historia y ya no se sabe si es más verdadera la descripción del notario o el suceso inventado por el cronista.
Éste es el mundo de Un Mundo Pequeño: caminos largos y derechos, casitas pintadas de rojo, de amarillo y de azul ultramarino, perdidas entre los viñedos. En las noches de agosto se levanta lentamente detrás del dique una luna roja y enorme que parece cosa de otros siglos. Alguien está sentado sobre un montón de grava, a la orilla de la acequia, con la bicicleta apoyada en el palo del telégrafo. Arma un cigarrillo de tabaco picado. Pasas tú, y aquél te pide un fósforo. Conversáis. Tú le dices que vas al "festival" a bailar, y aquél menea la cabeza. Le dices que hay lindas muchachas y aquél otra vez menea la cabeza.
'Don Camilo' de Giovanni Guareschi
24 mayo 2008
'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Primera Historia)
PRIMERA HISTORIA
Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa (la Baja), a la llanura del valle del Po descrita en el capítulo anterior. Tierra baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
–No se ha dado cuenta –dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
–¡Quico duerme y quema!... ¡Quico tiene fuego en la cabeza! –sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre:
–Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
–Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
–Empeora –dijo el más anciano–. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. –Reverendo –dijo–, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. –Reverendo –prosiguió mi padre–, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
–Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
–¡Papá! –grité con el último aliento.– ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
–Está bien –dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
–Yo los servicios los pago –dijo mi padre–. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.
Esta es la tierra baja, donde hay gente que no bautiza a los hijos y blasfema, no para negar a Dios, sino para contrariar a Dios. Distará unos cuarenta kilómetros o menos de la ciudad; pero, en la llanura quebrada por los diques, donde no se ve más allá de un cerco o del recodo, cada kilómetro vale por diez. Y la ciudad es cosa de otro mundo.
Yo me acuerdo:
Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa (la Baja), a la llanura del valle del Po descrita en el capítulo anterior. Tierra baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
–No se ha dado cuenta –dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
–¡Quico duerme y quema!... ¡Quico tiene fuego en la cabeza! –sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre:
–Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
–Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
–Empeora –dijo el más anciano–. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. –Reverendo –dijo–, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. –Reverendo –prosiguió mi padre–, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
–Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
–¡Papá! –grité con el último aliento.– ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
–Está bien –dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
–Yo los servicios los pago –dijo mi padre–. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.
Esta es la tierra baja, donde hay gente que no bautiza a los hijos y blasfema, no para negar a Dios, sino para contrariar a Dios. Distará unos cuarenta kilómetros o menos de la ciudad; pero, en la llanura quebrada por los diques, donde no se ve más allá de un cerco o del recodo, cada kilómetro vale por diez. Y la ciudad es cosa de otro mundo.
Yo me acuerdo:
de 'Don Camilo' por Giovanni Guareschi
23 mayo 2008
'Don Camilo' por Giovanni Guareschi
AQUÍ, CON TRES HISTORIAS Y UNA REFERENCIA, SE EXPLICA EL MUNDO DE "UN MUNDO PEQUEÑO"...
De joven, yo trabajaba de cronista en un diario y daba vueltas en bicicleta todo el día en busca de sucesos que contar.
Después conocí a una muchacha, y entonces pasaba los días pensando cómo se habría comportado esa muchacha si yo me hubiera vuelto emperador de Méjico o si me muriese. De noche llenaba mis carillas inventando sucesos y éstos gustaban bastante a la gente porque eran mucho más verosímiles que los verdaderos.
En mi vocabulario tendré más o menos doscientas palabras, y son las mismas que empleaba para relatar la aventura del viejo atropellado por un ciclista o del ama que se había rebanado la yema de un dedo pelando papas.
Así que, nada de literatura o de cualquier otra mercadería semejante: en este libro soy ese cronista de diario y me limito a referir hechos de crónica. Cosas inventadas y por eso tan verosímiles que me ha ocurrido un montón de veces escribir una historia y a los dos meses verla repetirse en la realidad. En lo que no hay nada de extraordinario. Es una simple cuestión de razonamiento: uno considera el tiempo, la estación, la, moda y el momento psicológico y concluye que, siendo las cosas así, en un ambiente equis, puede suceder tal o cual acontecimiento.
Estas historias, pues, viven en un determinado clima y en un determinado ambiente. El clima político italiano de diciembre de 1946 a diciembre de 1947. La historia, en suma, de un año de política.
El ambiente es un pedazo de la llanura del Po: y aquí debo precisar que, para mí, el Po empieza en Plasencia.
Que de Plasencia hacia arriba sea siempre el mismo río, no significa nada: también la Vía Emilia de Plasencia a Milán, es al fin y al cabo el mismo camino; pero la Vía Emilia es la que va de Plasencia a Rímini.
Sin duda no se puede hacer un parangón entre un río y una carretera porque los caminos pertenecen a la historia y los ríos a la geografía.
¿Y con eso?
La historia no la hacen los hombres, sino que la soportan, como soportan la geografía. Y la historia, por lo demás, está en función de la geografía.
Los hombres procuran corregir la geografía horadando montañas y desviando ríos, y obrando así se ilusionan de dar un curso diverso a la historia, pero no la modifican absolutamente, ya que un buen día todo irá patas arriba: las aguas engullirán los puentes, romperán los diques e inundarán las minas; se derrumbarán las casas y los palacios y las chozas, la hierba crecerá sobre las ruinas y todo retornará a ser tierra. Los sobrevivientes deberán luchar a golpes de piedra con las fieras y volverá a empezar la historia.
La acostumbrada historia.
Después, al cabo de tres mil años descubrirán, sepultado bajo cuarenta metros de fango, un grifo del agua potable y un torno de la Breda de Sesto San Giovanni y dirán: "¡Miren qué cosas!".
Y se afanarán para organizar las mismas estupideces de los lejanos antepasados, porque los hombres son criaturas desdichadas condenadas al progreso, el cual tiende irremediablemente a sustituir el viejo Padre Eterno por las novísimas fórmulas químicas. Y de este modo, al final, el viejo Padre Eterno se fastidia, mueve un décimo de milímetro la última falange del meñique de la mano izquierda, y todo el mundo salta por los aires.
Así, pues, el Po empieza en Plasencia y hace muy bien, porque es el único río respetable que existe en Italia y los ríos que se respetan a sí mismos se extienden por la llanura, pues el agua es un elemento hecho para permanecer Horizontal y sólo cuando está perfectamente horizontal el agua conserva entera su natural dignidad. Las cascadas del Niágara son fenómenos de circo, como los hombres que caminan sobre las manos.
El Po empieza en Plasencia, y también en Plasencia empieza el Mundo Pequeño de mis historias, el cual está situado en aquella lonja de llanura que se asienta entre el Po y los Apeninos.
"... el cielo es a menudo de un hermoso color azul, como doquiera en Italia, salvo en la estación menos buena en que se levantan espesísimas nieblas. El suelo en su mayor parte es amable, arenoso y fresco, algo duro yendo hacia el norte y a veces francamente arcilloso. Una lujuriante vegetación tapiza el territorio, que no presenta un palmo despojado de verdura, la cual procura extender su dominio hasta sobre los anchos arenales del Po.
"Los campos de ondulantes mieses, rayados doquiera por las hileras de vides casadas con los álamos, coronados en sus términos por crinadas moreras, muestran la feracidad el suelo... Trigo, maíz, copia de uvas, gusanos de seda, cáñamo, trébol, son los principales productos. Crece bien cualquier linaje de plantas, y mucho prosperaban antaño los robles y toda suerte de frutos. Tupidos mimbrerales erizan las riberas del río, a lo largo del cual, más en el pasado que ahora, verdeaban anchos y ricos bosques de álamos, aquí y allá intercalados de alisos y sauces, o hermoseados por la olorosa madreselva, que abrazando las plantas forman chocitas y pináculos salpicados de coloridas campanillas.
"Hay muchos bueyes, ganado porcino y aves de corral, acechadas éstas por la marta y la garduña. El cazador descubre no pocas liebres, presa frecuente de los zorros; y en su tiempo, hienden el aire codornices, tórtolas, perdices de plumaje entrecano, becadas que picotean el terreno convirtiéndolo en criba, y otros volátiles transeúntes. Sueles ver en el espacio bandadas de estorninos y de ánades, que en invierno se extienden sobre el Po. La gaviota blanquecina centellea atenta sobre sus alas; luego se precipita y atrapa el pez. Entre los juncos se esconde el multicolor alción, la canastita, la polla de agua y la astuta fúlica. Sobre el río oyes pinzones, divisas garzas reales, chorlitos, avesfrías y otras aves ribereñas; rapaces halcones y gigantescos cernícalos, terror de las cluecas, nocturnos mochuelos y silenciosos búhos. Algunas veces fueron admiradas y cazadas aves mayores, traídas por los vientos de extrañas regiones, por encima del Po o aquende los Alpes. En aquella cuenca te punzan los mosquitos ("de fangosas – charcas sus antiguos layes cantan las ranas"), pero en las luminosas noches del estío el hechicero ruiseñor acompaña con su canto suavísimo la divina armonía del universo, lamentando quizá que otra semejante no venga a endulzar los libres corazones de los hombres.
"En el río, rico en peces, culebrean los barbos, las tencas, los voraces lucios, las argentadas carpas, exquisitas percas de rojas aletas, lúbricas anguilas y grandes esturiones –que, a veces, atormentados por pequeñas lampreas, remontan el río–, de un peso hasta de ciento cincuenta y más kilogramos cada uno.
“... Sobre las playas del río yacen los restos de la villa de Stagno, un día muy extensa, ahora casi enteramente tragada por las aguas. En el ángulo donde la comuna toca Stirone, cerca del Taro, está la aldea de Fontanelle, soleada y esparcida. Allá donde la carretera provincial se cruza con el dique del Po está el caserío de Ragazzola. Hacia el oriente, donde la tierra es más baja, se alza el pueblecillo de Fossa y la apartada aldehuela de Rigosa, humilde y arrinconada entre olmos y álamos y otros árboles, no lejos del lugar donde el arroyo Rigosa desagua en el Taro. Entre estas aldeas se ve Roccabianca... "
Doctor FRANCISCO LUIS CAMPARI: Un castillo del parmesano a través de los siglos (ed. Battei, Parma, 1910)
Cuando releo esta página del notario Francisco Luis Campari, me parece verme convertido en un personaje de la conseja que él relata, porque yo he nacido en esa aldea "soleada y esparcida".
El pequeño mundo de Un Mundo Pequeño no vive, allí, sin embargo; no está en ningún sitio fijo. El pueblo de Un Mundo Pequeño es un puntito negro que se mueve con sus Pepones y sus Flacos a lo largo del río en aquella lonja de tierra que se halla entre el Po y los Apeninos; pero éste es el clima, el paisaje es éste. Y en un pueblo como éste basta pararse en el camino a mirar una casa campesina, ahogada entre el maíz y el cáñamo, y enseguida nace una historia.
De joven, yo trabajaba de cronista en un diario y daba vueltas en bicicleta todo el día en busca de sucesos que contar.
Después conocí a una muchacha, y entonces pasaba los días pensando cómo se habría comportado esa muchacha si yo me hubiera vuelto emperador de Méjico o si me muriese. De noche llenaba mis carillas inventando sucesos y éstos gustaban bastante a la gente porque eran mucho más verosímiles que los verdaderos.
En mi vocabulario tendré más o menos doscientas palabras, y son las mismas que empleaba para relatar la aventura del viejo atropellado por un ciclista o del ama que se había rebanado la yema de un dedo pelando papas.
Así que, nada de literatura o de cualquier otra mercadería semejante: en este libro soy ese cronista de diario y me limito a referir hechos de crónica. Cosas inventadas y por eso tan verosímiles que me ha ocurrido un montón de veces escribir una historia y a los dos meses verla repetirse en la realidad. En lo que no hay nada de extraordinario. Es una simple cuestión de razonamiento: uno considera el tiempo, la estación, la, moda y el momento psicológico y concluye que, siendo las cosas así, en un ambiente equis, puede suceder tal o cual acontecimiento.
Estas historias, pues, viven en un determinado clima y en un determinado ambiente. El clima político italiano de diciembre de 1946 a diciembre de 1947. La historia, en suma, de un año de política.
El ambiente es un pedazo de la llanura del Po: y aquí debo precisar que, para mí, el Po empieza en Plasencia.
Que de Plasencia hacia arriba sea siempre el mismo río, no significa nada: también la Vía Emilia de Plasencia a Milán, es al fin y al cabo el mismo camino; pero la Vía Emilia es la que va de Plasencia a Rímini.
Sin duda no se puede hacer un parangón entre un río y una carretera porque los caminos pertenecen a la historia y los ríos a la geografía.
¿Y con eso?
La historia no la hacen los hombres, sino que la soportan, como soportan la geografía. Y la historia, por lo demás, está en función de la geografía.
Los hombres procuran corregir la geografía horadando montañas y desviando ríos, y obrando así se ilusionan de dar un curso diverso a la historia, pero no la modifican absolutamente, ya que un buen día todo irá patas arriba: las aguas engullirán los puentes, romperán los diques e inundarán las minas; se derrumbarán las casas y los palacios y las chozas, la hierba crecerá sobre las ruinas y todo retornará a ser tierra. Los sobrevivientes deberán luchar a golpes de piedra con las fieras y volverá a empezar la historia.
La acostumbrada historia.
Después, al cabo de tres mil años descubrirán, sepultado bajo cuarenta metros de fango, un grifo del agua potable y un torno de la Breda de Sesto San Giovanni y dirán: "¡Miren qué cosas!".
Y se afanarán para organizar las mismas estupideces de los lejanos antepasados, porque los hombres son criaturas desdichadas condenadas al progreso, el cual tiende irremediablemente a sustituir el viejo Padre Eterno por las novísimas fórmulas químicas. Y de este modo, al final, el viejo Padre Eterno se fastidia, mueve un décimo de milímetro la última falange del meñique de la mano izquierda, y todo el mundo salta por los aires.
Así, pues, el Po empieza en Plasencia y hace muy bien, porque es el único río respetable que existe en Italia y los ríos que se respetan a sí mismos se extienden por la llanura, pues el agua es un elemento hecho para permanecer Horizontal y sólo cuando está perfectamente horizontal el agua conserva entera su natural dignidad. Las cascadas del Niágara son fenómenos de circo, como los hombres que caminan sobre las manos.
El Po empieza en Plasencia, y también en Plasencia empieza el Mundo Pequeño de mis historias, el cual está situado en aquella lonja de llanura que se asienta entre el Po y los Apeninos.
"... el cielo es a menudo de un hermoso color azul, como doquiera en Italia, salvo en la estación menos buena en que se levantan espesísimas nieblas. El suelo en su mayor parte es amable, arenoso y fresco, algo duro yendo hacia el norte y a veces francamente arcilloso. Una lujuriante vegetación tapiza el territorio, que no presenta un palmo despojado de verdura, la cual procura extender su dominio hasta sobre los anchos arenales del Po.
"Los campos de ondulantes mieses, rayados doquiera por las hileras de vides casadas con los álamos, coronados en sus términos por crinadas moreras, muestran la feracidad el suelo... Trigo, maíz, copia de uvas, gusanos de seda, cáñamo, trébol, son los principales productos. Crece bien cualquier linaje de plantas, y mucho prosperaban antaño los robles y toda suerte de frutos. Tupidos mimbrerales erizan las riberas del río, a lo largo del cual, más en el pasado que ahora, verdeaban anchos y ricos bosques de álamos, aquí y allá intercalados de alisos y sauces, o hermoseados por la olorosa madreselva, que abrazando las plantas forman chocitas y pináculos salpicados de coloridas campanillas.
"Hay muchos bueyes, ganado porcino y aves de corral, acechadas éstas por la marta y la garduña. El cazador descubre no pocas liebres, presa frecuente de los zorros; y en su tiempo, hienden el aire codornices, tórtolas, perdices de plumaje entrecano, becadas que picotean el terreno convirtiéndolo en criba, y otros volátiles transeúntes. Sueles ver en el espacio bandadas de estorninos y de ánades, que en invierno se extienden sobre el Po. La gaviota blanquecina centellea atenta sobre sus alas; luego se precipita y atrapa el pez. Entre los juncos se esconde el multicolor alción, la canastita, la polla de agua y la astuta fúlica. Sobre el río oyes pinzones, divisas garzas reales, chorlitos, avesfrías y otras aves ribereñas; rapaces halcones y gigantescos cernícalos, terror de las cluecas, nocturnos mochuelos y silenciosos búhos. Algunas veces fueron admiradas y cazadas aves mayores, traídas por los vientos de extrañas regiones, por encima del Po o aquende los Alpes. En aquella cuenca te punzan los mosquitos ("de fangosas – charcas sus antiguos layes cantan las ranas"), pero en las luminosas noches del estío el hechicero ruiseñor acompaña con su canto suavísimo la divina armonía del universo, lamentando quizá que otra semejante no venga a endulzar los libres corazones de los hombres.
"En el río, rico en peces, culebrean los barbos, las tencas, los voraces lucios, las argentadas carpas, exquisitas percas de rojas aletas, lúbricas anguilas y grandes esturiones –que, a veces, atormentados por pequeñas lampreas, remontan el río–, de un peso hasta de ciento cincuenta y más kilogramos cada uno.
“... Sobre las playas del río yacen los restos de la villa de Stagno, un día muy extensa, ahora casi enteramente tragada por las aguas. En el ángulo donde la comuna toca Stirone, cerca del Taro, está la aldea de Fontanelle, soleada y esparcida. Allá donde la carretera provincial se cruza con el dique del Po está el caserío de Ragazzola. Hacia el oriente, donde la tierra es más baja, se alza el pueblecillo de Fossa y la apartada aldehuela de Rigosa, humilde y arrinconada entre olmos y álamos y otros árboles, no lejos del lugar donde el arroyo Rigosa desagua en el Taro. Entre estas aldeas se ve Roccabianca... "
Doctor FRANCISCO LUIS CAMPARI: Un castillo del parmesano a través de los siglos (ed. Battei, Parma, 1910)
Cuando releo esta página del notario Francisco Luis Campari, me parece verme convertido en un personaje de la conseja que él relata, porque yo he nacido en esa aldea "soleada y esparcida".
El pequeño mundo de Un Mundo Pequeño no vive, allí, sin embargo; no está en ningún sitio fijo. El pueblo de Un Mundo Pequeño es un puntito negro que se mueve con sus Pepones y sus Flacos a lo largo del río en aquella lonja de tierra que se halla entre el Po y los Apeninos; pero éste es el clima, el paisaje es éste. Y en un pueblo como éste basta pararse en el camino a mirar una casa campesina, ahogada entre el maíz y el cáñamo, y enseguida nace una historia.
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