Foto de Ramón
02 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-4)
Dunstan Cass, al ponerse en marcha una mañana fría y húmeda, al paso tranquilo y mesurado de un cazador que tiene que ir a caballo al punto de reunión de una cacería, tenía que seguir el camino que, en su parte terminal, pasaba por el terreno sin cercar llamado la Cantera, en que se encontraba la casita—antes la cabaña de un picapedrero—que Silas Marner habitaba hacía quince años.
El sitio parecía muy triste en aquella estación, con la greda mojada y barrosa que lo rodeaba y con el agua turbia y rojiza que había alcanzado un alto nivel en la cantera abandonada. Tal fue la primera impresión de Dunstan al acercarse a aquel sitio. Recordó después que el viejo tonto del tejedor, el ruido de cuyo telar ya oía, tenía mucho dinero oculto en alguna parte. ¿Cómo era posible que a él, Dunstan Cass, que había oído hablar muchas veces de la avaricia de Marner, no se le hubiese ocurrido sugerirle a Godfrey que consiguiera del vejete, ya fuera asustándole, ya fuera captándoselo hábilmente, que le prestara su dinero con la excelente garantía de las esperanzas del squire? Este recurso se le presentaba ahora como muy fácil y agradable de realizar. Pensaba que, según todas las probabilidades, el tesoro de Marner debía ser bastante grande como para dejarle a Godfrey, después que éste hubiera atendido a las necesidades más urgentes, un buen excedente que lo pondría en condiciones de servir a su abnegado hermano. Así es que tuvo tentaciones de volver bridas hacia la casa. Godfrey estaría bastante bien dispuesto para aceptar la idea. Adoptaría ávidamente un plan que quizá le evitaría separarse de Relámpago. Pero cuando la reflexión de Dunstan llegó a este punto, el deseo de proseguir la marcha se fortificó y prevaleció. No quería proporcionarle aquella satisfacción a Godfrey; prefería que maese Godfrey estuviera mortificado.
Además, a Dunstan lo regocijaba la idea tan importante ante sus ojos de tener que vender su caballo, y además la ocasión de cerrar un trato, de hacer el fanfarrón y probablemente de engañar a alguien. Podía gozar por entero de todo el placer que resultaría de la venta del caballo de su hermano, sin privarse del gran placer de conseguir que Godfrey le tomara dinero prestado a Marner. Siguió, pues, cabalgando hacia el lugar de la cita.
Bryce y Keating estaban allí, como Dunstan estaba seguro de ello; ¡tenía tanta suerte!
—Hola—dijo Bryce, que desde hacía tiempo codiciaba a Relámpago—, venís montando el caballo de vuestro hermano; ¿por qué ha sido eso?
—Nada, le he hecho un cambio—dijo Dunstan, cuyo placer en mentir, casi independiente de la idea de utilidad, no iba a disminuir en mucho la probabilidad de que su interlocutor lo creyera—. Relámpago es ahora mío.
—¡Cómo! ¿Os lo ha cambiado contra vuestro viejo rocín de huesos grandes?—dijo Bryce con la entera certidumbre de que obtendría en respuesta otra mentira.
—No, teníamos que arreglar una pequeña cuenta—respondió Dunstan con indiferencia—, y Relámpago ha saldado la diferencia. Le he hecho un servicio a Godfrey tomándole el caballo. Lo hice contra mi gusto, porque tenía un capricho por una yegua de Jortin, animal de la sangre más rara que jamás hayáis montado. Pero ahora conservaré a Relámpago, aunque el otro día me ofreció por él ciento cincuenta libras un hombre allá, en Flitt; ese que compra para lord Cromleck, ese individuo que bizquea y usa un chaleco verde. Pero no pienso deshacerme de Relámpago; no encontraré fácilmente mejor animal para saltar cercos. La yegua de Jortin tiene más sangre, pero tiene las patas un poco menos fuertes.
Bryce, naturalmente, adivinó que Dunstan quería vender el caballo, y Dunstan se dio cuenta de que él lo adivinaba; el chalaneo sólo es una de las numerosas transacciones humanas conducidas de esta manera ingeniosa. Ambos consideraban que el trato estaba en su primera faz, cuando Bryce respondió con ironía:
—Pues estoy sorprendido, y me sorprende que penséis conservar el caballo, porque nunca he oído que un hombre se niegue a vender un animal cuando le ofrecen la mitad más de lo que vale. Tendréis suerte si conseguís por él cien libras.
Entonces, habiéndose adelantado Keating, el trato se complicó. Quedó por último concertado, comprándolo Bryce por ciento veinte libras, pagaderas a la entrega de Relámpago, sano y salvo, en las caballerizas públicas de Batterley.
A Dunsey se le ocurrió que sería prudente que renunciase a la cacería, se dirigiera inmediatamente a Batterley, y, después de esperar el regreso de Bryce, alquilar un caballo que lo llevara a su casa con el dinero en el bolsillo.
Sin embargo, el deseo de hacer una partida de caza, estimulado por su confianza y su buena estrella, así como por un trago de aguardiente tomado a su frasco de bolsillo cuando cerraron el trato, no era fácil de vencer, considerando, sobre todo, que montaba un animal que excitaría la admiración de los cazadores al verle saltar los cercos.
Pero Dunstan saltó uno de más y empaló su caballo en un poste. Su persona inelegante y completamente invendible escapó ilesa, mientras que el pobre Relámpago, inconsciente de su calor, rodó de costado y exhaló dolorosamente el último suspiro.
Había sucedido que, pocos minutos antes, Dunstan se había visto obligado a apearse para arreglar uno de los estribos. Lanzó muchas imprecaciones contra aquel retardo que lo relegaba a la cola de la cacería en el momento del triunfo. Enceguecido por la desesperación, saltó temerariamente los cercos, y estaba a punto de reunirse a la traílla cuando ocurrió el accidente fatal. De modo, pues, que se encontraba entre los cazadores ardientes que iban adelante, que se preocupaban poco de lo que sucedía detrás de ellos y los retrasados, que lo mismo podían pasar muy lejos y muy cerca del sitio en que había caídoRelámpago.
Dunstan, que se preocupaba siempre más de las contrariedades del momento presente que de sus consecuencias lejanas, no bien se vio de pie y reconoció que Relámpago estaba perdido, sintió cierto placer al pensar que no había sido visto en una situación que ninguna fanfarronada hubiera podido hacer envidiable.
Después de haberse reconfortado de la sacudida con un poco de aguardiente y muchos juramentos, se dirigió lo más pronto posible a un zarzal que estaba a su derecha. Se le ocurrió que atravesando por allí encontraría medio de dirigirse a Batterley sin correr el riesgo de encontrar a ninguno de los cazadores. Su primera intención era alquilar allí un caballo que lo llevaría inmediatamente a su casa; porque lo que era hacer cierto número de millas a pie, sin un fusil en la mano, y a lo largo de un camino público, no había que esperarlo de su parte como de la de ningún otro joven fogoso de su especie. Le era casi indiferente llevar la noticia a Godfrey, puesto que al mismo tiempo le iba a ofrecer el recurso de dinero de Marner, si Godfrey chillaba, como sucedía siempre que se le hablaba de contraer una nueva deuda, de lo que él sólo sacaba la menor parte; pues bien, no rezongaría mucho rato. Dunstan estaba seguro de que mortificando a Godfrey siempre le haría hacer lo que quisiese. La idea del dinero se volvía cada vez más distinta en su espíritu, ahora que la necesidad se había vuelto urgente. Pero la perspectiva de tener que presentarse en Batterley con las botas embarradas y de afrontar las preguntas burlonas de los mozos de cuadra, contrariaba mucho su deseo impaciente de estar de regreso en Raveloe y poner en ejecución su feliz proyecto.
Al mismo tiempo, un registro que hizo en el bolsillo de su chaleco, mientras iba reflexionando, le recordó que las dos o tres monedas pequeñas que encontró en su índice, eran de un color demasiado pálido para pagar una pequeña deuda, en defecto de cuyo pago, el caballerizo de Batterley había declarado que no haría más negocios con Dunsey Cass. Al fin y al cabo, considerando la dirección en que lo había llevado la cacería, no estaba mucho más lejos de su casa que de Batterley. Sin embargo, Dunsey no brillaba por su lucidez de espíritu. No llegó a esa conclusión sino al darse cuenta de que estaba obligado por otras razones a tomar la resolución sin precedente de volver a la casa a pie.
En ese momento eran cerca de las cuatro y empezaba a formarse la niebla; cuanto antes saliera del camino sería tanto mejor. Recordó que lo había atravesado y que había visto el poste indicador momentos antes que Relámpago se abatiera. Entonces, después de abotonar su abrigo y atar sólidamente la zotera de su látigo de caza al mango, golpeó las vueltas de sus botas con el aire de un hombre dueño de sí mismo, como para persuadirse de que estaba preparado para lo que iba a sucederle. Partió en seguida, con la idea de que emprendía una notable proeza de actividad física, que algún día no dejaría de embellecer de un modo o de otro, en medio de la admiración de una sociedad selecta, en la taberna del Arco Iris.
Cuando un joven señor como Dunsey se veía reducido a un medio de locomoción tan excepcional como el de andar a pie, el látigo llevado en la mano es el paliativo deseable de un sentimiento demasiado confuso—demasiado parecido a un sueño—que le hace experimentar su situación inusitada; y Dunstan, a medida que avanzaba a través de la niebla creciente, golpeaba siempre algo con su látigo. Era el látigo de Godfrey. Le había gustado tomarlo sin permiso, porque el mango tenía puño de oro. Naturalmente que no era posible notar, cuando Dunsey lo llevaba en la mano, que el nombre de Godfrey Cass estaba grabado en el puño: sólo se veía que aquel látigo era muy hermoso.
Dunsey no dejaba de temer que le ocurriese tropezar con algún conocido ante los ojos del cual haría triste figura, porque la niebla no es un velo bastante espeso cuando las personas se acercan. Pero, cuando al fin se encontró en las calles de Raveloe que le eran bien conocidas, pensó que aquello era parte de su buena suerte habitual. Entretanto, la niebla, ayudada por la obscuridad de la tarde, se había vuelto un velo más espeso de lo que deseaba. Le ocultaba los baches en que sus pies estaban expuestos a tropezar, le ocultaba todo, de modo que tuvo que guiar sus pasos arrastrando el látigo contra las hierbas que crecían al pie de los cercos. Pensaba que pronto llegaría al punto que daba acceso a las canteras. Lo encontraría por medio de un portillo que había en aquella cerca. Pero fue debido a una circunstancia con la que no contaba que se lo hizo descubrir; es decir, ciertos rayos de luz que inmediatamente adivinó que procedían de la choza de Silas Marner. Durante el camino, aquella choza y el dinero que estaba oculto en ella habían asediado continuamente su espíritu, y había imaginado distintas maneras de halagar y seducir al tejedor, para que éste, seducido por el cebo de los intereses, se separara sin demora del dinero que poseía.
A Dunstan le parecía que no sería malo agregar algunas amenazas a las proposiciones halagadoras, porque sus nociones de aritmética no eran bastante sólidas como para darle una demostración probatoria de los provechos que darían los intereses. En cuanto a la garantía, la consideraba vagamente como un medio de engañar a un hombre, haciéndole creer que va a ser reembolsado. En fin, la operación que había que intentar sobre el espíritu del avaro, era una tarea que Godfrey confiaría a su hermano, más audaz y más vivo que él. Dunstan estaba ya decidido a este respecto, y en el momento en que vio brillar la luz a través de las rendijas de los postigos de Marner, la idea de tener una conversación con el tejedor se le había vuelto tan familiar, que le pareció lo más natural abordarlo en seguida. Podía tener varias ventajas el proceder así: entre otras, quizás el tejedor tuviera un farol de mano, y Dunstan ya estaba cansado de buscar su camino a tientas.
Todavía estaba a cerca de tres cuartos de milla de su casa y el suelo se volvía desagradablemente resbaladizo, porque la niebla se iba convirtiendo en llovizna. Dobló, pues, hacia la casa, pero no sin cierto temor de errar el buen camino, puesto que no sabía exactamente si la luz se veía al frente o en el costado de la choza. Sin embargo, ayudándose con el mango de su látigo para explorar el terreno, llegó al fin sano y salvo a la puerta de la casa. Golpeó con fuerza, sugiriéndole cierto placer la idea del susto que le daría al vejete aquel estrépito inesperado. Ninguna voz ni movimiento se dejó oír como respuesta: todo era silencio en la choza. ¿Se había ido a acostar el tejedor? ¿Para qué habría dejado la luz encendida entonces? ¡Extraño olvido de un avaro! Dunstan volvió a golpear con más fuerza, y luego, sin esperar que le respondieran pasó los dedos por el agujero de la puerta con la intención de sacudirla y, al mismo tiempo correr el pestillo por medio del cordel y volverlo a dejar cerrar, no dudando de que la puerta debía estar atrancada.
Con gran sorpresa vio que aquel doble movimiento la hizo abrir, y se encontró frente a un fuego vivo que iluminaba todos los rincones de la choza—el lecho, el telar, las tres sillas y la mesa—, y le permitía ver que Silas no estaba allí.
Nada podía ser más atrayente para Dunstan en aquel momento que el fuego brillante sobre el fogón de ladrillos. Entró inmediatamente y se sentó. Delante del fuego también había algo que, si la cocción hubiera estado algo más adelantada, no hubiera carecido de interés para un hombre cuyo estómago estaba vacío. Era un pedazo de carne de cerdo suspendido del gancho de la chimenea por medio de un cordel pasado por el anillo de una gran llave de puerta, según un método conocido por los viejos dueños de casa en que no hay asador. Desgraciadamente el asado había sido colocado en la extremidad del gancho, como para impedir que se fuera a quemar durante la ausencia del dueño. «¿De modo que este viejo tonto de ojos saltones se permite cenar carne?—pensó Dunstan—. Siempre se había dicho que vivía de pan duro, para ponerle freno a su apetito. Pero, ¿dónde podía estar a aquella hora, con semejante tiempo y para qué había salido dejando su cena a medio cocer y sin trancar la puerta?» La dificultad con que el propio Dunstan acababa de encontrar su camino, le sugirió la idea de que el tejedor había salido quizás para buscar combustible, o para cualquier otro menester análogo y de corta duración, y que se había resbalado dentro de la cantera. Esa era una idea que interesaba a Dunstan y que implicaba consecuencias completamente nuevas. Si el tejedor había muerto, ¿quién tenía derecho a su dinero?, ¿quién sabía que alguien había entrado a tomarlo? No se detuvo más tiempo en las sutilezas de las pruebas; la cuestión urgente, ¿dónde está el dinero? se apoderó de tal modo de su espíritu que le hizo olvidar por completo que la muerte de Marner no era una certidumbre. Un espíritu pesado, cuando llega a una conclusión que lo halaga, no conserva la conciencia de que la idea de qué ha sacado aquella conclusión era puramente problemática. Y el espíritu de Dunstan era tan pesado como lo es generalmente el de un futuro criminal. Sólo conocía tres escondites, en que hubiera oído decir que los campesinos escondían sus tesoros: el techo de paja, la cama y un agujero hecho en el suelo. La choza de Marner no estaba techada con paja. Lo primero que hizo Dunstan, después de una sucesión de pensamientos acelerados por el aguijón de la codicia, fue dirigirse al lecho, pero a la vez que caminaba sus miradas recorrieron ávidamente el suelo, cuyos ladrillos, iluminados por el fuego, se veían a través de la arena esparcida encima de ellos. Sin embargo, no eran visibles en todas partes. Había un sitio, en efecto, uno sólo que estaba por completo recubierto. Se distinguían las huellas de los dedos, que, aparentemente, se habían cuidado de cubrir de arena aquel espacio determinado. Ese sitio quedaba junto a los pedales del telar. Dunstan corrió hacia aquel sitio y escarbó la arena con el mango de su látigo. Al introducir la punta del collado entre los ladrillos, vio que éstos estaban sueltos. Se apresuró a quitar uno, y vio que allí estaba sin duda lo que buscaba, porque, ¿qué podía haber sino dinero en aquellas dos bolsas de cuero? Y a juzgar por su peso debían de estar llenas de guineas.
Dunstan registró bien en el agujero para convencerse de que no contenía nada más, y luego, volviendo a colocar en su sitio los ladrillos, los recubrió de arena. No hacía ni cinco minutos que había entrado a la choza, pero aquel espacio de tiempo le pareció muy largo, y bien que no sabía que Silas podía estar vivo y volver de un momento a otro, se sintió presa de un temor indefinible al ponerse de pie con los sacos en las manos. Se apresuró a salir, a guarecerse en la obscuridad y pensar en seguida qué haría con las bolsas. Cerró inmediatamente tras de él la puerta, para interceptar la salida de la luz: algunos pasos iban a bastar para llevarlo más allá del peligro de ser traicionado por los rayos que se filtraban a través de las rendijas de los postigos y el agujero de la alcoba. La lluvia y la obscuridad se habían vuelto más intensas; se regocijó de esto, bien que fuera incómodo caminar con las dos manos tan llenas, porque era a lo sumo si podía llevar el látigo con uno de los sacos. Pero así que hubiera dado dos pasos podría proceder con toda calma. Se adelantó, pues, resueltamente, en la obscuridad.
El sitio parecía muy triste en aquella estación, con la greda mojada y barrosa que lo rodeaba y con el agua turbia y rojiza que había alcanzado un alto nivel en la cantera abandonada. Tal fue la primera impresión de Dunstan al acercarse a aquel sitio. Recordó después que el viejo tonto del tejedor, el ruido de cuyo telar ya oía, tenía mucho dinero oculto en alguna parte. ¿Cómo era posible que a él, Dunstan Cass, que había oído hablar muchas veces de la avaricia de Marner, no se le hubiese ocurrido sugerirle a Godfrey que consiguiera del vejete, ya fuera asustándole, ya fuera captándoselo hábilmente, que le prestara su dinero con la excelente garantía de las esperanzas del squire? Este recurso se le presentaba ahora como muy fácil y agradable de realizar. Pensaba que, según todas las probabilidades, el tesoro de Marner debía ser bastante grande como para dejarle a Godfrey, después que éste hubiera atendido a las necesidades más urgentes, un buen excedente que lo pondría en condiciones de servir a su abnegado hermano. Así es que tuvo tentaciones de volver bridas hacia la casa. Godfrey estaría bastante bien dispuesto para aceptar la idea. Adoptaría ávidamente un plan que quizá le evitaría separarse de Relámpago. Pero cuando la reflexión de Dunstan llegó a este punto, el deseo de proseguir la marcha se fortificó y prevaleció. No quería proporcionarle aquella satisfacción a Godfrey; prefería que maese Godfrey estuviera mortificado.
Además, a Dunstan lo regocijaba la idea tan importante ante sus ojos de tener que vender su caballo, y además la ocasión de cerrar un trato, de hacer el fanfarrón y probablemente de engañar a alguien. Podía gozar por entero de todo el placer que resultaría de la venta del caballo de su hermano, sin privarse del gran placer de conseguir que Godfrey le tomara dinero prestado a Marner. Siguió, pues, cabalgando hacia el lugar de la cita.
Bryce y Keating estaban allí, como Dunstan estaba seguro de ello; ¡tenía tanta suerte!
—Hola—dijo Bryce, que desde hacía tiempo codiciaba a Relámpago—, venís montando el caballo de vuestro hermano; ¿por qué ha sido eso?
—Nada, le he hecho un cambio—dijo Dunstan, cuyo placer en mentir, casi independiente de la idea de utilidad, no iba a disminuir en mucho la probabilidad de que su interlocutor lo creyera—. Relámpago es ahora mío.
—¡Cómo! ¿Os lo ha cambiado contra vuestro viejo rocín de huesos grandes?—dijo Bryce con la entera certidumbre de que obtendría en respuesta otra mentira.
—No, teníamos que arreglar una pequeña cuenta—respondió Dunstan con indiferencia—, y Relámpago ha saldado la diferencia. Le he hecho un servicio a Godfrey tomándole el caballo. Lo hice contra mi gusto, porque tenía un capricho por una yegua de Jortin, animal de la sangre más rara que jamás hayáis montado. Pero ahora conservaré a Relámpago, aunque el otro día me ofreció por él ciento cincuenta libras un hombre allá, en Flitt; ese que compra para lord Cromleck, ese individuo que bizquea y usa un chaleco verde. Pero no pienso deshacerme de Relámpago; no encontraré fácilmente mejor animal para saltar cercos. La yegua de Jortin tiene más sangre, pero tiene las patas un poco menos fuertes.
Bryce, naturalmente, adivinó que Dunstan quería vender el caballo, y Dunstan se dio cuenta de que él lo adivinaba; el chalaneo sólo es una de las numerosas transacciones humanas conducidas de esta manera ingeniosa. Ambos consideraban que el trato estaba en su primera faz, cuando Bryce respondió con ironía:
—Pues estoy sorprendido, y me sorprende que penséis conservar el caballo, porque nunca he oído que un hombre se niegue a vender un animal cuando le ofrecen la mitad más de lo que vale. Tendréis suerte si conseguís por él cien libras.
Entonces, habiéndose adelantado Keating, el trato se complicó. Quedó por último concertado, comprándolo Bryce por ciento veinte libras, pagaderas a la entrega de Relámpago, sano y salvo, en las caballerizas públicas de Batterley.
A Dunsey se le ocurrió que sería prudente que renunciase a la cacería, se dirigiera inmediatamente a Batterley, y, después de esperar el regreso de Bryce, alquilar un caballo que lo llevara a su casa con el dinero en el bolsillo.
Sin embargo, el deseo de hacer una partida de caza, estimulado por su confianza y su buena estrella, así como por un trago de aguardiente tomado a su frasco de bolsillo cuando cerraron el trato, no era fácil de vencer, considerando, sobre todo, que montaba un animal que excitaría la admiración de los cazadores al verle saltar los cercos.
Pero Dunstan saltó uno de más y empaló su caballo en un poste. Su persona inelegante y completamente invendible escapó ilesa, mientras que el pobre Relámpago, inconsciente de su calor, rodó de costado y exhaló dolorosamente el último suspiro.
Había sucedido que, pocos minutos antes, Dunstan se había visto obligado a apearse para arreglar uno de los estribos. Lanzó muchas imprecaciones contra aquel retardo que lo relegaba a la cola de la cacería en el momento del triunfo. Enceguecido por la desesperación, saltó temerariamente los cercos, y estaba a punto de reunirse a la traílla cuando ocurrió el accidente fatal. De modo, pues, que se encontraba entre los cazadores ardientes que iban adelante, que se preocupaban poco de lo que sucedía detrás de ellos y los retrasados, que lo mismo podían pasar muy lejos y muy cerca del sitio en que había caídoRelámpago.
Dunstan, que se preocupaba siempre más de las contrariedades del momento presente que de sus consecuencias lejanas, no bien se vio de pie y reconoció que Relámpago estaba perdido, sintió cierto placer al pensar que no había sido visto en una situación que ninguna fanfarronada hubiera podido hacer envidiable.
Después de haberse reconfortado de la sacudida con un poco de aguardiente y muchos juramentos, se dirigió lo más pronto posible a un zarzal que estaba a su derecha. Se le ocurrió que atravesando por allí encontraría medio de dirigirse a Batterley sin correr el riesgo de encontrar a ninguno de los cazadores. Su primera intención era alquilar allí un caballo que lo llevaría inmediatamente a su casa; porque lo que era hacer cierto número de millas a pie, sin un fusil en la mano, y a lo largo de un camino público, no había que esperarlo de su parte como de la de ningún otro joven fogoso de su especie. Le era casi indiferente llevar la noticia a Godfrey, puesto que al mismo tiempo le iba a ofrecer el recurso de dinero de Marner, si Godfrey chillaba, como sucedía siempre que se le hablaba de contraer una nueva deuda, de lo que él sólo sacaba la menor parte; pues bien, no rezongaría mucho rato. Dunstan estaba seguro de que mortificando a Godfrey siempre le haría hacer lo que quisiese. La idea del dinero se volvía cada vez más distinta en su espíritu, ahora que la necesidad se había vuelto urgente. Pero la perspectiva de tener que presentarse en Batterley con las botas embarradas y de afrontar las preguntas burlonas de los mozos de cuadra, contrariaba mucho su deseo impaciente de estar de regreso en Raveloe y poner en ejecución su feliz proyecto.
Al mismo tiempo, un registro que hizo en el bolsillo de su chaleco, mientras iba reflexionando, le recordó que las dos o tres monedas pequeñas que encontró en su índice, eran de un color demasiado pálido para pagar una pequeña deuda, en defecto de cuyo pago, el caballerizo de Batterley había declarado que no haría más negocios con Dunsey Cass. Al fin y al cabo, considerando la dirección en que lo había llevado la cacería, no estaba mucho más lejos de su casa que de Batterley. Sin embargo, Dunsey no brillaba por su lucidez de espíritu. No llegó a esa conclusión sino al darse cuenta de que estaba obligado por otras razones a tomar la resolución sin precedente de volver a la casa a pie.
En ese momento eran cerca de las cuatro y empezaba a formarse la niebla; cuanto antes saliera del camino sería tanto mejor. Recordó que lo había atravesado y que había visto el poste indicador momentos antes que Relámpago se abatiera. Entonces, después de abotonar su abrigo y atar sólidamente la zotera de su látigo de caza al mango, golpeó las vueltas de sus botas con el aire de un hombre dueño de sí mismo, como para persuadirse de que estaba preparado para lo que iba a sucederle. Partió en seguida, con la idea de que emprendía una notable proeza de actividad física, que algún día no dejaría de embellecer de un modo o de otro, en medio de la admiración de una sociedad selecta, en la taberna del Arco Iris.
Cuando un joven señor como Dunsey se veía reducido a un medio de locomoción tan excepcional como el de andar a pie, el látigo llevado en la mano es el paliativo deseable de un sentimiento demasiado confuso—demasiado parecido a un sueño—que le hace experimentar su situación inusitada; y Dunstan, a medida que avanzaba a través de la niebla creciente, golpeaba siempre algo con su látigo. Era el látigo de Godfrey. Le había gustado tomarlo sin permiso, porque el mango tenía puño de oro. Naturalmente que no era posible notar, cuando Dunsey lo llevaba en la mano, que el nombre de Godfrey Cass estaba grabado en el puño: sólo se veía que aquel látigo era muy hermoso.
Dunsey no dejaba de temer que le ocurriese tropezar con algún conocido ante los ojos del cual haría triste figura, porque la niebla no es un velo bastante espeso cuando las personas se acercan. Pero, cuando al fin se encontró en las calles de Raveloe que le eran bien conocidas, pensó que aquello era parte de su buena suerte habitual. Entretanto, la niebla, ayudada por la obscuridad de la tarde, se había vuelto un velo más espeso de lo que deseaba. Le ocultaba los baches en que sus pies estaban expuestos a tropezar, le ocultaba todo, de modo que tuvo que guiar sus pasos arrastrando el látigo contra las hierbas que crecían al pie de los cercos. Pensaba que pronto llegaría al punto que daba acceso a las canteras. Lo encontraría por medio de un portillo que había en aquella cerca. Pero fue debido a una circunstancia con la que no contaba que se lo hizo descubrir; es decir, ciertos rayos de luz que inmediatamente adivinó que procedían de la choza de Silas Marner. Durante el camino, aquella choza y el dinero que estaba oculto en ella habían asediado continuamente su espíritu, y había imaginado distintas maneras de halagar y seducir al tejedor, para que éste, seducido por el cebo de los intereses, se separara sin demora del dinero que poseía.
A Dunstan le parecía que no sería malo agregar algunas amenazas a las proposiciones halagadoras, porque sus nociones de aritmética no eran bastante sólidas como para darle una demostración probatoria de los provechos que darían los intereses. En cuanto a la garantía, la consideraba vagamente como un medio de engañar a un hombre, haciéndole creer que va a ser reembolsado. En fin, la operación que había que intentar sobre el espíritu del avaro, era una tarea que Godfrey confiaría a su hermano, más audaz y más vivo que él. Dunstan estaba ya decidido a este respecto, y en el momento en que vio brillar la luz a través de las rendijas de los postigos de Marner, la idea de tener una conversación con el tejedor se le había vuelto tan familiar, que le pareció lo más natural abordarlo en seguida. Podía tener varias ventajas el proceder así: entre otras, quizás el tejedor tuviera un farol de mano, y Dunstan ya estaba cansado de buscar su camino a tientas.
Todavía estaba a cerca de tres cuartos de milla de su casa y el suelo se volvía desagradablemente resbaladizo, porque la niebla se iba convirtiendo en llovizna. Dobló, pues, hacia la casa, pero no sin cierto temor de errar el buen camino, puesto que no sabía exactamente si la luz se veía al frente o en el costado de la choza. Sin embargo, ayudándose con el mango de su látigo para explorar el terreno, llegó al fin sano y salvo a la puerta de la casa. Golpeó con fuerza, sugiriéndole cierto placer la idea del susto que le daría al vejete aquel estrépito inesperado. Ninguna voz ni movimiento se dejó oír como respuesta: todo era silencio en la choza. ¿Se había ido a acostar el tejedor? ¿Para qué habría dejado la luz encendida entonces? ¡Extraño olvido de un avaro! Dunstan volvió a golpear con más fuerza, y luego, sin esperar que le respondieran pasó los dedos por el agujero de la puerta con la intención de sacudirla y, al mismo tiempo correr el pestillo por medio del cordel y volverlo a dejar cerrar, no dudando de que la puerta debía estar atrancada.
Con gran sorpresa vio que aquel doble movimiento la hizo abrir, y se encontró frente a un fuego vivo que iluminaba todos los rincones de la choza—el lecho, el telar, las tres sillas y la mesa—, y le permitía ver que Silas no estaba allí.
Nada podía ser más atrayente para Dunstan en aquel momento que el fuego brillante sobre el fogón de ladrillos. Entró inmediatamente y se sentó. Delante del fuego también había algo que, si la cocción hubiera estado algo más adelantada, no hubiera carecido de interés para un hombre cuyo estómago estaba vacío. Era un pedazo de carne de cerdo suspendido del gancho de la chimenea por medio de un cordel pasado por el anillo de una gran llave de puerta, según un método conocido por los viejos dueños de casa en que no hay asador. Desgraciadamente el asado había sido colocado en la extremidad del gancho, como para impedir que se fuera a quemar durante la ausencia del dueño. «¿De modo que este viejo tonto de ojos saltones se permite cenar carne?—pensó Dunstan—. Siempre se había dicho que vivía de pan duro, para ponerle freno a su apetito. Pero, ¿dónde podía estar a aquella hora, con semejante tiempo y para qué había salido dejando su cena a medio cocer y sin trancar la puerta?» La dificultad con que el propio Dunstan acababa de encontrar su camino, le sugirió la idea de que el tejedor había salido quizás para buscar combustible, o para cualquier otro menester análogo y de corta duración, y que se había resbalado dentro de la cantera. Esa era una idea que interesaba a Dunstan y que implicaba consecuencias completamente nuevas. Si el tejedor había muerto, ¿quién tenía derecho a su dinero?, ¿quién sabía que alguien había entrado a tomarlo? No se detuvo más tiempo en las sutilezas de las pruebas; la cuestión urgente, ¿dónde está el dinero? se apoderó de tal modo de su espíritu que le hizo olvidar por completo que la muerte de Marner no era una certidumbre. Un espíritu pesado, cuando llega a una conclusión que lo halaga, no conserva la conciencia de que la idea de qué ha sacado aquella conclusión era puramente problemática. Y el espíritu de Dunstan era tan pesado como lo es generalmente el de un futuro criminal. Sólo conocía tres escondites, en que hubiera oído decir que los campesinos escondían sus tesoros: el techo de paja, la cama y un agujero hecho en el suelo. La choza de Marner no estaba techada con paja. Lo primero que hizo Dunstan, después de una sucesión de pensamientos acelerados por el aguijón de la codicia, fue dirigirse al lecho, pero a la vez que caminaba sus miradas recorrieron ávidamente el suelo, cuyos ladrillos, iluminados por el fuego, se veían a través de la arena esparcida encima de ellos. Sin embargo, no eran visibles en todas partes. Había un sitio, en efecto, uno sólo que estaba por completo recubierto. Se distinguían las huellas de los dedos, que, aparentemente, se habían cuidado de cubrir de arena aquel espacio determinado. Ese sitio quedaba junto a los pedales del telar. Dunstan corrió hacia aquel sitio y escarbó la arena con el mango de su látigo. Al introducir la punta del collado entre los ladrillos, vio que éstos estaban sueltos. Se apresuró a quitar uno, y vio que allí estaba sin duda lo que buscaba, porque, ¿qué podía haber sino dinero en aquellas dos bolsas de cuero? Y a juzgar por su peso debían de estar llenas de guineas.
Dunstan registró bien en el agujero para convencerse de que no contenía nada más, y luego, volviendo a colocar en su sitio los ladrillos, los recubrió de arena. No hacía ni cinco minutos que había entrado a la choza, pero aquel espacio de tiempo le pareció muy largo, y bien que no sabía que Silas podía estar vivo y volver de un momento a otro, se sintió presa de un temor indefinible al ponerse de pie con los sacos en las manos. Se apresuró a salir, a guarecerse en la obscuridad y pensar en seguida qué haría con las bolsas. Cerró inmediatamente tras de él la puerta, para interceptar la salida de la luz: algunos pasos iban a bastar para llevarlo más allá del peligro de ser traicionado por los rayos que se filtraban a través de las rendijas de los postigos y el agujero de la alcoba. La lluvia y la obscuridad se habían vuelto más intensas; se regocijó de esto, bien que fuera incómodo caminar con las dos manos tan llenas, porque era a lo sumo si podía llevar el látigo con uno de los sacos. Pero así que hubiera dado dos pasos podría proceder con toda calma. Se adelantó, pues, resueltamente, en la obscuridad.
01 abril 2008
1 de abril [From Wikipedia, the free encyclopedia] April Fools' Day
El pez de abril (en francés, poisson d'avril) es el nombre que recibe en Francia una fiesta celebrada cada 1 de abril desde 1564 o, al menos, eso es lo que dice la leyenda.
En realidad, se han ofrecido muchas diferentes explicaciones acerca de esta celebración, sin embargo la idea de que las bromas que acompañan esta fecha comenzaron durante el reinado de Carlos IX de Francia parece ser la más convincente.
A mediados del siglo XVI en toda Francia las celebraciones de Año Nuevo comenzaban el 25 de marzo y terminaban una semana después, el 1 de abril. En 1564, por medio del decreto de Roussillon, el rey decretó la adopción del calendario gregoriano y el Año Nuevo se trasladó al 1 de enero. La leyenda sugiere que muchos franceses opuestos al cambio o que simplemente lo olvidaron siguieron intercambiando regalos y festejando en la semana que concluía el 1 de abril. Los bromistas decidieron ridiculizarlos entregando regalos absurdos y convidando a fiestas inexistentes, y así nació la tradición de hacer bromas el primer día de abril.
El nombre pez de abril, que recibe la víctima de las bromas, está relacionado con el zodiaco: todo acontecimiento que acaecía en esa fecha era relacionado con el hecho de que el Sol abandonaba la constelación de Piscis. Napoleón I fue llamado "pez de abril" cuando se casó con María Luisa de Austria un 1 de abril.
La tradición se propagó luego a Italia con el mismo nombre (en italiano, pesce d'aprile). Posteriormente se expandió aún más, hasta llegar a los Estados Unidos unos doscientos años después, a través de los ingleses que lo llaman el día de tontos de abril (en inglés, April fools' day). Los alemanes tienen su "Aprilscherz", los brasileños su "día da mentira" esa misma fecha, y los escoceses llaman a la víctima de las bromas "gowk" (cucú).
En España y algunos países de América latina existe una tradición similar, celebrada el 28 de diciembre, el día de los Santos Inocentes, una celebración que mezcla ritos paganos con el relato bíblico de la masacre llevada a cabo por Herodes.
..................................En realidad, se han ofrecido muchas diferentes explicaciones acerca de esta celebración, sin embargo la idea de que las bromas que acompañan esta fecha comenzaron durante el reinado de Carlos IX de Francia parece ser la más convincente.
A mediados del siglo XVI en toda Francia las celebraciones de Año Nuevo comenzaban el 25 de marzo y terminaban una semana después, el 1 de abril. En 1564, por medio del decreto de Roussillon, el rey decretó la adopción del calendario gregoriano y el Año Nuevo se trasladó al 1 de enero. La leyenda sugiere que muchos franceses opuestos al cambio o que simplemente lo olvidaron siguieron intercambiando regalos y festejando en la semana que concluía el 1 de abril. Los bromistas decidieron ridiculizarlos entregando regalos absurdos y convidando a fiestas inexistentes, y así nació la tradición de hacer bromas el primer día de abril.
El nombre pez de abril, que recibe la víctima de las bromas, está relacionado con el zodiaco: todo acontecimiento que acaecía en esa fecha era relacionado con el hecho de que el Sol abandonaba la constelación de Piscis. Napoleón I fue llamado "pez de abril" cuando se casó con María Luisa de Austria un 1 de abril.
La tradición se propagó luego a Italia con el mismo nombre (en italiano, pesce d'aprile). Posteriormente se expandió aún más, hasta llegar a los Estados Unidos unos doscientos años después, a través de los ingleses que lo llaman el día de tontos de abril (en inglés, April fools' day). Los alemanes tienen su "Aprilscherz", los brasileños su "día da mentira" esa misma fecha, y los escoceses llaman a la víctima de las bromas "gowk" (cucú).
En España y algunos países de América latina existe una tradición similar, celebrada el 28 de diciembre, el día de los Santos Inocentes, una celebración que mezcla ritos paganos con el relato bíblico de la masacre llevada a cabo por Herodes.
The origins of this custom are complex and a matter of much debate. It is likely a relic of the once common festivities held on the vernal equinox, which began on the 25th of March, old New Year's Day, and ended on the 2nd of April.
Though the 1st of April appears to have been observed as a general festival in Great Britain in antiquity, it was apparently not until the beginning of the 18th century that the making of April-fools was a common custom. In Scotland the custom was known as "hunting the gowk," i.e. the cuckoo, and April-fools were "April-gowks," the cuckoo being a term of contempt, as it is in many countries.
One of the earliest connections of the day with fools is Chaucer's story the Nun's Priest's Tale (c.1400), which concerns two fools and takes place "thritty dayes and two" from the beginning of March, which is April 1. The significance of this is difficult to determine.
Europe may have derived its April-fooling from the French.[1] French and Dutch references from 1508 and 1539 respectively describe April Fools' Day jokes and the custom of making them on the first of April. France was one of the first nations to make January 1 officially New Year's Day (which was already celebrated by many), by decree of Charles IX. This was in 1564, even before the 1582 adoption of the Gregorian calendar (See Julian start of the year). Thus the New Year's gifts and visits of felicitation which had been the feature of the 1st of April became associated with the first day of January, and those who disliked or did not hear about the change were fair game for those wits who amused themselves by sending mock presents and paying calls of pretended ceremony on the 1st of April. In France the person fooled is known as poisson d'avril (April fish). This has been explained as arising from the fact that in April the sun quits the zodiacal sign of the fish. The French traditionally celebrated this holiday by placing dead fish on the backs of friends. Today, real fish have been replaced with sticky, fish-shaped paper cut-outs that children try to sneak onto the back of their friends' shirts. Candy shops and bakeries also offer fish-shaped sweets for the holiday.
Some Dutch also celebrate the 1st of April for other reasons. In 1572, the Netherlands were ruled by Spain's King Philip II. Roaming the region were Dutch rebels who called themselves Geuzen, after the French "gueux," meaning beggars. On April 1, 1572, the Geuzen seized the small coastal town of Den Briel. This event was also the start of the general civil rising against the Spanish in other cities in the Netherlands. The Duke of Alba, commander of the Spanish army could not prevent the uprising. Bril is the Dutch word for glasses, so on April 1, 1572, "Alba lost his glasses." The Dutch commemorate this with humor on the first of April.
Though the 1st of April appears to have been observed as a general festival in Great Britain in antiquity, it was apparently not until the beginning of the 18th century that the making of April-fools was a common custom. In Scotland the custom was known as "hunting the gowk," i.e. the cuckoo, and April-fools were "April-gowks," the cuckoo being a term of contempt, as it is in many countries.
One of the earliest connections of the day with fools is Chaucer's story the Nun's Priest's Tale (c.1400), which concerns two fools and takes place "thritty dayes and two" from the beginning of March, which is April 1. The significance of this is difficult to determine.
Europe may have derived its April-fooling from the French.[1] French and Dutch references from 1508 and 1539 respectively describe April Fools' Day jokes and the custom of making them on the first of April. France was one of the first nations to make January 1 officially New Year's Day (which was already celebrated by many), by decree of Charles IX. This was in 1564, even before the 1582 adoption of the Gregorian calendar (See Julian start of the year). Thus the New Year's gifts and visits of felicitation which had been the feature of the 1st of April became associated with the first day of January, and those who disliked or did not hear about the change were fair game for those wits who amused themselves by sending mock presents and paying calls of pretended ceremony on the 1st of April. In France the person fooled is known as poisson d'avril (April fish). This has been explained as arising from the fact that in April the sun quits the zodiacal sign of the fish. The French traditionally celebrated this holiday by placing dead fish on the backs of friends. Today, real fish have been replaced with sticky, fish-shaped paper cut-outs that children try to sneak onto the back of their friends' shirts. Candy shops and bakeries also offer fish-shaped sweets for the holiday.
Some Dutch also celebrate the 1st of April for other reasons. In 1572, the Netherlands were ruled by Spain's King Philip II. Roaming the region were Dutch rebels who called themselves Geuzen, after the French "gueux," meaning beggars. On April 1, 1572, the Geuzen seized the small coastal town of Den Briel. This event was also the start of the general civil rising against the Spanish in other cities in the Netherlands. The Duke of Alba, commander of the Spanish army could not prevent the uprising. Bril is the Dutch word for glasses, so on April 1, 1572, "Alba lost his glasses." The Dutch commemorate this with humor on the first of April.
31 marzo 2008
30 marzo 2008
29 marzo 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-3)
El personaje más importante de Raveloe era el squire Cass, que vivía en una gran casa roja que tenía un bonito atrio al frente y altas caballerizas al fondo, casi en frente de la iglesia.
Había otros terratenientes en la parroquia, pero él era el único honrado con el título de squire; porque bien que la familia del señor Osgood fuera considerada también como de origen inmemorial—no habiéndose atrevido nunca los habitantes de Raveloe a remontarse hasta el vacío espantoso en que los Osgood no existían—, sin embargo, no hacía más que poseer la granja que ocupaba, mientras que el squire Cass tenía uno o dos arrendatarios que se quejaban a él de los perjuicios que les causaban las liebres como si hubiese sido un señor.
Se estaba todavía en ese período glorioso de la guerra, considerada como un favor especial acordado por la Providencia a los propietarios territoriales. Entonces, los precios de los frutos no habían bajado tanto como para precipitar a la raza de los pequeños squires y de los arrendatarios en el camino de la ruina, hacia el cual sus hábitos de prodigalidad y la mala explotación de sus tierras los arrastraban rápidamente.
Al decir esto aludo a la aldea de Raveloe y a las parroquias que se le parecían, porque la vida de nuestros antiguos campesinos presentaba aspectos diferentes. Así ocurre con toda existencia que se ha esparcido sobre una superficie variada, en la que soplan en direcciones diversas una multitud de corrientes—desde los vientos del cielo hasta los pensamientos de los hombres—que se mueven y se cruzan eternamente, produciendo resultados incalculables.
Raveloe estaba situado en una hondonada, en medio de los árboles espesos y de caminos surcados por huellas, lejos de las corrientes de la actividad industrial y del fervor puritano; los ricos comían y bebían a sus anchas, aceptando la gota y la apoplejía como cosas que se trasmitían misteriosamente en las familias honorables, y los pobres pensaban que los ricos estaban en su pleno derecho de llevar alegre vida.
Por otra parte, los festines de éstos daban por resultado multiplicar las sobras, que eran la herencia de los primeros. Betti Jay sentía el olor de la cocción de los jamones del squire, pero el fuerte deseo que sentía de comerlos era calmado por el jugo untuoso en que se los hacía hervir; y cuando las estaciones traían la época de las grandes reuniones alegres, todo el mundo las consideraba como un excelente regalo para los pobres.
En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.
Las damas que, habiendo empaquetado sus mejores vestidos y tocados en cartones, se arriesgaban a vadear los arroyos en tiempos de lluvia y nieve, sentadas a la turca sobre cojines y llevando su preciosa carga—cuando no se sabía hasta dónde llegaría el agua—, no es de suponer que contaran con que les esperaba un placer efímero.
Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación—época en que había poco trabajo y las horas parecían largas—varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos. Allí encontraban lomos y jamones intactos, pasteles de cerdo que acababan de salir del horno y manteca fresca recién hilada; en fin, todo lo que el apetito de gentes ociosas podía desear, y de mejor calidad, quizá, que en casa del squire Cass, aunque la abundancia no fuera mayor. Porque la mujer del squire había muerto hacía tiempo, y la Casa Roja se veía privada de la esposa y de la madre, cuya presencia es la fuente saludable del amor y del temor que deben reinar en la familia y entre los servidores.
Esto contribuía no sólo a explicar por qué, en los días de fiesta, la profusión de provisiones superaba a la calidad, sino también por qué el orgulloso squire condescendía con tanta frecuencia a presidir en el gabinete particular de la taberna del Arco Iris, antes que a la sombra de los negros artesonados de su salón; así como quizá que sus hijos se condujeran bastante mal.
Raveloe no era un sitio en que la censura de las costumbres fuera severa; sin embargo, se miraba como una debilidad del squire que hubiera conservado a todos sus hijos ociosos en la casa; y, bien que debe concederse cierta licencia a los hijos de los padres que tienen medios, las gentes meneaban la cabeza al ver la vida que llevaba el menor, Dunstan, generalmente llamado Dunsey Cass, cuyas aficiones por la copa y las apuestas podían volverse algo más serio que un pasatiempo juvenil.
Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey—un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed—, con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.
En cambio sería una gran lástima que el señor Godfrey, el mayor, guapo mozo de fisonomía franca y de buen carácter, que un día heredaría las propiedades, se pusiera a seguir el mismo camino que el hermano, como había parecido hacía poco. Si seguía de aquel modo, la señorita Nancy Lammeter acabaría por romper con él; porque se sabía muy bien que ella le trataba con mucha reserva desde la pascua de Pentecostés del año precedente, época en que había hablado mucho, porque Godfrey había pasado varios días sin volver a su casa.
Pasaba algo que no estaba bien, algo que no era común, era evidente, porque el señor Godfrey estaba lejos de tener el color fresco y la fisonomía abierta de antes.
En cierto momento todo el mundo decía: «¡Qué hermosa pareja harían él y la señorita Nancy!», y si ella llegara a ser la señora de la Casa Roja, iba a haber un buen cambio, porque los Lammeter estaban criados de modo que no podían soportar que se malgastara una pizca de sal. Sin embargo, todas las gentes de su casa obtenían lo que había de mejor, cada cual según su rango. Con una nuera así, el viejo squire realizaría economías, aun cuando no aportara un penique de dote; porque era de temer que, a pesar de sus rentas, el squire Cass tuviera más agujeros en el bolsillo que aquel por donde metía la mano. Pero si el señor Godfrey no cambiaba de conducta, podía decirle «adiós» a la señorita Nancy Lammeter.
Era ese Godfrey, que antes daba tantas esperanzas, el que estaba con las manos en los bolsillos de su saco y la espalda vuelta al juego, en el salón de obscuro artesonado, un día de noviembre de este decimoquinto año de la residencia de Silas Marner en Raveloe. La luz gris y mortecina iluminaba débilmente las paredes adornadas de fusiles, de látigos y de colas de zorro; los abrigos y los sombreros arrojados sobre las sillas; los jarros de plata que exhalaban un olor de cerveza aventada; el fuego medio apagado, y las pipas colocadas en los ángulos de las chimeneas; signos de una vida doméstica desprovista de todo encanto superior, con que la expresión de sombrío fastidio del rostro rubio de Godfrey estaba en triste armonía. Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo.
La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey. Al verlo, el rostro de Godfrey perdió parte de su aspecto sombrío para tomar la expresión más activa del odio. El hermoso galgo negro que estaba acostado frente a la chimenea se retiró a un rincón, bajo una silla.
—¿Qué tal, maese Godfrey, qué me queréis?—dijo Dunsey en tono burlón—. Sois mi hermano mayor y mi superior; tenía, pues, que venir, puesto que me habéis hecho llamar.
—Pues bien; voy a deciros lo que quiero, pero antes sacudíos la borrachera, y escuchad, si os place—dijo Godfrey con acento furioso; el mismo había bebido más de la cuenta, a fin de convertir su tristeza en cólera ciega—. Quiero deciros que es preciso que le entregue al squire ese arriendo de Fowler, o que le advierta que os lo he dado; porque amenaza con el embargo, y todo se descubrirá, que yo lo informe o no. Acaba de declarar que le iba a encargar a Cox que procediera si Fowler no venía a pagar lo atrasado esta semana. El squire está sin dinero y está de un humor como para no soportar tonterías. Ya sabéis con qué os ha amenazado si os sorprendía otra vez despilfarrando su dinero. De modo que tratad de buscar esa suma, y lo más pronto posible, ¿habéis oído?
—¡Oh!—dijo Dunsey, riendo sardónicamente, mientras se acercaba a su hermano mirándole a la cara—, supongamos que vos mismo os proporcionarais el dinero, para evitarme esa molestia, ¿qué os parece? Puesto que fuisteis lo bastante bueno para entregármelo, no me neguéis la amabilidad de devolverlo en mi lugar; ya sabéis que fue por amor fraternal que procedisteis así.
Godfrey se mordió los labios y apretó los puños.
—No os acerquéis mirándome de ese modo, porque os aplasto.
—¡Oh! no, seríais incapaz de hacer eso—dijo Dunsey, girando sin embargo sobre los talones para alejarse—; bien sabéis que soy muy buen hermano. Podría haceros arrojar de casa y de la familia, y haceros desheredar cuando quisiera. Sí, yo le contaré al squire cómo se casó su hijo mayor con la linda Molly Tarren, y cuán desgraciada ha sido, pero que no ha podido vivir con esa esposa borracha; me deslizaría en vuestro lugar lo más cómodamente posible. Pero ya lo veis, me callo; soy tan conciliador y tan bueno. Estoy seguro de que lo haréis todo por mí. Estoy seguro de que os proporcionaréis por mí esas cien libras esterlinas.
—¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero?—dijo Godfrey, trémulo de rabia—. No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.
—Poco importa—dijo Dunsey inclinando la cabeza hacia un costado, mientras que miraba por la ventana—. Me sería muy agradable partir en vuestra compañía; sois un hermano tan guapo, y siempre nos ha agradado tanto disputarnos; no sabría qué hacer sin vos. Pero preferís que los dos nos quedemos en casa, ya lo sé. De manera que os arreglaréis de modo de conseguir esa pequeña suma de dinero, y voy a deciros hasta la vista, bien que deplore dejaros.
Dunstan se marchaba, pero Godfrey se precipitó tras él y lo tomó del brazo, diciendo con un juramento:
—Os digo que no tengo dinero... que no puedo procurarme dinero.
—Pedidle prestado al viejo Kimble.
—Os digo que no quiere prestarme más y que no lo pediré.
—Bueno, entonces vended a Relámpago.
—Sí, eso es fácil decirlo. Necesito el dinero inmediatamente.
—Pues bien, no tenéis más que montarlo en la cacería de mañana. Bryce y Keating estarán seguramente. Os harán más de una oferta.
—Eso es, y volveré a casa a las ocho de la noche, salpicado de barro hasta las narices. Voy al baile que da la señora de Osgood celebrando su día.
—¡Ah! ¡ah!—dijo Dunsey, volviendo la cabeza de lado y tratando de hablar con una vocecita aflautada—. Y la linda señorita Nancy estará allí, y bailaremos con ella, y le prometeremos no ser malo, y volveremos a entrar en favor y...
—Tened la lengua al hablar de la señorita Nancy, pedazo de tonto—dijo Godfrey rojo de cólera—, u os estrangulo.
—¿Para qué?—dijo Dunsey, siempre con tono afectado, pero tomando un látigo de sobre la mesa y golpeándose con el cabo en la palma de la mano—. Se os presenta una buena ocasión. Os aconsejo que entréis en sus gracias; eso ahorraría tiempo, si Molly llegara a beber una gota de láudano de más, y os dejara viudo. Poco le importaría a la señorita Nancy ser la segunda, si lo ignorara. Y vos tenéis un excelente hermano que guardará bien vuestro secreto, y vos seréis muy amable con él.
—Voy a deciros lo que pasa—dijo Godfrey trémulo y vuelto a ponerse pálido—. Mi paciencia está casi agotada. Si fuerais algo más vivo, sabríais que es posible llevar a un hombre demasiado lejos y hacerle tan fácil franquear este o aquel obstáculo. No estoy seguro de no encontrarme ya en este punto; yo puedo también revelarle todo al squire. Por lo menos, no me seguiréis molestando, si no consigo otra cosa. Y, al fin y al cabo, tendrá que saber la verdad. Ella me ha amenazado con venir a decírselo todo en persona. Por consiguiente, no os jactéis de que vuestro silencio valga el precio que se os ocurra asignarle. Me arrancáis mi dinero de tal modo que no me queda ninguno para apaciguar a esa mujer y un día cumplirá sus amenazas. Le diré todo a mi padre. En cuanto a vos, idos al diablo.
Dunsey se dio cuenta de que había ido más allá de lo que debía, y que había llegado a un extremo en que el propio Godfrey, el hombre irresoluto, era capaz de tomar una resolución. Sin embargo, dijo con indiferencia:
—Como queráis; pero ante todo, voy a beber un trago de cerveza.
Y después de haber llamado, se recostó en dos sillas y se puso a golpear la repisa de la ventana con el mango del látigo.
Godfrey había permanecido de pie, con la espalda vuelta al fuego, agitando los dedos con inquietud en medio del contenido de los bolsillos de su saco, y con la mirada fija en el suelo. Su alto cuerpo musculoso estaba lleno de coraje físico; sin embargo, no le sugería ninguna decisión cuando los peligros que había que afrontar no consistían en acogotar a alguien. Su irresolución natural y su cobardía moral eran exageradas por una situación cuyas consecuencias temibles parecían hacer presión de todos lados con la misma fuerza.
Su irritación lo hubiera llevado en seguida a desafiar a Dunstan, y a anticiparse a todas las denuncias, si las miserias que le acarrearía el proceder así no le hubieran parecido más insoportables que el mal actual. Los resultados de una confesión no eran dudosos, eran seguros, mientras que la denuncia permanecía incierta.
De aquella incertidumbre, considerada de cerca, cayó en la duda y en la irresolución con un sentimiento de reposo. El hijo desheredado de un pequeño squire, igualmente poco dispuesto a trabajar la tierra y a mendigar, se sentía casi tan impotente como un árbol desarraigado que, favorecido por el suelo y la atmósfera, se habría desarrollado considerablemente en el propio sitio en que antes sólo era un retoño. Quizá hubiera llegado a considerar con cierta alegría el tener que labrar la tierra, si le fuera dable obtener a Nancy Lammeter a ese precio. Pero, puesto que tenía que perderla sin remedio, hiciera lo que hiciera, y la herencia también, puesto que tenía que romper todo vínculo, menos el que lo desagradaba y le quitaba todo motivo para reformarse, no podía imaginar que le quedara, después de la confesión de su falta, otro porvenir más que enrolarse como voluntario. Esa era la determinación más desesperada, después del suicidio, ante los ojos de las familias honorables.
¡No! Más valía para él fiarse al azar que a su propia resolución; más valía seguir sentado al festín, bebiendo el vino que le agradaba, aun con la espada suspendida sobre la cabeza y el terror en el corazón, antes que precipitarse en las tinieblas en que todo placer quedaría perdido para siempre. La última concesión que pudo hacerle a Dunstan a propósito del caballo, comenzó a parecerle fácil al lado del cumplimiento de la amenaza de su hermano. Sin embargo, su orgullo no le consintió que reanudara la conversación sin continuar la disputa. Dunstan lo esperaba y bebía la cerveza a sorbos más pequeños que de costumbre.
—Es muy propio de vos—exclamó Godfrey con acento amargo—el hablar con tanta indiferencia de la venta de Relámpago, la última cosa que me sea lícito llamar mía, y el más lindo animal que he tenido en mi vida. Si tuvieseis un asomo de orgullo, os daría vergüenza ver vacías nuestras caballerizas y que todo el mundo se burle de ello. Pero tengo la convicción de que venderíais vuestra propia persona aunque sólo fuera por tener el placer de hacerle sentir a alguien que ha hecho un mal negocio.
—Sí—dijo Dunstan con mucha calma—, me estáis haciendo justicia, a lo que veo. Vos sabéis que soy una perla cuando se trata de engatusar a las gentes para realizar un negocio. Es por esta razón que os aconsejo que me dejéis a mí el encargo de vender a Relámpago. Lo montaré mañana en la cacería, reemplazándoos, con mucho gusto. No tendré tanta apostura como vos en la silla, pero se admirará más al caballo que al jinete.
—Sí, eso es... ¡Confiaros mi caballo!
—Como gustéis—dijo Dunstan poniéndose a golpear otra vez el antepecho de la ventana, con aire del todo indiferente—. Sois vos mismo quien debe devolver el dinero a Fowler; eso no es cuenta mía. Vos recibisteis ese dinero cuando fuisteis a Bramcote, y fuisteis vos mismo quien le dijo al squire que no os habían pagado esa suma. Yo no tengo nada que ver con eso; vos tuvisteis la bondad de darme ese dinero, dejad eso quieto, a mí me es indiferente. Yo sólo trataba de serviros vendiendo el caballo, sabía que mañana no es cómodo ir tan lejos.
Godfrey permaneció en silencio durante un rato. Quería arrojarse sobre Dunstan, arrancarle el látigo de la mano, darle de azotes hasta ponerlo a dos dedos de la muerte, y ningún temor corporal lo hubiera detenido, si otra suerte de miedo, alimentado por sentimientos que podían más que su ira, no hubieran dominado su voluntad. Cuando volvió a hablar fue en tono casi conciliador.
—Bueno, no tenéis en la cabeza ninguna locura respecto del caballo, ¿eh? ¿Lo venderéis bien lealmente y me entregaréis el precio? De otro modo, ya lo sabéis, todo se lo llevará el diablo, porque no tengo otra tabla de salvación. Os agradará menos el desplomarme la casa encima, sabiendo que también os apretará a vos.
—Sí, sí, muy bien—dijo Dunstan, poniéndose de pie—.Estaba cierto de que acabaríais por mostraros razonable. Yo soy hombre capaz de hacerle tragar el anzuelo al viejo Bryce. Voy a conseguiros ciento veinte libras esterlinas por vuestro caballo, tan fácilmente como conseguiría un penique.
—Pero quizás lluevan chispas como llovió ayer; en tal caso no podréis ir a la cacería—dijo Godfrey, sin darse cuenta de si deseaba o no que surgiera ese impedimento.
—¡Llover!—exclamó Dunstan—, nada de eso, siempre he tenido suerte con el tiempo. Llovería, sin duda, si pensarais ir vos. Jamás tenéis triunfos en vuestros juegos, bien lo sabéis, porque yo los tengo todos. Vos ponéis la belleza y yo la muerte, de manera que tenéis que guardarme a vuestro lado como «porte-bonheur». ¡Bah! jamás haréis nada bueno sin mí.
—¡Que el diablo os confunda! Tened la lengua—dijo Godfrey impetuosamente—. No vayáis a emborracharos mañana; de otro modo podríais salir por las orejas al volver a casa y estropear a Relámpago.
—Tranquilizad vuestro corazón sensible—dijo Dunstan—. Jamás me habéis sorprendido bebiendo doble cuando tengo que hacer un trato; eso me echaría a perder la diversión. Por otra parte, cada vez que caigo, estoy seguro de caer parado.
Dicho esto, Dunstan salió haciendo golpear la puerta.
Dejó a Godfrey entregado a hacer amargas reflexiones sobre su situación personal, que se sucedían entonces de un día para el otro, cuando no estaba excitado por el sport, la bebida, los naipes, o por el placer más raro, pero menos susceptible de ser olvidado, de ver a la señorita Nancy Lammeter.
Los sufrimientos sutiles y variados, que nacen de la sensibilidad más delicada que acompaña a una cultura elevada, son quizás menos dignos de lástima que esa hosca privación de alegrías y de consuelos intelectuales, que obliga a los espíritus más groseros a permanecer constantemente frente a frente con su pesar y su descontento.
La vida de aquellos rústicos antepasados, que nos sentimos inclinados a considerar personajes prosaicos—de esos hombres cuya sola ocupación era cabalgar alrededor de sus propiedades, que se iban volviendo cada vez más pesados sobre sus monturas y pasaban el resto de sus días satisfaciendo de un modo despreocupado sus sentidos embotados por la monotonía—, su vida, digo, tenía, sin embargo, algo de patética.
Las calamidades los herían a ellos también y sus primeros errores les acarreaban duras consecuencias. Quizás un amor por una dulce joven, imagen de pureza, de orden y de tranquilidad, había abierto sus miradas ante la visión de una existencia en que los días no hubieran parecido demasiado largos, aun sin los excesos de la intemperancia. Pero la doncella había desaparecido y la visión se había disipado. Entonces, ¿qué les restaba, sobre todo si se habían vuelto demasiado pesados para la caza, a caballo, o para cargar un fusil a través de los surcos? Nada, si no es beber y alegrarse, o beber e irritarse, con tal de que no fueran esclavos de la vanidad, y pudieran repetir largamente, con caluroso énfasis, las cosas que ya habían contado muchas veces durante el año.
Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento. Habían sido heridos por las cañas en que se apoyaban, o bien, sin reflexionar, habían metido sus miembros en cepos de los que nadie podía libertarles.
En esas tristes circunstancias, comunes a todos nosotros, era imposible que el pensamiento de esos hombres no encontrara algún sitio de reposo, fuera del círculo continuamente trillado de su historia insignificante.
Tal era, por lo menos, la condición de Godfrey Cass, al cumplir los veintiséis años. Un movimiento de remordimientos, secundado por esas pequeñas influencias indefinibles que todas las relaciones personales ejercen sobre una naturaleza flexible, lo había impulsado a contraer un matrimonio secreto, que era un estigma en su existencia. Era una fea historia de pasión vulgar, de ilusión y de desilusión, que no hay para qué sacar de la celda secreta de los recuerdos amargos de Godfrey.
Este sabía desde hacía tiempo que le había sido debida en parte a un lazo que le tendió Dunstan, quien había visto en aquel casamiento degradante de su hermano el medio de satisfacer a su vez su odio celoso y su codicia. Y si Godfrey hubiera podido considerarse simplemente como una víctima, la irritación que le causaba el freno de hierro que el destino le había puesto en la boca, le hubiera sido menos insoportable.
Si las maldiciones que pronunciaba a media voz, cuando estaba sólo, no hubiesen tenido otro objeto que la treta diabólica de Dunstan, le hubiera sido posible tener menos espanto a las consencuecias de su confesión. Pero le restaba otra cosa que maldecir: su locura y sus vicios personales, que ahora le parecían insensatos y tan inexplicables como lo son casi todas nuestras locuras y nuestros vicios, cuando la causa que los ha provocado ha desaparecido desde hace largo tiempo.
Durante cuatro años había pensado en Nancy Lammeter, y la había buscado, con un culto secreto y paciente, como a una mujer que lo hacía soñar alegremente en el porvenir. Ella sería su esposa, y que su hogar fuera encantador, más encantador que el del squire en sus mejores días, y le sería fácil, cuando ella estuviera siempre junto a él, hacer a un lado aquellas estúpidas costumbres que no eran placeres, sino sólo una manera febricitante de engañar la ociosidad.
Godfrey, cuyos gustos eran esencialmente domésticos, había sido criado en una casa cuyo hogar no tenía sonrisas, y en la que los hábitos cotidianos no eran rígidos por la presencia del orden interior. Su carácter fácil le había hecho adoptar sin resistencia el género de vida de su familia, pero el deseo de algún afecto tierno y duradero, el deseo ardiente de soportar alguna influencia que le facilitara la procura del bienestar que prefería, hacían ante sus ojos que la limpieza, la pureza, el buen orden y la liberalidad de la casa Lammeter—iluminada por la sonrisa de Nancy—fuesen iguales a esas horas frescas y brillantes de la mañana, en que las tentaciones dormitan, y sólo se oye la voz del ángel bueno que invita al trabajo, a la sobriedad y a la paz.
Y, sin embargo, la esperanza de ese paraíso no había bastado para salvarlo de los extravíos que lo excluían siempre. En vez de apretar con mano firme el sólido cordón de seda, por medio del cual Nancy lo hubiera llevado sano y salvo a las rientes riberas en que la marcha es fácil y segura, se había dejado llevar hacia atrás en medio del fango y del lodo, y allí, era inútil debatirse. Se había creado vínculos que le vedaban todo móvil saludable de reacción y que lo exasperaban sin cesar.
Sin embargo, había una situación peor aún; la que le esperaba cuando el vil secreto se descubriera; así es que el deseo que siempre triunfaba en él de todos los demás, era alejar al desgraciado día en que tendría que soportar las consecuencias del resentimiento violento de su padre por la herida causada al orgullo de su familia, en la que tendría que renunciar quizás a aquel bienestar y a aquella dignidad hereditaria que, al fin y al cabo, era una razón para vivir, llevando consigo la incertidumbre de que estaba proscripto para siempre de la vista y de la estima de Nancy Lammeter.
Cuanto más se prolongara el plazo, mayor era la probabilidad de verse libre, por lo menos, de algunas de las consecuencias odiosas a que había librado su ser—más ocasiones le quedaban de gozar el extraño placer de ver a Nancy y de recoger las débiles muestras de un resto de afecto por él. Era impulsado hacia ese placer por accesos, y frecuentemente, después de haber pasado semanas enteras evitando a la joven; cuando la veía a lo lejos como un ángel de alas brillantes—premio radioso cuya vista lo excitaba a precipitarse hacia adelante—, sentía más que nunca el peso de sus crueles cadenas.
Uno de esos accesos lo poseía en aquel momento, y el ardor de su pasión hubiera bastado para que confiara Relámpago a Dunstan antes que defraudar aquel deseo, si otra razón más no hubiera para que tomara parte en la cacería del día siguiente. Esa razón dependía de la circunstancia de que la cita debía tener lugar cerca de Batterley, aldea en que vivía su desgraciada esposa, cuya imagen se le hacía cada vez más odiosa. Para la imaginación de Godfrey aquella mujer vagaba por todos los alrededores. El yugo que un hombre se crea con sus malas acciones, engendra el odio en las mayores naturalezas, y el alegre y afectuoso Godfrey Cass se agriaba rápidamente. Crueles tentaciones lo asediaban, pareciendo entrar y salir en su corazón como demonios que habían encontrado en él alojamiento preparado.
¿Qué iba a hacer aquella tarde para pasar el tiempo? Al fin y al cabo, ¿por qué no iría a la taberna del Arco Iris para ver qué se decía de la riña de gallos? Todo el mundo iba allí, y, ¿en qué otra cosa podía pasar el rato, bien que a él no le preocuparía nada aquella diversión? La pequeña galga negra, que se había parado frente a él y lo había mirado fijamente durante un buen rato, se impacientó y saltó a las rodillas de su amo para recibir la caricia acostumbrada. Pero Godfrey la rechazó sin mirarla y salió de la pieza. La perra lo siguió humildemente y sin rencor, quizá porque no tenía otra cosa en perspectiva.
Había otros terratenientes en la parroquia, pero él era el único honrado con el título de squire; porque bien que la familia del señor Osgood fuera considerada también como de origen inmemorial—no habiéndose atrevido nunca los habitantes de Raveloe a remontarse hasta el vacío espantoso en que los Osgood no existían—, sin embargo, no hacía más que poseer la granja que ocupaba, mientras que el squire Cass tenía uno o dos arrendatarios que se quejaban a él de los perjuicios que les causaban las liebres como si hubiese sido un señor.
Se estaba todavía en ese período glorioso de la guerra, considerada como un favor especial acordado por la Providencia a los propietarios territoriales. Entonces, los precios de los frutos no habían bajado tanto como para precipitar a la raza de los pequeños squires y de los arrendatarios en el camino de la ruina, hacia el cual sus hábitos de prodigalidad y la mala explotación de sus tierras los arrastraban rápidamente.
Al decir esto aludo a la aldea de Raveloe y a las parroquias que se le parecían, porque la vida de nuestros antiguos campesinos presentaba aspectos diferentes. Así ocurre con toda existencia que se ha esparcido sobre una superficie variada, en la que soplan en direcciones diversas una multitud de corrientes—desde los vientos del cielo hasta los pensamientos de los hombres—que se mueven y se cruzan eternamente, produciendo resultados incalculables.
Raveloe estaba situado en una hondonada, en medio de los árboles espesos y de caminos surcados por huellas, lejos de las corrientes de la actividad industrial y del fervor puritano; los ricos comían y bebían a sus anchas, aceptando la gota y la apoplejía como cosas que se trasmitían misteriosamente en las familias honorables, y los pobres pensaban que los ricos estaban en su pleno derecho de llevar alegre vida.
Por otra parte, los festines de éstos daban por resultado multiplicar las sobras, que eran la herencia de los primeros. Betti Jay sentía el olor de la cocción de los jamones del squire, pero el fuerte deseo que sentía de comerlos era calmado por el jugo untuoso en que se los hacía hervir; y cuando las estaciones traían la época de las grandes reuniones alegres, todo el mundo las consideraba como un excelente regalo para los pobres.
En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.
Las damas que, habiendo empaquetado sus mejores vestidos y tocados en cartones, se arriesgaban a vadear los arroyos en tiempos de lluvia y nieve, sentadas a la turca sobre cojines y llevando su preciosa carga—cuando no se sabía hasta dónde llegaría el agua—, no es de suponer que contaran con que les esperaba un placer efímero.
Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación—época en que había poco trabajo y las horas parecían largas—varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos. Allí encontraban lomos y jamones intactos, pasteles de cerdo que acababan de salir del horno y manteca fresca recién hilada; en fin, todo lo que el apetito de gentes ociosas podía desear, y de mejor calidad, quizá, que en casa del squire Cass, aunque la abundancia no fuera mayor. Porque la mujer del squire había muerto hacía tiempo, y la Casa Roja se veía privada de la esposa y de la madre, cuya presencia es la fuente saludable del amor y del temor que deben reinar en la familia y entre los servidores.
Esto contribuía no sólo a explicar por qué, en los días de fiesta, la profusión de provisiones superaba a la calidad, sino también por qué el orgulloso squire condescendía con tanta frecuencia a presidir en el gabinete particular de la taberna del Arco Iris, antes que a la sombra de los negros artesonados de su salón; así como quizá que sus hijos se condujeran bastante mal.
Raveloe no era un sitio en que la censura de las costumbres fuera severa; sin embargo, se miraba como una debilidad del squire que hubiera conservado a todos sus hijos ociosos en la casa; y, bien que debe concederse cierta licencia a los hijos de los padres que tienen medios, las gentes meneaban la cabeza al ver la vida que llevaba el menor, Dunstan, generalmente llamado Dunsey Cass, cuyas aficiones por la copa y las apuestas podían volverse algo más serio que un pasatiempo juvenil.
Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey—un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed—, con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.
En cambio sería una gran lástima que el señor Godfrey, el mayor, guapo mozo de fisonomía franca y de buen carácter, que un día heredaría las propiedades, se pusiera a seguir el mismo camino que el hermano, como había parecido hacía poco. Si seguía de aquel modo, la señorita Nancy Lammeter acabaría por romper con él; porque se sabía muy bien que ella le trataba con mucha reserva desde la pascua de Pentecostés del año precedente, época en que había hablado mucho, porque Godfrey había pasado varios días sin volver a su casa.
Pasaba algo que no estaba bien, algo que no era común, era evidente, porque el señor Godfrey estaba lejos de tener el color fresco y la fisonomía abierta de antes.
En cierto momento todo el mundo decía: «¡Qué hermosa pareja harían él y la señorita Nancy!», y si ella llegara a ser la señora de la Casa Roja, iba a haber un buen cambio, porque los Lammeter estaban criados de modo que no podían soportar que se malgastara una pizca de sal. Sin embargo, todas las gentes de su casa obtenían lo que había de mejor, cada cual según su rango. Con una nuera así, el viejo squire realizaría economías, aun cuando no aportara un penique de dote; porque era de temer que, a pesar de sus rentas, el squire Cass tuviera más agujeros en el bolsillo que aquel por donde metía la mano. Pero si el señor Godfrey no cambiaba de conducta, podía decirle «adiós» a la señorita Nancy Lammeter.
Era ese Godfrey, que antes daba tantas esperanzas, el que estaba con las manos en los bolsillos de su saco y la espalda vuelta al juego, en el salón de obscuro artesonado, un día de noviembre de este decimoquinto año de la residencia de Silas Marner en Raveloe. La luz gris y mortecina iluminaba débilmente las paredes adornadas de fusiles, de látigos y de colas de zorro; los abrigos y los sombreros arrojados sobre las sillas; los jarros de plata que exhalaban un olor de cerveza aventada; el fuego medio apagado, y las pipas colocadas en los ángulos de las chimeneas; signos de una vida doméstica desprovista de todo encanto superior, con que la expresión de sombrío fastidio del rostro rubio de Godfrey estaba en triste armonía. Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo.
La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey. Al verlo, el rostro de Godfrey perdió parte de su aspecto sombrío para tomar la expresión más activa del odio. El hermoso galgo negro que estaba acostado frente a la chimenea se retiró a un rincón, bajo una silla.
—¿Qué tal, maese Godfrey, qué me queréis?—dijo Dunsey en tono burlón—. Sois mi hermano mayor y mi superior; tenía, pues, que venir, puesto que me habéis hecho llamar.
—Pues bien; voy a deciros lo que quiero, pero antes sacudíos la borrachera, y escuchad, si os place—dijo Godfrey con acento furioso; el mismo había bebido más de la cuenta, a fin de convertir su tristeza en cólera ciega—. Quiero deciros que es preciso que le entregue al squire ese arriendo de Fowler, o que le advierta que os lo he dado; porque amenaza con el embargo, y todo se descubrirá, que yo lo informe o no. Acaba de declarar que le iba a encargar a Cox que procediera si Fowler no venía a pagar lo atrasado esta semana. El squire está sin dinero y está de un humor como para no soportar tonterías. Ya sabéis con qué os ha amenazado si os sorprendía otra vez despilfarrando su dinero. De modo que tratad de buscar esa suma, y lo más pronto posible, ¿habéis oído?
—¡Oh!—dijo Dunsey, riendo sardónicamente, mientras se acercaba a su hermano mirándole a la cara—, supongamos que vos mismo os proporcionarais el dinero, para evitarme esa molestia, ¿qué os parece? Puesto que fuisteis lo bastante bueno para entregármelo, no me neguéis la amabilidad de devolverlo en mi lugar; ya sabéis que fue por amor fraternal que procedisteis así.
Godfrey se mordió los labios y apretó los puños.
—No os acerquéis mirándome de ese modo, porque os aplasto.
—¡Oh! no, seríais incapaz de hacer eso—dijo Dunsey, girando sin embargo sobre los talones para alejarse—; bien sabéis que soy muy buen hermano. Podría haceros arrojar de casa y de la familia, y haceros desheredar cuando quisiera. Sí, yo le contaré al squire cómo se casó su hijo mayor con la linda Molly Tarren, y cuán desgraciada ha sido, pero que no ha podido vivir con esa esposa borracha; me deslizaría en vuestro lugar lo más cómodamente posible. Pero ya lo veis, me callo; soy tan conciliador y tan bueno. Estoy seguro de que lo haréis todo por mí. Estoy seguro de que os proporcionaréis por mí esas cien libras esterlinas.
—¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero?—dijo Godfrey, trémulo de rabia—. No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.
—Poco importa—dijo Dunsey inclinando la cabeza hacia un costado, mientras que miraba por la ventana—. Me sería muy agradable partir en vuestra compañía; sois un hermano tan guapo, y siempre nos ha agradado tanto disputarnos; no sabría qué hacer sin vos. Pero preferís que los dos nos quedemos en casa, ya lo sé. De manera que os arreglaréis de modo de conseguir esa pequeña suma de dinero, y voy a deciros hasta la vista, bien que deplore dejaros.
Dunstan se marchaba, pero Godfrey se precipitó tras él y lo tomó del brazo, diciendo con un juramento:
—Os digo que no tengo dinero... que no puedo procurarme dinero.
—Pedidle prestado al viejo Kimble.
—Os digo que no quiere prestarme más y que no lo pediré.
—Bueno, entonces vended a Relámpago.
—Sí, eso es fácil decirlo. Necesito el dinero inmediatamente.
—Pues bien, no tenéis más que montarlo en la cacería de mañana. Bryce y Keating estarán seguramente. Os harán más de una oferta.
—Eso es, y volveré a casa a las ocho de la noche, salpicado de barro hasta las narices. Voy al baile que da la señora de Osgood celebrando su día.
—¡Ah! ¡ah!—dijo Dunsey, volviendo la cabeza de lado y tratando de hablar con una vocecita aflautada—. Y la linda señorita Nancy estará allí, y bailaremos con ella, y le prometeremos no ser malo, y volveremos a entrar en favor y...
—Tened la lengua al hablar de la señorita Nancy, pedazo de tonto—dijo Godfrey rojo de cólera—, u os estrangulo.
—¿Para qué?—dijo Dunsey, siempre con tono afectado, pero tomando un látigo de sobre la mesa y golpeándose con el cabo en la palma de la mano—. Se os presenta una buena ocasión. Os aconsejo que entréis en sus gracias; eso ahorraría tiempo, si Molly llegara a beber una gota de láudano de más, y os dejara viudo. Poco le importaría a la señorita Nancy ser la segunda, si lo ignorara. Y vos tenéis un excelente hermano que guardará bien vuestro secreto, y vos seréis muy amable con él.
—Voy a deciros lo que pasa—dijo Godfrey trémulo y vuelto a ponerse pálido—. Mi paciencia está casi agotada. Si fuerais algo más vivo, sabríais que es posible llevar a un hombre demasiado lejos y hacerle tan fácil franquear este o aquel obstáculo. No estoy seguro de no encontrarme ya en este punto; yo puedo también revelarle todo al squire. Por lo menos, no me seguiréis molestando, si no consigo otra cosa. Y, al fin y al cabo, tendrá que saber la verdad. Ella me ha amenazado con venir a decírselo todo en persona. Por consiguiente, no os jactéis de que vuestro silencio valga el precio que se os ocurra asignarle. Me arrancáis mi dinero de tal modo que no me queda ninguno para apaciguar a esa mujer y un día cumplirá sus amenazas. Le diré todo a mi padre. En cuanto a vos, idos al diablo.
Dunsey se dio cuenta de que había ido más allá de lo que debía, y que había llegado a un extremo en que el propio Godfrey, el hombre irresoluto, era capaz de tomar una resolución. Sin embargo, dijo con indiferencia:
—Como queráis; pero ante todo, voy a beber un trago de cerveza.
Y después de haber llamado, se recostó en dos sillas y se puso a golpear la repisa de la ventana con el mango del látigo.
Godfrey había permanecido de pie, con la espalda vuelta al fuego, agitando los dedos con inquietud en medio del contenido de los bolsillos de su saco, y con la mirada fija en el suelo. Su alto cuerpo musculoso estaba lleno de coraje físico; sin embargo, no le sugería ninguna decisión cuando los peligros que había que afrontar no consistían en acogotar a alguien. Su irresolución natural y su cobardía moral eran exageradas por una situación cuyas consecuencias temibles parecían hacer presión de todos lados con la misma fuerza.
Su irritación lo hubiera llevado en seguida a desafiar a Dunstan, y a anticiparse a todas las denuncias, si las miserias que le acarrearía el proceder así no le hubieran parecido más insoportables que el mal actual. Los resultados de una confesión no eran dudosos, eran seguros, mientras que la denuncia permanecía incierta.
De aquella incertidumbre, considerada de cerca, cayó en la duda y en la irresolución con un sentimiento de reposo. El hijo desheredado de un pequeño squire, igualmente poco dispuesto a trabajar la tierra y a mendigar, se sentía casi tan impotente como un árbol desarraigado que, favorecido por el suelo y la atmósfera, se habría desarrollado considerablemente en el propio sitio en que antes sólo era un retoño. Quizá hubiera llegado a considerar con cierta alegría el tener que labrar la tierra, si le fuera dable obtener a Nancy Lammeter a ese precio. Pero, puesto que tenía que perderla sin remedio, hiciera lo que hiciera, y la herencia también, puesto que tenía que romper todo vínculo, menos el que lo desagradaba y le quitaba todo motivo para reformarse, no podía imaginar que le quedara, después de la confesión de su falta, otro porvenir más que enrolarse como voluntario. Esa era la determinación más desesperada, después del suicidio, ante los ojos de las familias honorables.
¡No! Más valía para él fiarse al azar que a su propia resolución; más valía seguir sentado al festín, bebiendo el vino que le agradaba, aun con la espada suspendida sobre la cabeza y el terror en el corazón, antes que precipitarse en las tinieblas en que todo placer quedaría perdido para siempre. La última concesión que pudo hacerle a Dunstan a propósito del caballo, comenzó a parecerle fácil al lado del cumplimiento de la amenaza de su hermano. Sin embargo, su orgullo no le consintió que reanudara la conversación sin continuar la disputa. Dunstan lo esperaba y bebía la cerveza a sorbos más pequeños que de costumbre.
—Es muy propio de vos—exclamó Godfrey con acento amargo—el hablar con tanta indiferencia de la venta de Relámpago, la última cosa que me sea lícito llamar mía, y el más lindo animal que he tenido en mi vida. Si tuvieseis un asomo de orgullo, os daría vergüenza ver vacías nuestras caballerizas y que todo el mundo se burle de ello. Pero tengo la convicción de que venderíais vuestra propia persona aunque sólo fuera por tener el placer de hacerle sentir a alguien que ha hecho un mal negocio.
—Sí—dijo Dunstan con mucha calma—, me estáis haciendo justicia, a lo que veo. Vos sabéis que soy una perla cuando se trata de engatusar a las gentes para realizar un negocio. Es por esta razón que os aconsejo que me dejéis a mí el encargo de vender a Relámpago. Lo montaré mañana en la cacería, reemplazándoos, con mucho gusto. No tendré tanta apostura como vos en la silla, pero se admirará más al caballo que al jinete.
—Sí, eso es... ¡Confiaros mi caballo!
—Como gustéis—dijo Dunstan poniéndose a golpear otra vez el antepecho de la ventana, con aire del todo indiferente—. Sois vos mismo quien debe devolver el dinero a Fowler; eso no es cuenta mía. Vos recibisteis ese dinero cuando fuisteis a Bramcote, y fuisteis vos mismo quien le dijo al squire que no os habían pagado esa suma. Yo no tengo nada que ver con eso; vos tuvisteis la bondad de darme ese dinero, dejad eso quieto, a mí me es indiferente. Yo sólo trataba de serviros vendiendo el caballo, sabía que mañana no es cómodo ir tan lejos.
Godfrey permaneció en silencio durante un rato. Quería arrojarse sobre Dunstan, arrancarle el látigo de la mano, darle de azotes hasta ponerlo a dos dedos de la muerte, y ningún temor corporal lo hubiera detenido, si otra suerte de miedo, alimentado por sentimientos que podían más que su ira, no hubieran dominado su voluntad. Cuando volvió a hablar fue en tono casi conciliador.
—Bueno, no tenéis en la cabeza ninguna locura respecto del caballo, ¿eh? ¿Lo venderéis bien lealmente y me entregaréis el precio? De otro modo, ya lo sabéis, todo se lo llevará el diablo, porque no tengo otra tabla de salvación. Os agradará menos el desplomarme la casa encima, sabiendo que también os apretará a vos.
—Sí, sí, muy bien—dijo Dunstan, poniéndose de pie—.Estaba cierto de que acabaríais por mostraros razonable. Yo soy hombre capaz de hacerle tragar el anzuelo al viejo Bryce. Voy a conseguiros ciento veinte libras esterlinas por vuestro caballo, tan fácilmente como conseguiría un penique.
—Pero quizás lluevan chispas como llovió ayer; en tal caso no podréis ir a la cacería—dijo Godfrey, sin darse cuenta de si deseaba o no que surgiera ese impedimento.
—¡Llover!—exclamó Dunstan—, nada de eso, siempre he tenido suerte con el tiempo. Llovería, sin duda, si pensarais ir vos. Jamás tenéis triunfos en vuestros juegos, bien lo sabéis, porque yo los tengo todos. Vos ponéis la belleza y yo la muerte, de manera que tenéis que guardarme a vuestro lado como «porte-bonheur». ¡Bah! jamás haréis nada bueno sin mí.
—¡Que el diablo os confunda! Tened la lengua—dijo Godfrey impetuosamente—. No vayáis a emborracharos mañana; de otro modo podríais salir por las orejas al volver a casa y estropear a Relámpago.
—Tranquilizad vuestro corazón sensible—dijo Dunstan—. Jamás me habéis sorprendido bebiendo doble cuando tengo que hacer un trato; eso me echaría a perder la diversión. Por otra parte, cada vez que caigo, estoy seguro de caer parado.
Dicho esto, Dunstan salió haciendo golpear la puerta.
Dejó a Godfrey entregado a hacer amargas reflexiones sobre su situación personal, que se sucedían entonces de un día para el otro, cuando no estaba excitado por el sport, la bebida, los naipes, o por el placer más raro, pero menos susceptible de ser olvidado, de ver a la señorita Nancy Lammeter.
Los sufrimientos sutiles y variados, que nacen de la sensibilidad más delicada que acompaña a una cultura elevada, son quizás menos dignos de lástima que esa hosca privación de alegrías y de consuelos intelectuales, que obliga a los espíritus más groseros a permanecer constantemente frente a frente con su pesar y su descontento.
La vida de aquellos rústicos antepasados, que nos sentimos inclinados a considerar personajes prosaicos—de esos hombres cuya sola ocupación era cabalgar alrededor de sus propiedades, que se iban volviendo cada vez más pesados sobre sus monturas y pasaban el resto de sus días satisfaciendo de un modo despreocupado sus sentidos embotados por la monotonía—, su vida, digo, tenía, sin embargo, algo de patética.
Las calamidades los herían a ellos también y sus primeros errores les acarreaban duras consecuencias. Quizás un amor por una dulce joven, imagen de pureza, de orden y de tranquilidad, había abierto sus miradas ante la visión de una existencia en que los días no hubieran parecido demasiado largos, aun sin los excesos de la intemperancia. Pero la doncella había desaparecido y la visión se había disipado. Entonces, ¿qué les restaba, sobre todo si se habían vuelto demasiado pesados para la caza, a caballo, o para cargar un fusil a través de los surcos? Nada, si no es beber y alegrarse, o beber e irritarse, con tal de que no fueran esclavos de la vanidad, y pudieran repetir largamente, con caluroso énfasis, las cosas que ya habían contado muchas veces durante el año.
Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento. Habían sido heridos por las cañas en que se apoyaban, o bien, sin reflexionar, habían metido sus miembros en cepos de los que nadie podía libertarles.
En esas tristes circunstancias, comunes a todos nosotros, era imposible que el pensamiento de esos hombres no encontrara algún sitio de reposo, fuera del círculo continuamente trillado de su historia insignificante.
Tal era, por lo menos, la condición de Godfrey Cass, al cumplir los veintiséis años. Un movimiento de remordimientos, secundado por esas pequeñas influencias indefinibles que todas las relaciones personales ejercen sobre una naturaleza flexible, lo había impulsado a contraer un matrimonio secreto, que era un estigma en su existencia. Era una fea historia de pasión vulgar, de ilusión y de desilusión, que no hay para qué sacar de la celda secreta de los recuerdos amargos de Godfrey.
Este sabía desde hacía tiempo que le había sido debida en parte a un lazo que le tendió Dunstan, quien había visto en aquel casamiento degradante de su hermano el medio de satisfacer a su vez su odio celoso y su codicia. Y si Godfrey hubiera podido considerarse simplemente como una víctima, la irritación que le causaba el freno de hierro que el destino le había puesto en la boca, le hubiera sido menos insoportable.
Si las maldiciones que pronunciaba a media voz, cuando estaba sólo, no hubiesen tenido otro objeto que la treta diabólica de Dunstan, le hubiera sido posible tener menos espanto a las consencuecias de su confesión. Pero le restaba otra cosa que maldecir: su locura y sus vicios personales, que ahora le parecían insensatos y tan inexplicables como lo son casi todas nuestras locuras y nuestros vicios, cuando la causa que los ha provocado ha desaparecido desde hace largo tiempo.
Durante cuatro años había pensado en Nancy Lammeter, y la había buscado, con un culto secreto y paciente, como a una mujer que lo hacía soñar alegremente en el porvenir. Ella sería su esposa, y que su hogar fuera encantador, más encantador que el del squire en sus mejores días, y le sería fácil, cuando ella estuviera siempre junto a él, hacer a un lado aquellas estúpidas costumbres que no eran placeres, sino sólo una manera febricitante de engañar la ociosidad.
Godfrey, cuyos gustos eran esencialmente domésticos, había sido criado en una casa cuyo hogar no tenía sonrisas, y en la que los hábitos cotidianos no eran rígidos por la presencia del orden interior. Su carácter fácil le había hecho adoptar sin resistencia el género de vida de su familia, pero el deseo de algún afecto tierno y duradero, el deseo ardiente de soportar alguna influencia que le facilitara la procura del bienestar que prefería, hacían ante sus ojos que la limpieza, la pureza, el buen orden y la liberalidad de la casa Lammeter—iluminada por la sonrisa de Nancy—fuesen iguales a esas horas frescas y brillantes de la mañana, en que las tentaciones dormitan, y sólo se oye la voz del ángel bueno que invita al trabajo, a la sobriedad y a la paz.
Y, sin embargo, la esperanza de ese paraíso no había bastado para salvarlo de los extravíos que lo excluían siempre. En vez de apretar con mano firme el sólido cordón de seda, por medio del cual Nancy lo hubiera llevado sano y salvo a las rientes riberas en que la marcha es fácil y segura, se había dejado llevar hacia atrás en medio del fango y del lodo, y allí, era inútil debatirse. Se había creado vínculos que le vedaban todo móvil saludable de reacción y que lo exasperaban sin cesar.
Sin embargo, había una situación peor aún; la que le esperaba cuando el vil secreto se descubriera; así es que el deseo que siempre triunfaba en él de todos los demás, era alejar al desgraciado día en que tendría que soportar las consecuencias del resentimiento violento de su padre por la herida causada al orgullo de su familia, en la que tendría que renunciar quizás a aquel bienestar y a aquella dignidad hereditaria que, al fin y al cabo, era una razón para vivir, llevando consigo la incertidumbre de que estaba proscripto para siempre de la vista y de la estima de Nancy Lammeter.
Cuanto más se prolongara el plazo, mayor era la probabilidad de verse libre, por lo menos, de algunas de las consecuencias odiosas a que había librado su ser—más ocasiones le quedaban de gozar el extraño placer de ver a Nancy y de recoger las débiles muestras de un resto de afecto por él. Era impulsado hacia ese placer por accesos, y frecuentemente, después de haber pasado semanas enteras evitando a la joven; cuando la veía a lo lejos como un ángel de alas brillantes—premio radioso cuya vista lo excitaba a precipitarse hacia adelante—, sentía más que nunca el peso de sus crueles cadenas.
Uno de esos accesos lo poseía en aquel momento, y el ardor de su pasión hubiera bastado para que confiara Relámpago a Dunstan antes que defraudar aquel deseo, si otra razón más no hubiera para que tomara parte en la cacería del día siguiente. Esa razón dependía de la circunstancia de que la cita debía tener lugar cerca de Batterley, aldea en que vivía su desgraciada esposa, cuya imagen se le hacía cada vez más odiosa. Para la imaginación de Godfrey aquella mujer vagaba por todos los alrededores. El yugo que un hombre se crea con sus malas acciones, engendra el odio en las mayores naturalezas, y el alegre y afectuoso Godfrey Cass se agriaba rápidamente. Crueles tentaciones lo asediaban, pareciendo entrar y salir en su corazón como demonios que habían encontrado en él alojamiento preparado.
¿Qué iba a hacer aquella tarde para pasar el tiempo? Al fin y al cabo, ¿por qué no iría a la taberna del Arco Iris para ver qué se decía de la riña de gallos? Todo el mundo iba allí, y, ¿en qué otra cosa podía pasar el rato, bien que a él no le preocuparía nada aquella diversión? La pequeña galga negra, que se había parado frente a él y lo había mirado fijamente durante un buen rato, se impacientó y saltó a las rodillas de su amo para recibir la caricia acostumbrada. Pero Godfrey la rechazó sin mirarla y salió de la pieza. La perra lo siguió humildemente y sin rencor, quizá porque no tenía otra cosa en perspectiva.
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