28 marzo 2008

Puente de Alcántara en Toledo

puente de Alcántara

Foto.: Mª Ángeles y Jesús

Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-2)

Es algunas veces difícil, aun a las personas cuya existencia ha sido amplificada por la instrucción, el mantener con firmeza sus opiniones sobre la vida, su fe en lo invisible, y el sentimiento que realmente les causaran las alegrías y los pesares del pasado, cuando son bruscamente trasladados a otro país.
Porque allí, las gentes que los rodean no saben nada a su respecto y no comparten ninguna de sus ideas; allí, además, la madre tierra, presenta otro seno, y la vida humana reviste otras formas que aquellas que alimentaron sus corazones.
Las almas arrancadas a su antigua fe y a sus antiguos afectos, han buscado quizá esa influencia del destierro, que, como el agua de Leteo, borra el pasado. Ella lo torna confuso, porque aquellos símbolos se han desvanecido, y también torna vago el presente, porque no lo sostiene ningún recuerdo. Pero, ni aun la experiencia de esas almas les permite figurarse claramente lo que sintió un simple tejedor como Silas Marner, cuando abandonó su pueblo y sus amigos para irse a establecer a Raveloe.
Nada más distinto de su ciudad natal, situada en una de las faldas de las colinas que se extendían a lo lejos, como aquella región baja y boscosa, en que los cercos y los árboles de follaje espeso la ocultaban a la vista del cielo.
Cuando se levantaba, en la tranquilidad profunda de la mañana, miraba afuera las zarzas cubiertas de rocío, y las matas vigorosas de hierbas; no veía nada que pudiese tener relación con aquella vida concentrada en el Patio de la Linterna, aquella vida que antes era el santuario de las altas dispensaciones en su favor. Los muros blanqueados; los pequeños bancos, en que las personas que se tenía costumbre de ver entraban evitando el roce de sus vestidos, y donde una primera vez bien conocida, y luego otra y otra, hacían su pequeña oración, cada una en su tono particular, pronunciando frases ocultas y familiares, como el amuleto llevado sobre el corazón; el púlpito en que se postran, inclinándose hacia un lado y otro, hojeando la Biblia según su costumbre, dispersaba una doctrina incontestada; hasta las pausas entre las estrofas del himno, mientras que se lo leía, y la elevación intermitente de la voz durante el canto; todo eso había sido para Marner el camino de las influencias divinas; era el alimento y el refugio de sus emociones religiosas, el cristianismo y el reino de Dios en la tierra.
Un tejedor que encuentra frases difíciles de comprender en su libro de himnos, no sabe nada de las abstracciones: es como el niño que nada sabe del amor maternal, y no conoce más que un rostro y un seno hacia los cuales tiende los brazos para buscar en ellos un refugio y alimento.
¿Y qué cosa podrá haber más distinta en aquel mundo del Patio de la Linterna que aquel mundo de Raveloe? Pastores que parecían vivir la ociosidad en medio de una abundancia descuidada; la gran iglesia rodeada de un vasto cementerio, y que los aldeanos miraban vagando delante de sus puertas durante los oficios; los cortijeros de rostro rubicundo, los unos caminando lentamente por las calles; los otros entrando a la taberna del Arco Iris, habitaciones en que los hombres cenaban copiosamente y dormían de noche a la luz del hogar, y donde, las mujeres parecían acopiar una provisión de ropa para la vida futura.
No había labios en Raveloe que pudieran dejar caer una palabra capaz de despertar la fe adormecida de Marner, y hacer experimentar una sensación de dolor.
En las primeras edades del mundo, como es sabido, se creía que cada territorio estaba habitado y gobernado por sus propias divinidades. Así es que un hombre que atravesara las alturas limítrofes, podía encontrarse fuera del alcance de los dioses de su país, cuya presencia estaba confinada en las corrientes de agua, en las colinas y en el seno de los sotos, en cuyo seno había vivido desde su nacimiento. Y el pobre Silas sentía algo que no carecía de parecido con los sentimientos de esos hombres primitivos, cuando, impulsado por el miedo o por su humor sombrío, huían de ese modo las miradas de una divinidad enemiga.
Le parecía que el poder en que había puesto en vano su confianza, en las calles de su ciudad y en las reuniones piadosas, se encontraba muy lejos de aquella tierra en que se había refugiado, en que los hombres vivían despreocupados, en la abundancia, sin saber nada y sin sentir la necesidad de aquella confianza que para él se había convertido en amargura. Las pocas luces que poseía esparcían sus rayos tan débilmente, que su creencia perdida formaba una niebla bastante espesa como para formar en su alma las tinieblas de la noche.
Su primer movimiento, después del choque, fue ponerse a trabajar. Después continuó en la labor sin remisión. Ahora ya no se preguntaba para qué había ido a Raveloe; tejía hasta altas horas de la noche para acabar la pieza de lienzo de mesa que le encargara la señora Osgood antes de la fecha prometida, sin pensar en el dinero que se le daría por su trabajo.
Parecía tejer como la araña, por instinto, sin reflexión. El trabajo que todo hombre prosigue con asiduidad, tiende, de ese modo, a volverse un fin por sí mismo, haciéndole salvar de este modo los vacíos sin atractivos de su existencia. La mano de Silas se complacía en manejar la lanzadera, y sus ojos se distraían al ver los pequeños cuadros del tejido completarse bajo sus esfuerzos.
Además, había que satisfacer las exigencias del hambre, y Silas, en su soledad, tenía que proporcionarse su desayuno, su almuerzo, y su comida, ir a buscar agua al pozo y poner la olla sobre el fuego. Todas esas necesidades imperiosas, junto con el trabajo en el telar, contribuían a reducir su vida a la actividad ciega de un insecto tejedor. Odiaba la idea del pasado, nada lo impulsaba a amar a los extraños en medio de los cuales vivía, o asociarse con ellos; y el porvenir sólo era tinieblas, porque ningún amor invisible pesaba en él. Sus pensamientos estaban detenidos por una perplejidad completa, ahora que su camino estrecho de antaño estaba cerrado, y sus efectos parecían haber sido aniquilados por el golpe que había lacerado sus fibras más sensibles.
Por fin, el lienzo de mesa de la señora Osgood fue terminado, y Silas recibió oro en pago. Su ganancia, en su ciudad natal, donde trabajaba para un mayorista, era menos que en Raveloe; se le pagaba por semana, y una gran parte de aquel salario hebdomadario se iba en obras de piedad y de caridad. Ahora, por primera vez en su vida, le habían puesto cinco hermosas guineas en la mano; nadie se proponía compartirlas con él, y él no quería lo bastante a ningún hombre para ofrecerle una parte. Pero, ¿qué valor tenían las guineas ante los ojos de Marner, que no veía más perspectiva que la de innumerables días de trabajo en su telar?
Era inútil que se hiciera esta pregunta, porque le era agradable recibirlas en el hueco de su mano y mirar sus efigies brillantes. Eran suyas por completo: constituían otro elemento de su existencia, análogo al trabajo y a la satisfacción del hombre, un elemento de naturaleza completamente extraño a la vida de creencia y de amor de que estaba privado.
El tejedor había conocido el contacto del dinero penosamente ganado, aun antes de que la palma de su mano se hubiera desarrollado por completo. Durante años, el dinero misterioso había sido para él un símbolo de los bienes terrenales y el objeto inmediato del trabajo.
Marner parecía estimarlo poco en los días en que cada penique tenía para él su destino; porque ese destino, lo amaba entonces. Pero ahora que todo objeto había desaparecido, aquel hábito de esperar el dinero y de recibirle con el sentimiento del esfuerzo cumplido, formaba un suelo bastante profundo para recibir las semillas del deseo; así fue que Silas, al volver a su casa a través de los campos, durante el crepúsculo, sacó el dinero de su bolsillo y le pareció que brillaba más en la obscuridad creciente.
Por esta época se produjo un incidente que pareció hacer posibles las relaciones amistosas entre él y sus vecinos. Un día que llevaba a remendar un par de zapatos, vio a la mujer del zapatero sentada junto al fuego, presa de los síntomas terribles de una enfermedad al corazón y de la hidropesía, síntomas que Silas había observado en su propia madre, y que habían sido los anunciadores de su muerte.
Aquella vista y aquel recuerdo le inspiraron un arranque de piedad. Recordó el alivio que la enferma había sentido tomando una preparación sencilla de digital, le prometió a Sally Oates que le llevaría algo que le haría bien, puesto que las medicinas del doctor no la mejoraban. Al hacer aquel acto de caridad, Silas sintió por primera vez, desde su llegada a Raveloe, un sentimiento que, al unir su vida presente a su vida pasada, hubiera podido comenzar a librarlo de aquella especie de existencia de insecto, en que su naturaleza había degenerado.
Entretanto, la enfermedad de Sally Oates lo había elevado al rango de un personaje muy interesante, muy importante en el vecindario, y el hecho de que había mejorado bebiendo la droga de Silas, se volvió un tema general de conversación. Cuando el doctor Kimble recetaba una medicina, era natural que produjera su efecto; pero cuando un tejedor, que venía no se sabe de dónde, hacía maravillas con un frasco de agua parda, el carácter oculto del procedimiento se volvía evidente. No se había visto nada parecido desde la muerte de la bruja de Tarley, y ésta lo mismo se servía de drogas que de hechizos. Todos iban a verla cuando los niños tenían convulsiones. Silas Marner debía ser una persona como ella; porque, ¿cómo sabía lo que le devolvería la respiración a Sally Oates, si no poseía algo más que eso? La bruja conocía palabras que murmuraba muy despacio, de modo que no se le podía oír nada. Si al mismo tiempo ataba un hilo encarnado alrededor del dedo gordo del pie del niño, éste quedaba libre de la hidropesía del cerebro. Había además en Raveloe unas mujeres que habían usado unas almohadillas de la bruja, atadas al cuello, lo que dio por resultado que nunca tuvieran un hijo idiota como el de Ana Coulter. Silas Marner era probablemente capaz de hacer otro tanto, y aun más; ahora se veía muy bien por qué había venido de un país desconocido, y por qué tenía una fisonomía tan rara. Pero era preciso que Sally Oates no se lo fuera a decir al señor Kimble, porque el doctor no tomaría a bien lo que había hecho Marner. Siempre estaba irritado contra la bruja, y amenazaba a los que iban a consultarle con no volverlos a asistir.
Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos.
Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.
Silas hubiera podido hacer un proficuo comercio con sus hechizos supuestos y su pequeña lista de drogas; pero el dinero ganado de ese modo no le tentaba.
Nunca había tenido malas inclinaciones, y con irritación creciente, despedía a las gentes unas tras otras, porque la noticia de que era brujo se había esparcido hasta Tarley; así es que transcurrió mucho tiempo antes de que se dejara de hacer largos trayectos con el objeto de pedirle ayuda.
Entonces, la esperanza en su poder oculto se convirtió en temor. No se le creía absolutamente cuando afirmaba que no conocía hechizos, y que no podía hacer curas, y toda persona, hombre o mujer, que tenía un ataque o le ocurría un accidente después de haberse dirigido a él, atribuía aquella desgracia a las miradas irritadas de maese Marner. De modo que aquel movimiento de piedad por Sally Oates, que le había inspirado un sentimiento efímero de fraternidad, aumentó la repulsión que existía entre él y sus vecinos, volviendo más completo su aislamiento.
Poco a poco las guineas, las coronas y las medias coronas se fueron amontonando, y Marner fue sacando cada vez menos para sus necesidades, tratando de resolver el problema de conservar bastantes fuerzas para trabajar diez y seis horas diarias, gastando lo menos posible. ¿No hay hombres que, encerrados en la soledad de una cárcel, han encontrado alguna distracción en marcar el curso del tiempo en las paredes, trazando líneas rectas de cierto largo, hasta que el aumento de esas líneas, formando triángulos, se volviera en ellas un objeto predominante? ¿No engañamos las horas de ocio o las impaciencias de la espera repitiendo algún movimiento o algún sonido insignificante hasta que esa repetición crea en nosotros una necesidad, que es el origen de un hábito?
Eso nos ayudará a comprender cómo la costumbre de juntar dinero se vuelve una pasión absorbente en aquellos hombres, cuya imaginación no les muestra más objetivo que su tesoro cuando empiezan a aglomerarlo.
Marner deseaba ver las pilas de a diez formar un cuadrado, luego un cuadrado más grande; y cada guinea agregada, siendo en sí misma una satisfacción creaba un nuevo deseo. En este extraño mundo, que se había vuelto para él un enigma indescifrable, hubiera podido, si hubiera tenido una naturaleza menos ardiente, sentarse frente a su bastidor y trabajar sin tregua, pensando en la realización de su propósito y de su tela, hasta olvidar el enigma y todo lo demás, excepto, las sensaciones del momento; pero el dinero había venido a dividir su trabajo en períodos, y no solamente aquel dinero aumentaba, sino que se quedaba con él. Comenzó a creer que el metal, lo mismo que el telar, tenía conciencia de su poseedor, y por nada hubiera querido cambiar esas monedas, que se habían vuelto sus íntimas, por otras de efigies desconocidas.
Las apilaba, las contaba, hasta que su forma y su color produjeran en él efecto agradable del aplacamiento de la sed. Sin embargo, sólo era por la noche, cuando había concluido su trabajo, que las sacaba para gozar de su compañía.
Había sacado unos ladrillos del suelo, debajo del telar, y había hecho un agujero en el que colocó la olla de hierro que contenía las guineas y las monedas de plata. Cubría los ladrillos con arena siempre que los volvía a colocar en su sitio.
No era que la idea del robo se presentara a menudo o claramente a su espíritu. En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción. Y, ¿cómo hubiera podido gastar el dinero en su aldea sin traicionarse? Se hubieran visto obligados a fugarse, resolución tan ciega y tan temeraria como la de viajar en globo.
Así, año tras año, Silas Marner había vivido en aquella soledad. Las guineas habían ido aumentando en la olla de hierro, y su existencia se había limitado y endurecido de más en más, hasta no ser más que una simple pulsación del deseo y de la satisfacción, pulsación que no tenía ninguna atinencia con ninguna otra criatura humana.
Su vida se había limitado a la acción de tejer y de atesorar, sin tener ningún fin a que tendiera su acción. Este mismo género de transformación lo han sufrido quizá hombres más instruidos, cuando han visto desvanecerse su fe o su amor; sólo que en vez de concretarse a un oficio y a un montón de guineas, han proseguido alguna investigación erudita, algún plan ingenioso, o alguna teoría bien ingeniada.
El rostro y la estatura de Marner se contrajeron y se encorvaron de un modo extraño y constante, para adaptarse mecánicamente a los objetos que lo rodeaban, de modo que producía la misma impresión que una manija o un tubo encorvado, accesorios que no significan nada cuando están separados del objeto de que forman parte. Los ojos prominentes, que antes parecían confiados y soñadores, se hubiese dicho ahora que no le habían sido dado más que para ver una sola especie de cosa muy pequeña, como grano muy menudo, que buscaban por todas partes; en fin, Marner estaba ajado y tan amarillo, que, bien que no tuviera aún cuarenta años, los niños lo llamaban siempre el «viejo Marner».
Sin embargo, aun en esta faz de decrepitud, ocurrió un incidente que demostró que la savia del afecto no se había agotado por completo en su corazón. Una de sus tareas cotidianas era ir a buscar agua a un pozo que estaba algo apartado de su casa. Con ese objeto, desde su llegada a Raveloe tenía un gran cántaro de barro pardo, que conservaba como el utensilio más precioso que poseyera entre las comodidades muy escasas que se había concedido. Ese cántaro había sido su compañero durante doce años. Siempre había estado parado en el mismo sitio, y siempre le había extendido el asa desde el amanecer, de suerte que la forma de aquel vaso revestía a los ojos de Silas la expresión de una amabilidad solícita. Además, el contacto del asa en la palma de la mano, le proporcionaba un placer inseparable del de tener agua fresca y limpia.
Un día, al volver del pozo, tropezó contra la traviesa de una cerca, y el cántaro de barro, al caer con fuerza sobre las piedras de la bóveda de un foso, se rompió en tres pedazos. Silas los recogió y los llevó a su casa muy apesadumbrado. El cántaro ya no podía servir; sin embargo, armó los pedazos, y, como recuerdo, colocó aquella ruina en su sitio acostumbrado.
Tal era la historia de Silas Marner hasta el decimoquinto año de su estancia en Raveloe. Todo el día se lo pasaba sentado frente al bastidor, con los oídos llenos de su ruido monótono, y los ojos pegados al lento progreso del lienzo uniforme y plomizo. El movimiento de sus músculos se repetía a intervalos tan iguales, que sus pausas parecían ser una molestia casi tan grande como la detención de la respiración.
Pero por la noche venían sus delicias; por la noche cerraba los postigos, trancaba las puertas y sacaba su oro. Desde hacía mucho tiempo el montón se había vuelto demasiado grande para caber en la olla de hierro, y había fabricado, para guardar las monedas, dos gruesas bolsas de cuero, que no perdían sitio en su lugar de reposo, porque lo dúctil de la envoltura las hacía adaptarse a todos los rincones.
¡Qué brillantes eran las guineas cuando corrían la abertura negra del cuero! La plata no entraba más que en pequeña proporción, en el total de la suma, comparada con el oro, porque las grandes piezas de tela que formaban el trabajo principal de Silas, eran siempre pagadas en parte con oro, y la plata la dedicaba a sus necesidades materiales, escogiendo siempre los chelines, y los medios chelines para los gastos de esta naturaleza.
Las guineas eran las que más le gustaban; pero no quería cambiar las monedas grandes de plata; las coronas y las medias coronas que había ganado él mismo, y que eran el fruto de su labor, también le agradaban.
Hacía montones con las monedas y hundía en ellos las manos; después las contaba y formaba pilas regulares; apretaba la redondez de su contorno entre el pulgar y los otros dedos, y pensaba con cariño en las guineas que todavía estaban ganadas a medias con el tejido, como si fueran criaturas que estuvieran por nacer; pensaba en las guineas que vendrían lentamente en los años futuros, que vendrían durante su existencia, cuyo curso se extendía muy lejos frente a él y cuyo fin estaba completamente velado por innumerables días de trabajo.
¿Habría de qué sorprenderse de que su pensamiento estuviera siempre absorto por su telar y su tesoro, cuando tenía que recorrer los campos y los caminos para ir a llevar y traer trabajo, y que sus pasos ya no vagaran por las orillas de los cercos, en busca de las plantas familiares? Ellas también pertenecían a aquel pasado a que su vida se había substraído. Así las aguas de un arroyo descienden mucho más abajo de los bordes herbosos que limitan el antiguo ancho de su lecho, para volverse el trémulo hilo de agua que se traga un surco en la arena estéril.
Pero por el día de Navidad de ese decimoquinto año, otro grande acontecimiento se produjo en la existencia de Marner, y su historia se confundió de un modo singular con la vida de sus vecinos.

26 marzo 2008

El paseo de la estación

paseo de la estación del tren

paseo de la estación del tren

Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-1)

En los tiempos en que las ruecas zumbaban activamente en las granjas, en que las mismas grandes damas, vestidas de sedas y encajes, tenían sus pequeñas ruecas de encina lustrada, a veces se veía, ya sea en los caminos de los distritos apartados, ya sea en el seno profundo de las colinas, a ciertos hombres pálidos y enclenques que, comparados con las gentes vigorosas de los campos, parecían ser los últimos vestigios de una raza desheredada.
El perro del pastor ladraba furioso cuando uno de esos hombres de fisonomía extraña aparecía en las alturas, y su fisonomía extraña se destacaba negra sobre el cielo, en el ocaso breve del sol de invierno; porque, ¿a qué perro no incomoda una persona encorvada bajo el peso de un fardo? Y aquellos hombres pálidos rara vez salían de su aldea sin aquella carga misteriosa.
El propio pastor, bien que tuviera buenas razones para creer que la bolsa sólo contenía hilo de lino, si no largas piezas de lienzo tejidas con ese hilo, no estaba muy seguro de que aquel oficio de tejedor, por indispensable que fuera, pudiera ejercerse sin el auxilio del espíritu maligno.
En aquella época remota, la superstición acompañaba a todo individuo o a todo hecho un tanto extraño. Y para que una cosa pareciera tal, bastaba que se repitiera periódica o accidentalmente, como las visitas del buhonero o del afilador.
Nadie sabía dónde vivían aquellos hombres errantes, ni de quién descendían; y, ¿cómo podría decirse quiénes eran, a menos de conocer a alguien que supiera quiénes eran su padre y su madre?
Para los campesinos de antaño, el mundo, más allá del horizonte de su experiencia personal, era una región vaga y misteriosa. Para su pensamiento, que se había quedado estacionario, una vida nómada era una concepción tan obscura como la existencia, durante el invierno, de las golondrinas que volvían en primavera. Pero el extranjero que se establecía definitivamente entre ellos, si procedía de una región lejana, no dejaba nunca de ser mirado con un resto de desconfianza. Esta circunstancia hubiera hecho que las gentes no se sorprendieran absolutamente, en el caso de que cometiera un crimen después de largos años de conducta inofensiva, particularmente si tenía cierta reputación de instruido, o si demostraba cierta habilidad en un oficio.
Todo talento, ya sea en el uso rápido de este instrumento de difícil manejo, la lengua, ya sea en algún otro arte poco familiar a los campesinos, era en sí mismo sospechoso; las gentes honradas, nacidas y criadas bajo la vista de todos, no eran, por lo general, ni muy instruidas ni muy hábiles—por lo menos su ciencia no se extendía más allá de los signos del cambio del tiempo—, y los medios de adquirir rapidez o habilidad en un arte cualquiera eran tan desconocidos, que esos talentos parecían tener algo de sortilegio. De ahí que esos tejedores dispersos—emigrados de la ciudad al campo—, eran considerados durante toda su vida como extranjeros por sus vecinos campesinos, y contraían generalmente los hábitos excéntricos, inherentes a una existencia solitaria.
En los primeros años del siglo pasado, uno de esos tejedores, llamado Silas Marner, ejercía su profesión en una choza construida de piedra, situada en medio de cercos de avellanos, cerca de la aldea de Raveloe, y no lejos de los bordes de una cantera abandonada. El ruido vago de su telar, tan diferente del trote natural y alegre de la máquina de cerner o del ritmo más simple del trillo de mano, ejercía un encanto casi terrible sobre los chicos de Raveloe, que con frecuencia dejaban de ir a recoger avellanas o buscar nidos, para ir a mirar por la ventana de la choza. El movimiento misterioso del telar les inspiraba cierto temor respetuoso; sin embargo, ese temor era compensado por un sentimiento agradable de superioridad desdeñosa que sentían, burlándose de los ruidos alternados de la máquina, así como del tejedor, cuya actitud se parecía a la del preso empleado en el molino de la disciplina.
A veces sucedía que Marner, al detenerse para arreglar algún hilo irregular, notaba la presencia de los chicuelos. Aunque fuera avaro de su tiempo, le desagradaba tanto que lo importunaran aquellos intrusos, que bajaba de su telar, abría la puerta y fijaba en ellos una mirada que bastaba siempre para nacerlos huir asustados. Porque, ¿cómo podrían creer que aquellos ojos negros y saltones del pálido rostro de Silas Marner no vieran en realidad claramente más que los objetos muy próximos? ¿Cómo no creer más probable, que su mirada fija y espantosa pudiera darle un calambre, el raquitismo a todo niño que se quedara atrasado?
Quizá les habían oído decir a sus padres, a medias palabras, que Silas Marner podía curar el reumatismo si quería, y agregar, más misteriosamente aún, que, si se sabía captarse a aquel diablo, podía evitar los gastos de médico.
Tales ecos extraños y retardados del antiguo culto del demonio podrían ser notados todavía en nuestros días por quien escuchara hablar a los campesinos de cabellos blancos; porque el espíritu inculto asocia difícilmente la idea de poder con la bondad.
La concepción obscura de un poder del que se puede conseguir, mediante mucha persuasión, que se abstenga de hacer daño, es la forma que el sentimiento de lo invisible crea más fácilmente en el espíritu de los hombres que han estado siempre más urgidos por las primeras necesidades, y cuya vida de duro trabajo no ha sido nunca iluminada por el entusiasmo de ninguna fe religiosa.
El dolor y el infortunio ofrecen a esas gentes un dominio de posibilidades mucho más vasto que el de la alegría y el placer; el campo de su imaginación es casi estéril en imágenes que alimenten los deseos y las esperanzas, mientras que está cubierto de recuerdos que son el eterno pasto del temor. « ¿No existe alguna cosa que os agradaría comer?», le preguntaron a un viejo campesino que estaba muy enfermo y que había rechazado todos los alimentos que su mujer le había ofrecido. «No—contestó—, nunca he estado acostumbrado más que al alimento ordinario; y ya no lo puedo comer.» Su género de vida no había despertado en él ningún deseo de evocar el fantasma del apetito.
Y Raveloe era un lugar en que muchos antiguos ecos se habían retrasado, sin que los ahogaran las voces nuevas. No es que fuera una de esas parroquias estériles, relegadas en los confines de la civilización, en las que vivían los flacos carneros y escasos pastores. Por el contrario, era una aldea situada en la rica llanura central del país que nos complacemos en llamar la Alegre Inglaterra, en la que había granjas que, consideradas del punto de vista espiritual, pagaban al clero diezmos muy deseables. Pero estaba situado en una hondonada tranquila y poblada de bosques, a una buena hora de todo camino para jinetes, en un sitio a que no podían llegar ni los toques del cuerno de la diligencia, ni los ecos de la opinión pública.
Era Raveloe una aldea de aspecto importante, en el corazón de la cual se alzaban una bella y antigua iglesia, con un vasto cementerio, así como dos o tres grandes edificios construidos de piedra y ladrillo, cuyos techos estaban adornados con veletas y los huertos bien cercados de paredes. Esas habitaciones estaban situadas junto al camino, y sus fachadas se erguían con más majestad que el presbiterio, cuya cima emergía en medio de los árboles, del otro lado del cementerio. Raveloe era una parroquia que indicaba en seguida la categoría de sus principales habitantes. Informaba al ojo experimentado que no había gran parque ni castillo en el vecindario, pero que contaba con varios jefes de familia que podían, a su capricho, malbaratar sus tierras, sacando, sin embargo, en aquellos tiempos de guerra, bastante dinero de su mala explotación, como para llevar vida holgada y celebrar alegremente las fiestas de Navidad, de la de Pentecostés y de Pascuas. Hacía ya quince años que Silas Marner vivía en Raveloe. No era, cuando allí llegó, más que un joven pálido, de ojos negros, salientes y miopes, cuya fisonomía no hubiera tenido nada de extraño para gentes de cultura y experiencia comunes; pero para los campesinos, entre los que había ido a establecerse, tenía algo de particular y misterioso que respondía a la naturaleza excepcional de su profesión, y a su llegada de una región desconocida, llamada «el norte».
Lo propio pasaba con su modo de vivir; no invitaba nunca a nadie a que salvara su umbral, y no salía nunca a vagar por la aldea para beber un jarro de cerveza en la taberna del Arco Iris o charlar en casa del carretonero.
No buscaba nunca a hombre ni a mujer como no fuera para las necesidades de su profesión, o a fin de proporcionarse lo que necesitaba, y las mozas de Raveloe pronto se persuadieron de que jamás obligaría a ninguna a casarse con él contra su voluntad, tal cual si las hubiera oído declarar que no se casarían nunca con un muerto resucitado.
Esta manera de considerar la persona de Marner no era otro motivo que la palidez de su rostro y sus ojos singulares, porque Jacobo Rodney, el matador de topos, afirmaba lo que sigue: Una tarde, al volver a su casa, había visto a Silas apoyado contra una cerca, con el pesado fardo al hombro, en lugar de colocarlo sobre la cerca, como hubiera hecho un hombre que estuviera en su juicio; después, al acercarse, vio que los ojos del tejedor estaban inmóviles como los de un muerto; en seguida le habló, lo sacudió y notó que sus miembros estaban rígidos, y que las manos apretaban el saco como si fuesen de hierro; pero, precisamente en el momento en que acababa de convencerse de que Marner estaba muerto, éste recobró sus sentidos, le dio las buenas noches y se marchó.
Rodney juraba que había sido testigo de todo esto; y era tanto más creíble cuanto que agregaba que la cosa había sucedido el mismo día en que había ido a cazar topos en la sierra del squire Gass, allá cerca del viejo foso de los aserradores.
Algunas personas decían que Marner debía haber tenido un «ataque», palabra que parecía explicar cosas de otro modo increíbles; pero el señor Macey, gran argumentador y chantre de la parroquia, sacudía la cabeza con incredulidad, y preguntaba si se había visto nunca a nadie perder sus facultades sin que rodara al suelo. Un ataque era una parálisis, no cabía duda, y era propio de la parálisis privar en parte a un individuo del uso de sus miembros, quedando a cargo de la parroquia, si no tenía hijos para ir en su ayuda.
No, no; una parálisis no deja a un hombre firme sobre las piernas, como un caballo entre las varas de un carro, ni le dejaría luego marcharse, así que se le pudiera decir «¡arre!» Pero quizá hubiera algo así como que el alma del hombre, que se librara del cuerpo, saliera y entrara, lo mismo que un pájaro que sale y vuelve a su nido. Así era como las gentes se volvían muy instruidas, porque libres entonces de su envoltura corporal iban a la escuela de los que podían enseñarles más cosas de las que sus vecinos podían aprender con ayuda de sus cinco sentidos y del pastor. Y, ¿dónde había adquirido maese Marner su conocimiento de las plantas y también el de los hechizos, cuando se le ocurría darlos? No había nada en lo que contaba Jacobo Rodney capaz de sorprender a los que habían visto cómo Marner había curado a Sally Oates, y la había hecho dormir como un niño, cuando el corazón de aquella mujer latía como para partirle el pecho desde hacía dos meses y más que la asistía el doctor. Marner era capaz de curar otras personas si quería; en todo caso era bueno hablarle, con suavidad, siquiera para evitar que hiciera daño.
A ese temor vago debía Marner en parte el estar al abrigo de las persecuciones que su singularidad hubiera podido atraerle; pero más aún lo debía a una circunstancia particular. El viejo tejedor de Tarley, parroquia próxima a Raveloe, había muerto; por lo tanto, la profesión de Silas, cuando se estableció, hizo que fuera el bien venido para las más ricas señoras de los alrededores, y aun para las campesinas más previsoras, que tenían, al fin del año, su pequeña provisión de hilo.
La utilidad que le reconocían, hubiera neutralizado toda repugnancia o toda sospecha a su respecto, que no fuera conformada por falta en la calidad o cantidad del tejido que les hacía.
Transcurrieron los años sin producir ningún cambio en la impresión que causara en los vecinos, a no ser el paso de la novedad a la costumbre. Al cabo de quince años, las gentes de Raveloe decían de Marner exactamente las mismas cosas que al principio; no las decían tan a menudo, pero creían tan firmemente en ellas cuando les acontecía decirlas. Los años sólo habían agregado un hecho importante, a saber: que maese Marner había juntado en algunas partes una bonita suma de dinero, y que si quisiera podría comprar los bienes de los que se daban más importancia que él.
Pero, mientras que la opinión pública había permanecido casi estacionaria a su respecto, y que los hábitos cotidianos no habían presentado cambios apreciables, la vida interior del tejedor había tenido su historia o su metamorfosis, como la vida interior de toda naturaleza ardiente, que ha buscado la soledad o que ha sido condenada a ella, debe tener necesariamente la suya. Su existencia, antes de su llegada a Raveloe, había estado llena por el movimiento, la actividad del espíritu y las relaciones íntimas que en ese tiempo, como en nuestros días, distinguían la existencia de un artesano incorporado desde temprano en una secta religiosa, de miras estrechas, en que el laico más pobre tiene probabilidades de hacerse notar por el talento o la palabra, y en la que por lo menos influye su voto silencioso en el gobierno de la comunidad.
Marner era muy estimado por aquel pequeño mundo que, para sus miembros, constituía el Patio de la Linterna. Se le consideraba como un joven de vida ejemplar y de una fe ardiente; y un interés popular se había concentrado siempre en él, después que en una reunión piadosa había caído en un estado misterioso de rigidez y de insensibilidad, estado en que había permanecido una hora o más, y que había creído fuera la muerte.
Si se hubiera tratado de darle a aquel fenómeno una explicación médica, aquello hubiera sido considerado por el mismo Silas, por el pastor y los demás miembros de la congregación, como un abandono voluntario del significado espiritual, que podía explicar el hecho. Silas era evidentemente un hermano elegido para un ministerio particular, y bien que los esfuerzos para interpretar su naturaleza fueran desalentados por la ausencia de toda visión espiritual durante su éxtasis exterior, sin embargo, creía como los demás que el resultado se manifestaba en su alma por un aumento de luz y de fervor.
Un hombre menos sincero que Marner se hubiera sentido tentado a crear en seguida una visión que tuviera apariencias de remembranza, y un espíritu menos sano hubiera podido creer en semejante creación. Pero Silas era a la vez sano de espíritu y honrado; sólo que en él, como en muchos hombres fervientes y sinceros, la cultura intelectual no había trazado un curso particular al sentimiento religioso, de manera que éste se esparcía por la vía reservada a la investigación y a la ciencia.
Había heredado de su madre un cierto conocimiento de las plantas medicinales y de su preparación, pequeño caudal de sabiduría que ella le había transmitido como un legado solemne. Sin embargo, desde hacía algunos años tenía dudas respecto al derecho de usar de aquella ciencia, creyendo que las plantas no podían hacer ningún efecto sin el rezo y que el rezo debía bastar sin las plantas; así es que sus delicias hereditarias de vagar por los campos para recoger la digital, el acónito y el mastuerzo, comenzaron a revestir ante sus ojos las formas de la tentación.
Entre los miembros de su iglesia se encontraba un joven algo mayor que él, con el que vivía desde hacía tiempo en una amistad tan íntima, que los hermanos del Patio de la Linterna tenían la costumbre de llamarlos David y Jonatás. El verdadero nombre de ese amigo era William Dane. El era considerado igualmente como un modelo de piedad juvenil, bien que estuviera dispuesto a mostrarse un tanto severo con los hermanos más jóvenes que él, y a deslumbrarse tanto con sus propias luces, que se creía más sabio que sus maestros.
Pero, sea cuales fueran las imperfecciones que otros descubrieran en William, en el espíritu de su amigo era perfecto, porque Marner era una de esas naturalezas impresionables y que dudan de sí mismas que, en la edad de corta experiencia, admiran la autoridad y se forman un apoyo en la contradicción.
La expresión de sencillez confiada de la fisonomía de Marner—expresión realzada por la ausencia de observación propia, por la mirada sin defensa, mirada de ciervo, que pertenece a los grandes ojos prominentes—formaba un contraste chocante con la represión voluntaria de la satisfacción interior, que se disimulaba apenas en los pequeños ojos oblicuos y en los labios contraídos de William Dane. Uno de los temas de la conversación más frecuente entre los dos amigos, era la certidumbre de esa salvación: Silas confesaba que no podía llegar nunca más que una mezcla de esperanza y de temor, y escuchaba a William con una admiración llena de deseo, cuando éste declaraba que había tenido siempre la convicción inquebrantable de su salvación, desde que en la época de su conversación, había soñado que las palabras «llamado y sin duda elegido» se presentaban ante sus ojos sobre una página blanca de la Biblia abierta. Diálogos así han ocupado a más de una pareja de tejedores, de rostro pálido, cuyas almas incultas parecían pequeñas criaturas recientemente aladas, revoloteando abandonadas en el crepúsculo.
Habíale parecido al confiado Silas que su amistad no se había enfriado, aun después que un nuevo afecto, de naturaleza más íntima, había brotado en su corazón.
Desde hacía algunos meses estaba comprometido con una joven sirvienta y los dos no esperaban para casarse más que el momento en que sus economías fueran bastante grandes. Silas tenía vivo placer en que Sara no hiciera ninguna objeción a la presencia accidental de William durante sus entrevistas de los domingos. Fue en esa época de su vida que tuvo lugar el ataque de catalepsia durante la reunión piadosa. Entre las preguntas y las muestras de interés que los miembros de la congregación le dirigieron o le expresaron, sólo la opinión sugerida por William estuvo en desacuerdo con la simpatía general, demostrada a un hermano así elegido para un ministerio particular. Hizo observar que, a su entender, aquel éxtasis más bien se parecía a una manifestación de Satanás, que a una prueba del favor divino, y exhortó a su amigo a que buscara si no ocultaba nada maldito en su corazón.
Silas, sintiéndose obligado a aceptar la censura y la advertencia como un servicio fraternal, no tuvo ningún resentimiento. Sólo sintió al ver las dudas que William alimentaba a su respecto. A esto vino a agregarse una cierta inquietud, cuando descubrió que la conducta de Sara para con él comenzaba a traicionar una extraña fluctuación: ora hacía esfuerzos para demostrarle mayor afecto, ora dejaba notar signos involuntarios de repulsión y de hastío. Silas le preguntó si deseaba romper su compromiso; pero ella dijo que no; el compromiso era conocido en la iglesia y había sido confirmado en las reuniones piadosas. Para romperlo hubiera sido necesario hacer una encuesta severa, y Sara no tenía ninguna razón que dar, que pudiera ser sancionada por el sentimiento de la comunidad.
Por esa época, el decano de los diáconos cayó gravemente enfermo. Como era viudo y sin hijos fue cuidado noche y día por los hermanos y hermanas más jóvenes de la comunidad. Silas y William iban con frecuencia a velar durante la noche, reemplazando el uno al otro a las dos de la mañana. El anciano, contra lo que todos creían, parecía estar en vías de salvarse, cuando una noche Silas, sentado a la cabecera del enfermo, notó que la respiración de éste, que era generalmente perceptible, había cesado. La vela estaba casi consumida; tuvo que incorporarse para ver claramente el rostro del diácono. Aquel examen lo persuadió de que el anciano estaba muerto, muerto desde hacía algún rato, porque sus miembros estaban rígidos.
Silas se preguntó si no se habría dormido y miró el reloj; eran ya las cuatro de la mañana. ¿Cómo era que William no había ido? Lleno de inquietud fue a buscar socorro.
Muy luego, varios amigos, y entre ellos el pastor, se encontraron reunidos en la casa. Por su parte, Silas volvió a su casa, sintiendo no haber encontrado a William para saber el motivo de su ausencia. Pero a eso de las seis de la mañana, cuando pensaba en ir a buscar a su amigo, llegó William, y el pastor junto con él.
Iban a invitar a Marner para que fuera al Patio de la Linterna, a la asamblea de los miembros de la congregación.
Como preguntara la causa de aquella convocatoria, se le dijo simplemente: «Ahora lo sabréis».
No se pronunció una palabra más, antes de que Silas estuviera sentado en la sacristía, frente al pastor y bajo las miradas fijas y solemnes de aquellos que, ante sus ojos, representaban al pueblo de Dios.
Entonces el pastor, sacando un cuchillo del bolsillo, se lo mostró a Silas, preguntándole si recordaba dónde había dejado aquel cuchillo.
Silas respondió que no recordaba haberlo dejado en otra parte más que en su bolsillo; sin embargo, aquella extraña interrogación lo hizo estremecer.
Se le exhortó a que no ocultara su pecado, y que lo confesara y arrepintiera. El cuchillo había sido encontrado cerca del difunto diácono, en el sitio en que había depositado la bolsa que contenía el dinero de la iglesia, y que el propio pastor había visto el día precedente. Alguien se había llevado la bolsa, y, ¿quién podía ser, sino aquél a quien pertenecía el cuchillo? Durante un rato Silas permaneció mudo de sorpresa. Después dijo:
—Dios me justificará; nada sé respecto de la presencia de mi cuchillo en ese sitio, ni de la desaparición del dinero. Registradme, registrad mi casa: no encontraréis más que tres libras esterlinas y cinco chelines, fruto de mis economías, suma que poseo desde hace seis meses, como William lo sabe.
Al oír estas palabras, William produjo un murmullo de desaprobación; pero el pastor le dijo a Silas:
—Las pruebas para vos son aplastadoras, mi hermano Marner. El dinero ha sido sacado esta noche, y no había más persona que vos junto a nuestro hermano difunto; porque William Dane nos ha declarado que una indisposición repentina le impidió ir a reemplazaros, como de costumbre. Vos mismo declarasteis que no había ido, y además, abandonasteis el cuerpo del difunto.
—Es forzoso que me haya dormido—dijo Silas—, o bien que haya estado bajo la influencia de una manifestación espiritual parecida a aquella de que fui objeto ante los ojos de todos vosotros, de modo que el ladrón debe haber entrado y salido mientras yo no estaba en mi cuerpo; pero sí mi cuerpo. Sin embargo, lo repito otra vez; buscad en mi casa, porque no he ido a otra parte.
Se hizo el registro, el cual terminó con el descubrimiento que hizo Silas de la bolsa vacía y escondida tras de la cómoda, en el cuarto de Silas. Después de esto, William exhortó a su hermano a confesar su falta, y a no ocultarla más largo tiempo. Silas dirigió a su amigo una mirada de vivo reproche, diciéndole:
—William, desde hace nueve años que vivimos juntos, ¿me habéis oído nunca decir una mentira? Pero Dios me justificará.
—Mi hermano—le dijo William—, ¿cómo hubiera podido saber lo que habéis hecho en las celdas secretas de nuestro corazón, para darle a Satanás ventajas sobre vos?
Silas miraba a su amigo. De pronto un vivo sonrojo se esparció por su rostro, e iba a hablar con impetuosidad, cuando una conmoción interior, que disipó aquel sonrojo y le hizo temblar, pareció detenerle de nuevo. En fin, dijo con voz débil, mirando fijamente a William:
—Ahora me acuerdo, el cuchillo no estaba en mi bolsillo.
William respondió:
—No sé lo que queréis decir.
Entretanto, las otras personas presentes se pusieron a preguntar a Silas Marner dónde, según él, se encontraba el cuchillo; pero no quiso dar otra explicación. Agregó solamente:
—Estoy cruelmente herido, no puedo decir nada. Dios me justificará.
La asamblea, de regreso en la sacristía, deliberó nuevamente. Toda apelación a las medidas legales, con el fin de establecer la culpabilidad de Silas, era contraria a los principios de la iglesia del Patio de la Linterna. Según esos principios, era prohibido recurrir a la justicia contra los cristianos, aun cuando el hecho resultara menos escandaloso para la comunidad. Sin embargo, era obligación de sus miembros el tomar otras medidas a fin de descubrir la verdad, y resolvieron orar y «echar la suerte».
Esta resolución sólo sorprenderá a las personas extrañas a esa obscura vida religiosa que se desarrolla en las callejuelas de nuestras ciudades. Silas se arrodilló junto con sus hermanos, contando con la intervención directa de la divinidad para probar su inocencia; pero sintiendo que, a pesar de todo, tendría que sufrir aflicciones y dolores, y que su confianza en la humanidad acababa de ser cruelmente herida. La suerte declaró que Silas Marner era culpable. Fue solamente excluido de la secta, y se le compelió a devolver el dinero robado; sólo cuando confesara su falta, en señal de arrepentimiento, podría ser recibido de nuevo en el seno de la Iglesia. Marner escuchó en silencio. Por último, cuando todos se levantaron para marcharse, Silas se adelantó hacia William Dane, y, con voz que la agitación hacía temblar, dijo:
—La última vez que me serví de mi cuchillo, lo recuerdo bien, fue para cortaros una tira de lienzo. No recuerdo haberlo vuelto a mi bolsillo. Sois vos quien habéis robado el dinero y urdido un complot para atribuirme ese pecado. Pero a pesar de eso podréis prosperar; no existe un Dios de justicia que gobierne la tierra con equidad; sólo existe un Dios de mentira, que da falsos testimonios contra el inocente.
Aquella blasfemia produjo una impresión de horror general.
William dijo con humildad:
—Dejo a mis hermanos la tarea de que juzguen si ésta es o no la voz de Satanás. Sólo puedo rogar por vos, Silas.
El pobre Marner salió con esta desesperación en el alma; con este desengaño en la confianza puesta en Dios y en la humanidad, que casi raya en la locura de una naturaleza afectuosa. Con el corazón amargamente herido, se dijo: «Ella también me rechazará». Y pensó que si Sara no creía en el testimonio dado contra él, toda la fe de aquella joven tenía que subvertirse como la suya.
Para las personas acostumbradas a razonar respecto de las formas que sus sentimientos religiosos han revestido, es difícil darse cuenta de ese estado simple y natural en que la forma y el sentimiento no han sido separados nunca por un acto de reflexión. Nos sentimos inevitablemente inclinados a creer que un hombre, en la situación de Marner, hubiera comenzado por poner en duda la validez de un llamamiento hecho a la justicia divina tirando a la suerte. Pero no hubiera sido para él un esfuerzo de libre pensamiento tal como jamás lo había intentado; y hubiera tenido que hacer ese esfuerzo en un momento en que toda su energía se hallaba absorbida por las angustias de su fe perdida. Si hay un ángel que registre los dolores y los pecados de los hombres, tiene que saber cuán numerosos e intensos son los pesares que causan las ideas falsas, de que nadie es culpable.
Marner se volvió a su casa. Durante un día entero permaneció sentado, solo, aturdido por la desesperación, sin sentir ningún deseo de ir a ver a Sara para tratar de hacerle creer en su inocencia.
El segundo día, buscó un refugio contra la incredulidad que lo amodorraba, sentándose en su telar y poniéndose a trabajar sin reposo, como de costumbre.
Pocas horas después, el pastor, acompañado por uno de los diáconos, iba a llevarle un mensaje de Sara, informándole que ella consideraba roto su compromiso con él. Silas recibió el mensaje en silencio. Apartando en seguida la mirada que había fijado en los mensajeros, volvió a ponerse al trabajo.
Al cabo de un mes Sara casó con William Dane, y muy luego, los hermanos del Patio de la Linterna supieron que Silas Marner había abandonado la ciudad.

'Silas Maner' de GEORGE ELIOT

¡A volar!