18 marzo 2008

En Madrid, la tarde...

en la madrid: la tarde

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (5)

Luego estaban los nativos de la Tierra del Fuego. York Minster era un tipo taciturno y extraño, pero parecía claro que estaba tomando mucho cariño a Fuegia Basket y ella a él. Jemmy Button era el favorito de todos. Darwin parece que los quería a los tres, y como único hombre universitario a bordo, probablemente echó una mano en la educación de Fuegia Basket. Pero se sentía particularmente ligado a Jemmy. El chico era un dandy, con sus guantes de cabritilla y sus botas altas, brillantes como un espejo. Acostumbrado a la vida del mar, no podía comprender por qué se mareaba Darwin. Cuando Darwin estaba enfermo, él le miraba asombrado, murmurando: "Pobrecillo, pobrecillo." Los nativos de la Tierra del Fuego tenían una vista extraordinaria, mucho más aguda que los marineros, y cuando Jemmy se enfadaba con el oficial de guardia, solía decir: «Yo ver barco; yo no decir a ti...»
El barco iba a buena marcha haciendo como término medio ciento sesenta millas cada veinticuatro horas. Sesenta y tres días después de salir de Inglaterra llegaron al Brasil y desem­barcaron en la hermosa y antigua ciudad de Bahía, situada en medio de un bosque de bananeros, naranjos y cocoteros. La primera impresión de Darwin fue de deslumbramiento: «Mara­villoso es una palabra débil para expresar los sentimientos de un naturalista que por vez primera se encuentra en una selva brasileña», escribió en su Diario. Se sentía como un ciego que acabara de recobrar la vista, contemplando aquel escenario incomparable, como si fuera «un cuento de las mil y una noches». En la mañana del 4 de abril, el Beagle entró en el puerto de Río de Janeiro, envuelto en luz resplandeciente. Trasportado de gozo ante la perspectiva de poder salir del barco y empezar a trabajar y coleccionar especies botánicas, Darwin se lanzó a tierra y en seguida se instaló en la ciudad. Al fin podría dar prueba de su talento de científico e incluso, con un poco de suerte, hacer algo por complacer a FitzRoy, relacionando sus descubrimientos con las grandes verdades religiosas de la Biblia.
Al cabo de tres días, Darwin logró ponerse de acuerdo con un irlandés llamado Patrick Lennon, que salía a visitar su plantación de café, a cien millas al Norte, para acompañarle. El grupo se componía de siete personas, que irían todas ellas a caballo. Con una temperatura sofocante, siguieron la costa durante los primeros días y luego se metieron en el interior, en la selva húmeda tropical. Decir que Darwin era feliz, no es suficiente; estaba asombrado, entusiasmado, extático. A su alrededor todo eran árboles de ceiba, palmeras como abanicos, con tallos tan altos como mástiles de buque y con un follaje que ocultaba el sol. De las ramas más altas caían los líquenes y las lianas, entrecruzándose al través de la luz verdosa y en el silencio y la calma del mediodía, la enorme mariposa azul llamada morpho atravesaba el aire con las alas desplegadas. El aire estaba lleno del perfume de plantas aromáticas, alcanfor, pimienta, cinamomo y clavo. Luego estaban allí las monstruosas montañas de hormigas, de doce pies de altura, las orquídeas parásitas saliendo del tronco de los árboles, y los increíbles pájaros brillantes, tucanes, papagayos, el pequeño colibrí, con sus alas invisibles zumbando, posado sobre una flor... Darwin hacía anotaciones rápidas entusiásticas, en sus cuadernos de notas al pasar: «Tallos enlazando tallos, cruzándose como las trenzas del pelo, lepidópteros maravillosos, silencio... Hosanna.» En una ocasión llegaron a ver una de las cosas más sorpren­dentes que pueden verse en la selva: una columna de hormigas-soldados; a medida que la horda brillante, negra, de millones de cabezas avanzaba «—la columna tenía cientos de yardas de longitud-— todas las cosas vivientes con que se cruzaba en el camino eran presas del pánico. Era asombroso ver a los lagartos, las cucarachas y las arañas correr locos de miedo y caer atra­pados por un rápido movimiento circular de la columna de las hormigas; en un santiamén la columna había caído sobre su presa. La descripción que hace Darwin de estas hormigas y sus deducciones proporcionó una base para toda la inves­tigación científica que luego se ha hecho sobre este tema. «En este caso —escribió más tarde—, la selección se ha apli­cado a la familia, y no al individuo, con el fin de proporcionar un fin útil.» Este fin es el bien de la colonia, en la que los indi­viduos realmente no cuentan. Las hormigas son sordas y casi ciegas y se mueven como células de un organismo gigante, impulsadas por un instinto ciego.
Entre estas bellezas había también algunas amenazas. Nada estaba a salvo. Devorar o ser devorado; esta era la condición de la existencia y el débil tenía que camuflarse para sobrevivir. En el jarro de coleccionista de Darwin fueron a parar «el palo ambulante», un insecto que se parece a una pajita, la inofensiva mariposa nocturna que se disfraza de escorpión, el escarabajo que adopta los colores de un fruto venenoso para huir de los pájaros... Observó que las antenas de ciertas especies de insectos eran meramente ornamentales, hechas para la atracción sexual, pero que la mayor parte de los rasgos de los animales habían sido creados con la idea de engañar: algunas mariposas, por ejemplo, tenían alas con agujeros, imitando hojas secas; otras, como la mariposa cósmida, parecían flores marchitas, otras tenían falsos ojos, luminosos y brillantes. Algunos insectos se protegían de otro modo no menos curioso: la mariposa llamada helconia tenía un sabor tan desagradable que los animales de presa no querían atraparla, y así otras especies que eran comestibles se disfrazaban con los colores de la heliconia. Una vez más, las ideas que le acudieron a Darwin con la vista y el estudio de estos insectos brasileños dieron fruto veinte años más tarde y le proporcionaron una prueba viva de su teoría de la selección natural: «Dando por supuesto que un insecto originalmente se habría parecido en algún grado a una ramita seca o a una hoja caída y que ello variaba levemente de varias maneras, todas las variaciones que hacían a los insectos más semejantes a ese objeto que podía ser respetado se conservaban mientras que las otras variaciones se perdieron; o bien, si esas variaciones hacían al insecto menos semejante al objeto imitado fueron eliminadas.»
¡Cómo hubiese disfrutado Henslow con todo esto! «Nunca he tenido una experiencia tan extraordinaria —le escribió Darwin a su maestro, entusiásticamente—. Antes admiraba a Humboldt; ahora le adoro; solamente él ha podido dar una idea de las sensaciones que se experimentan al entrar por vez primera en los trópicos... En estos momentos estoy metido de lleno con las arañas... y si no me engaño, he logrado atrapar algunas especies nuevas. Le enviaré pronto una gran caja a Cambridge.»
Y ahora, de repente, Darwin se daba cuenta de que la brutalidad de la naturaleza, la persecución del débil por el fuerte, se aplicaba también a los seres humanos. Habían entrado en una parte de la selva donde el camino se había borrado y un esclavo negro, con una espada, había sido enviado por delante para abrir camino. Darwin trató de hablar al hombre en su español vacilante, ayudándose de gestos un poco exagerados para hacerse comprender, pero aún no había terminado la frase cuando vio con gran sorpresa que el hombre se conducía como si le fueran a golpear. Dejó caer las manos, se puso en actitud sumisa y se cogió la cabeza, esperando que cayera el golpe sobre él. Darwin se quedó horrorizado. ¿Eran todos los esclavos tan fáciles al temor como este, estaban tan asustados? Lennon, que poseía un buen número de esclavos, le tranquilizó. ¿Pero, podía tranquilizarle? En aquellos momentos cabalgaban hacia una colina de desnudo granito, empinada, en donde durante algún tiempo un grupo de esclavos prófugos habían logrado esconderse y habían conseguido arrancar al suelo una manera de vivir. Los esclavos habían construido hasta un pequeño grupo de cabañas con ramas, que eran copia exacta de las que ellos habían habitado, antes de ser capturados, en África. Las cabañas aparecían ahora vacías. Un grupo de soldados brasileños se emboscó y capturó a todos los prófugos, a excep­ción de una mujer, que había preferido darse muerte a la pers­pectiva de ser de nuevo esclavizada; la mujer se lanzó desde lo alto de la colina y se hizo trizas contra las rocas. «Me dijeron en Inglaterra antes de salir —escribió Darwin a su hermana Carolina—, que cuando conociera por mis propios ojos a los esclavos cambiaría mis opiniones; el único cambio que han sufrido es que me he hecho una idea mucho más elevada del carácter de los negros de la que tenía antes.»
Al acercarse a la hacienda de Lennon se disparó un cañón y empezó a tocar una campana para anunciar su llegada. Aquel estampido rasgó el profundo silencio de la selva. Los esclavos de la plantación llegaron en masa a recibirlos. Era un lugar delicioso, una especie de cuadrángulo, rodeado de cabañas de techo de paja, con la vivienda del amo en un lado y, enfrente, los establos, los almacenes de la plantación y los dormitorios de los esclavos. En las habitaciones del amo los sofás y las sillas talladas, que hubieran podido provenir de cualquier salón Vic­toriano, hacían un raro contraste con aquel lugar de paredes encaladas, con los techos de paja y las ventanas sin cristales. Montones de granos de café estaban apilados en el centro del patio y había un gran ir y venir de perros y gallinas, caballos y otros animales de la finca; las mujeres estaban en cuclillas alrededor de sus fogones y los niños, desnudos, jugaban al sol. Se preparó para los huéspedes una comilona fantástica. Darwin había terminado apenas con el pavo cuando tuvo que habérselas con el cerdo asado; mientras, toda la vida palpitante de la hacienda se movía a su alrededor: niños, gallinas, perros, «todas las variedades de viejos galgos», dice Darwin, aparecían por los espacios abiertos de la casa y tenían que ser ahuyentados por un esclavo, cuyo único cometido consistía en eso.
Lennon, dueño y señor de aquel pequeño feudo, resultaba una especie de enigma. Durante el viaje a caballo desde Río de Janeiro, Lennon había dado la impresión a Darwin de una persona razonable y de mente liberal; pero ahora, de repente, y sin razón justificada, se encolerizó de manera violenta con el encargado de la finca, un hombre llamado Cowper. Quizá fuera el calor, quizá la pertinacia de los niños que se entrome­tían, quizá un viejo agravio entre los dos; pero, de cualquier manera, Lennon parecía fuera de sí, por la furia. Anunció que iba a vender a todas las mujeres esclavas y a sus hijos, que serían separados de sus padres y maridos y que los enviaría a Río para venderlos en pública subasta. En particular habló de deshacerse de un niño mulato por quien el encargado sentía mucho afecto. Entonces fue cuando los dos hombres sacaron las pistolas y quizá hubieran empezado a disparar de no haber intervenido Darwin y otros.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

17 marzo 2008

Ondas

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El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (4)

Había llegado el momento de las últimas diligencias, y Charles fue en coche a Londres y a Cambridge y volvió a Shrewsbury para hacerlas. En primer lugar, los libros; tenía que llevar el Humboldt, el Milton, la Biblia y el primer volumen de Lyell de los principios de geología que acababa de salir de las prensas, un regalo que, como despedida, le había hecho Henslow. Tenía que proveer a los últimos detalles de su equipo: gemelos, una lente geológica y botellas de alcohol para preservar los ejem­plares. El 24 de octubre de 1831 volvió a Plymouth, según lo con­venido, y se encontró con que el Beagle todavía no estaba listo; las reparaciones llevaban más tiempo del que se había previsto.
En los dos meses que estuvo Darwin esperando la marcha se sintió muy desgraciado. No tenía nada concreto que hacer. «Mi principal ocupación es subir al Beagle y procurar compor­tarme del modo más marinero posible», escribió a su familia. «Pero no tengo pruebas de haber engañado a nadie, ya sea hombre, mujer o niño.» Alquiló en tierra unas habitaciones y pasaba parte de los días instalando y volviendo a instalar su bagaje en el barco, en aquel pequeñísimo camarote. Realmente, había poco sitio. FitzRoy, con su pasión por la exactitud, había instalado no menos de veintidós cronómetros envueltos en serrín y dispuestos en estantes alrededor de los muros. El sitio de que disponía Darwin para dormir era tan pequeño, que tenía que sacar el cajón de una cómoda para hacer sitio a los pies. Pero FitzRoy seguía siendo muy amable. Hubo, sin embargo, un pequeño incidente. Los dos jóvenes fueron un día a una tienda de Plymouth para cambiar una pieza de loza que habían com­prado para el barco. Cuando el dueño de la tienda se negó a hacer el cambio, FitzRoy estalló en cólera. Preguntó el precio de un juego de porcelana de China, muy caro, y dijo: «Lo hubiera comprado de no haber sido usted tan grosero.» Con esto salió hecho una furia de la tienda. Darwin sabía bien que Fitz­Roy no tenía intención de hacer semejante compra —tenían toda la vajilla que necesitaban—; pero no dijo nada y durante un rato caminaron en silencio. Luego, de repente, la furia del capitán se evaporó: «Usted no creyó en lo que he dicho al tendero», exclamó de repente. «No -—contestó Darwin—; no lo creí.» FitzRoy no dijo nada y al cabo de unos minutos comentó: «Tiene usted razón. He dicho algo que no debiera haber dicho, llevado de mi cólera contra ese bastardo.»
En diciembre, el Beagle estaba listo; pero su primera tenta­tiva de salir a mar abierto fue una especie de advertencia de lo que les aguardaba. El 10 de diciembre y el 21 de mismo mes el barco salió del puerto teniendo en las dos ocasiones que volver a Plymouth, y en las dos ocasiones se mareó Darwin de manera violenta. El día de Navidad, la tripulación se emborrachó en el puerto, y el guardiamarina King, que era el oficial de guardia, se vio obligado a encadenar a uno de los marineros para cas­tigar su insolencia. Debió de ser una borrachera de categoría, porque los hombres no se habían recobrado lo suficiente como para izar las velas al día siguiente. El 27 de diciembre apareció cubierto y en calma, pero durante la mañana, un viento fresco del cuadrante adecuado, el Este, empezó a soplar; se podía ver el humo de las chimeneas de Plymouth ondulando en el aire.
FitzRoy y Darwin almorzaron en tierra chuletas de cordero y champán y subieron a bordo a las dos de la tarde. Al fin estaban ya en marcha; los hombres tiraban de los cables, obedeciendo al silbato del timonel. Al anochecer, Darwin se encontró contemplando melancólicamente la luz de Eddystone en el horizonte, la última imagen de Inglaterra. Se dirigieron hacia el Sur, en un mar bastante movido, y salieron al gris Atlántico. FitzRoy hizo subir a cubierta al más borracho del día de Navi­dad y le mandó azotar.
Aquellas primeras semanas fueron de cielo cubierto y deja­ron un vacío en la mente de Darwin por culpa del mareo. «Los padecimientos que tengo que soportar son mayores de lo que había imaginado», escribió tristemente a su casa. «Lo peor empieza cuando se siente uno tan fatigado que el menor movimien­to produce la impresión de que uno va a desmayarse. No puedo hacer más que estar tumbado en la hamaca.» Solo podía comer uvas. En una ocasión se arrastró hasta la cubierta para respirar un poco de aire fresco, pero las olas tremendas y el vaivén era más de lo que podía aguantar; así es que la mayor parte del tiempo se lo pasaba en su hamaca o arrebozado en el sofá de FitzRoy, intentando leer. Estaba demasiado malo para levantarse y ver la costa de la isla de Madeira, cuando pasaron por delante de ella. Había además en todo esto un motivo espe­cial de desconsuelo para Darwin: temía que FitzRoy creyese que era demasiado flojo para emprender este viaje. Por el momento no podía hacerse nada; lo único que podía hacer era quejarse lo menos posible, apretar los dientes y aguantar, esperando que viniese mejor tiempo. Pasara lo que pasara, él no iba, sin embargo, a desistir y volverse a casa tan pronto como tocaran tierra por vez primera; sobre este punto estaba absolutamente seguro. Y al final se vio recompensado. En las islas de Cabo Verde, en la costa occidental de África, hubo un respiro de veintitrés días, mientras FitzRoy fijaba exacta­mente la posición de las islas, y aquí, al fin, Darwin pudo hacerse una idea de lo que el viaje iba a significar para él. Por primera vez veía una isla volcánica; había estado sumergido en el libro de Lyell y había pasado por su mente la idea de que algún día podría escribir un libro él también sobre geología. Cincuenta años más tarde podía recordar aun el lugar exacto en donde esta idea le había acudido por primera vez: «Fue un momento memorable para mí y puedo recordar con absoluta claridad el arrecife de lava bajo el que me resguardaba, con el sol brillando en lo alto y calentando, algunas extrañas plantas desérticas alrededor y con los corales vivos en las charcas que la marea había dejado a mis pies...»
Darwin estaba ya estudiando, coleccionando, recogiendo y observando. Ni un solo detalle se escapaba a su mirada; los pájaros, el paisaje, los nativos, el polvo, las plantas. Observaba minuciosamente una babosa marina, le hacía la disección y encontraba en su estómago varias piedras pequeñas. En sus notas hay un dibujo de un baobab, pero probablemente fue hecho por FitzRoy; Darwin no sabía dibujar. Escribió a Henslow que solo había una cosa que le preocupaba: si estaba realmente tomando los datos esenciales que tenía que tomar.
Siguió su ruta el barco, cruzaron el ecuador y encontraron aguas más tranquilas al acercarse al Brasil. Los delfines jugaban alrededor del barco y las aves marinas les siguieron los pasos. Darwin empezó a volver a la vida. Era una figura curiosa; entre la tripulación, vestida de uniforme, él era el único que seguía llevando sus trajes habituales, la indumentaria de un caballero de comienzos del siglo XIX, esto es, levita, larga y abierta por detrás, abrigo cruzado con sus solapas y sus boto­nes, pantalones largos y camisa de cuello alto, con su corbata. Sus actividades, además parecían muy extrañas a la dotación; se hizo, con sus propias manos del tejido usado para las bande­ras, una red de cuatro pies de larga, que, colgaba de la popa, y era capaz de atrapar a miríadas de pequeñas criaturas marinas de todos los colores, que relucían y se escurrían al ser echadas sobre la cubierta. La rutina diaria era sencilla y espartana. A las ocho, el desayuno, que FitzRoy y Darwin tomaban mano a mano en el camarote del capitán. En cuanto había terminado el almuerzo, cada cual se iba a su tarea y ninguno aguardaba a que el otro hubiese concluido. Los dos se ponían a su trabajo; FitzRoy hacía su ronda matinal y Darwin, si el tiempo estaba en calma, se ponía con sus animales marinos, diseccionando, clasificando y tomando notas. Si el tiempo estaba malo, se iba a la cama y procuraba leer. A la una en punto, se servía la comida, que era una comida vegetariana: arroz, guisantes, pan y agua. No se servían vino ni licores. A las cinco de la tarde, la cena, que podía incluir carne y antiescorbúticos, como esca­beche, manzanas secas y jugo de limón. Por la noche se charlaba un poco con los oficiales, apoyados en la borda, bajo el cielo tropical. «Me parece que un barco es una casa sumamente cómoda «—escribió a su padre—, con todo lo que uno necesita, y si no fuera por el mareo, todo el mundo debiera de ser mari­nero.» Según pasaban los días, Darwin se encontró en relaciones cambiantes con FitzRoy. Al llegar a bordo le había impresio­nado el capitán por su amabilidad, enseñándole personalmente a colgar su hamaca y a colocar sus cosas y había seguido mos­trándose igualmente amable. Fue durante este tiempo cuando FitzRoy escribió a Inglaterra: «Darwin es una persona sensata y trabajadora y un compañero de mesa muy agradable. Nunca he visto a un tipo de tierra adentro acomodarse tan pronto a la vida del mar como Darwin.» Pero FitzRoy era un tipo contra­dictorio, nervioso, susceptible, y si Darwin no se había desilu­sionado con él -—seguía teniéndole por un gran hombre-— había algo en su naturaleza que coincidía menos con el ideal, el beau ideal que se había imaginado. Se había producido el incidente de la pieza de loza en Plymouth y luego, los azotes de los borrachos del día de Navidad; a Darwin no le pareció decente dejar a unos hombres que se emborrachasen para cas­tigarlos luego. Pero no se atrevió a protestar. No tardó en darse cuenta de que el capitán de un navío es un señor de horca y cuchillo; no se le podía hablar ni se podía discutir con él como con un hombre ordinario. Por otra parte, FitzRoy era a veces innecesariamente duro consigo mismo. «Si no se mata antes, va a hacer una obra extraordinaria en este viaje —escribió Darwin a su casa—. Nunca me había encontrado con un hombre que pudiera desempeñar el papel de un Napoleón y de un Nelson a la vez. No diría que es precisamente inteligente; sin embargo, nada es demasiado elevado o grande para él. El ascendiente que tiene sobre todos los que le rodean es curioso... De todas maneras es el tipo de más carácter con quien yo me he visto en mi vida.» El difícil carácter de FitzRoy era más difícil por la mañana, cuando hacía la inspección del barco, y si cualquier cosa no estaba en su sitio, se arrojaba sobre el delincuente con ira evangélica, como si hubiera sufrido un insulto personal. Su aparición sobre cubierta era electrizante; un grupo de mari­neros que estuviese tirando de una cuerda se aplicaba de tal forma al trabajo, al verle, como si su vida dependiese de ello. Pero eran los «rigurosos silencios» de FitzRoy lo que Darwin encontraba más penoso de soportar; moroso, sombrío y amena­zador, el capitán se abandonaba a su malhumor, a veces durante horas y horas. A pesar de esto, FitzRoy no era un hombre odiado; todos admiraban su talento de navegante y tenía también sus buenos ratos, y generalmente su manera de comportarse era cortés y de gran estilo. No obstante, todos andaban en el Beagle con mucho cuidado y Darwin tuvo que aprender el arte de esquivar sus cóleras.
Con el resto de los colegas, Darwin se entendía muy bien. Era hombre tímido y deseoso de aprender. Para la tripulación era conocido cariñosamente con el apelativo de «nuestro cazador de mariposas». El segundo oficial, Sulivan, que más tarde se convirtió en el almirante sir James Sulivan, escribió luego: «Tengo la convicción de que en los cinco años del Beagle nadie vio a Darwin enfadado ni le oyó decir una palabra poco amable o irritada a ninguno... Esto, con la admiración que inspiraba por su energía y su habilidad, nos hizo darle el nombre de el querido y viejo filósofo». Wackham, el primer oficial, gruñía por el barullo que organizaba Darwin en cubierta con sus ejem­plares, pero era hombre alegre y cariñoso; el tipo «de mejor conversación a bordo», según decía Darwin. Bynoe, el ayudante del cirujano, se convirtió en un verdadero amigo suyo. El joven Philip King, el guardiamarina, era un muchacho muy brioso y vivo: «He leído todo lo que ha escrito Byron —decía—, y todo lo demás me tiene sin cuidado.» Augustus Earle, el artista, era un hombre excepcional. Era hijo de un pintor norteamericano que había vivido algún tiempo en Inglaterra, Augustus había estudiado en la Royal Academy de Londres, en donde se había ejercitado en toda clase de pintura, retrato, paisaje, temas históricos. La otra pasión suya era la de recorrer el globo poniendo la planta en lugares en los que no hubiese estado nunca otro artista. Cuando se unió al Beagle contaba treinta y siete años, lo que hacía de él el hombre más viejo del barco, y llevaba viajando dieciséis; había vivido en América del Norte, América del Sur y en Australia; estas últimas eran las metas principales del Beagle. Como Darwin, era un entu­siasta de Humboldt y en especial de sus descripciones de la selva tropical. Darwin y él se entendieron tan bien, que decidieron alquilar una casa juntos cuando desembarcaran en Brasil.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

16 marzo 2008

En el Museo Arqueológico de Madrid

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El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (3)

Desde este instante, que es en rigor la coyuntura en que la vida de Darwin cambia, se aceleran los acontecimientos, Al llegar a El Monte, el tío Jos examinó una tras otra las obje­ciones del doctor y las echó abajo. Charles, sintiendo remordi­miento por los gastos hechos a la ligera en Cambridge, quiso hablar de la economía: «Tendría que ser un verdadero artista para gastar a borde del Beagle más de lo que supone mi asig­nación. No tendré ocasiones.» Pero su padre replicó: «Tú eres un verdadero artista para eso.» Al final el doctor se dio por vencido y Charles, en un estado de gran excitación, envió una carta desdiciéndose de su renuncia anterior; se sentiría muy feliz si tuviera el honor de ser aceptado. En aquellos momentos le entró una fiebre de preocupaciones, la aprensión de que era demasiado tarde y de que el puesto le habría sido ya ofrecido a algún otro, y a las tres de la mañana del día siguiente, el 2 de septiembre, tomó la diligencia, «La Maravillosa», camino de Cambridge. Llegó muy cansado aquella noche al «León Rojo» y envió en seguida una nota a Henslow, preguntándole si podía recibirle a la mañana siguiente. Henslow tenía malas noticias que darle: un tal señor Chester, naturalista de cierta reputación, estaba propuesto como candidato. Todo dependería de la impre­sión que Charles hiciese a FitzRoy, el capitán del Beagíe, porque FitzRoy había dicho claramente que no aceptaría más que a un hombre que le agradase. Condición razonable, sabiendo que tendría que compartir su camarote con él durante todo el viaje. El 5 de septiembre Darwin salió para Londres, donde se las arregló para conseguir una entrevista con FitzRoy aquel mismo día. Como hemos visto, la entrevista tuvo un final feliz.
Los dos hombres se vieron al día siguiente y las cosas fueron como la seda. FitzRoy, escribió Darwin a su familia, había sido excepcionalmente franco y amable con él. «Vosotros diréis, queridos míos —escribía Darwin—, que un capitán es el bruto más grande de la faz de la creación; no sé entonces cómo expli­caros este caso, salvo si me dais el tiempo suficiente para con­venceros.» El espacio dentro del barco era muy escaso y el capitán fue muy claro al referirse a ello: «De golpe, me preguntó, ¿será usted capaz de aguantar que yo le diga que quiero el camarote para mí solo en algunos momentos? Si el convenio es claro y franco, creo que podremos arreglarnos; si no, proba­blemente, acabaremos por odiarnos.» Los gastos no serían muy grandes, la comida solo treinta libras al año; con quinientas libras, en números redondos, podría arreglarse para todo el viaje. ¿Querría su hermana Susana decir a las criadas de EL ¿Honte que se cuidaran de su equipo? «Di a Nancy que me haga en seguida doce camisas en lugar de ocho. Di a Edward que me meta en la cartera mis zapatillas; puede poner la llave colgada de la manilla en una cuerda... Un par de zapatos ligeros para andar, mis libros de español, mi nuevo microscopio, el que tiene seis pulgadas de largo y unas tres o cuatro de ancho, bien envuelto en algodón, mi brújula geológica, que padre sabe dónde está, un libro pequeño, que debe de estar por mi dormitorio, que se titula Taxidermia...» Luego venía la lista de las armas de fuego que tenía que llevar. FitzRoy le había dicho que en muchos lugares no se podía bajar a tierra sin un par de pistolas. Pero estas armas podía conseguirlas en Londres. Pronto anduvo por la ciudad de compras con FitzRoy, con su lista en la mano. FitzRoy era pródigo en los gastos, al parecer. Le parecía una bagatela pagar cuatrocientas libras por una colección de armas personales, y Darwin se vio contagiado de semejante prodiga­lidad lo suficiente como para pagar cincuenta libras de su bol­sillo por «una caja con dos buenas pistolas y un excelente rifle». Los días estaban contados. Tendrían que salir en octubre. «Se me hiela la sangre al pensar en la cantidad de cosas que tengo que hacer.» Y continuó hablando de nuevo de FitzRoy: «Es una persona encantadora, si dijera de él todo lo bueno que se me ocurre, pensaríais de mí que estoy loco.»
El 11 de septiembre, los dos jóvenes se embarcaron en Londres hasta Plymouth para ver el BeagLe, que estaba en los muelles. Tardaron tres días en llegar, que aprovecharon para conversar y acabar de conocerse. La admiración de Darwin por FitzRoy siguió creciendo: «Quizá pensarais que era yo un romántico en mis cartas anteriores, cuando os hablaba del capitán. Pues eso no es nada comparado con lo que ahora siento... Todos le elogian cuando hablan de él, sin saber siquiera que voy a hacer ese viaje, y realmente, por lo poco que he podido ver, merece esos elogios... No es que yo crea que esta admiración vehemente que siento por él vaya a durar. Nadie es héroe para su criado, como dice el refrán, y yo voy a ser algo así para él.»
FitzRoy, por su parte, estaba igualmente impresionado. En cartas que escribió más tarde se desborda alabando al joven Darwin; no era nada raro el llevar a un naturalista en un viaje de este tipo, pero FitzRoy tenía también un proyecto muy particular en cartera y es muy posible que aprovechase la opor­tunidad del viaje a Plymouth para explicar a Darwin de qué se trataba. El viaje del Beagle ofrecía una gran oportunidad para probar las tesis de la Biblia, especialmente las contenidas en el libro del Génesis. En su calidad de naturalista, Darwin podría encontrar fácilmente pruebas del diluvio y de la primera apa­rición de todas las cosas creadas sobre la tierra. Haría un servicio importante a los espíritus religiosos interpretando sus descubrimientos científicos a la luz de la Biblia. Por su parte, Darwin, el joven que se preparaba para ser clérigo, estaba en la mejor situación para llevar a cabo ese trabajo. Y, natural­mente, no dudaba lo más mínimo de que la Biblia fuese cierta en su sentido literal; esto era una porción del mundo que él acep­taba y que le complacía, y si realmente podía dar ese sentido a su trabajo, entonces se hacían aún más interesantes las pers­pectivas del viaje. Por supuesto, otras influencias habían operado también sobre el joven Darwin. En Cambridge había leído la Filosofía de la zoología, de Fleming, los viajes de Burchell, los trabajos sobre los volcanes de Scrope, los Viajes a la América del Sur de Caldcleugh, y probablemente conocía algo de las teorías de Lamarck y de Buffon sobre los cambios debidos a la evolución. Sabemos que había leído a Humboldt, el naturalista alemán, y que los Recuerdos personales de HumboLdt era uno de sus libros favoritos, que se llevó consigo en el viaje. Parece casi seguro, sin embargo, que por aquel tiempo Darwin no había empezado a soñar siquiera con la obra que iba a realizar. Era apenas poco más que un chico de escuela, lleno de entusiasmo adolescente. Escribiendo a FitzRoy sobre la fecha de la partida, decía: «Mi segunda vida va a comenzar, y va a ser el momento de la marcha como un nuevo nacimiento para el resto de mi vida.»
Todo le agradaba a Darwin en aquellos días. El Beagle, desarmado en el dique seco, era un buque realmente muy pequeño, un bergantín de diez cañones y doscientas cuarenta y dos toneladas, con solo noventa pies de ancho; en este espacio tendrían que acomodarse setenta y cuatro personas. «Pero no ha habido buque en el mundo «—escribió Darwin a su casa— equipado de manera tan generosa y con tanto esmero. Todo lo que puede ser hecho de caoba es de caoba.» En realidad, el barco estaba tan podrido después de su último viaje, que prácti­camente tuvo que ser reconstruido. Los oficiales, comparados con el capitán, eran gente sin importancia, pero inteligente, activa y resuelta, aunque un poco basta. Allí estaba John Wickham, el primer teniente; James Sulivan, el segundo; John Lort Stokes, que hacía de ayudante de FitzRoy en las medidas y los cálculos; Robert MacCormick, el médico, y su ayudante, Benjamín Bynoe; George Rowlett, el tesorero; el guardiamarina Philip King; Charles Musters, un voluntario, y Augustus Earle, un artista; todos ellos en aquel momento eran caras anónimas para Darwin, pero pronto, en aquel barco tan pequeño, se convertirían en personajes muy definidos. El resto de la tri­pulación se componía del capitán y sus dos pilotos, el contra­maestre, el carpintero, un clérigo, ocho soldados de marina, treinta y cuatro marineros y seis grumetes. Había, finalmente, tres pasajeros, un hombre de veintiocho años, llamado York Minster, un chico de dieciséis, llamado Jemmy Button, y una niña de once, llamada Fuegia Basket. Estos tres últimos eran nativos de la Tierra del Fuego, el territorio helado alrededor del Cabo de Hornos. FitzRoy los había atrapado en el viaje anterior y les había bautizado con nombre ingeniosos: como Jemmy Button o Botones, porque fue comprado por un botón, y durante un año los había educado a sus expensas en Ingla­terra. Se los llevó, para que los vieran, al rey Guillermo y a la reina Adelaida; la reina puso uno de sus sombreros en la cabeza de Fuegia y uno de sus anillos en una de sus manos y le dio una bolsa con dinero para que se comprase vestidos. Ahora, con un ligero baño de inglés, vestidos europeos y una serie de cosas por el estilo, los fueguinos volvían a su casa en la otra parte del mundo, para extender el cristianismo y la civilización entre sus paisanos. Un joven misionero, Richard Matthews, se ofreció a acompañarles.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en agosto de 1970 en "La Revista de Occidente"

¡A volar!