12 enero 2008
11 enero 2008
De los Bandos del Alcalde
EL ALCALDE PRESIDENTE
del Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid.
Madrileños:
Aun contradiciendo al filósofo, en el segundo libro de las “Éticas”, hay que perder la vieja idea de que sea la mujer varón menguado. Puede ser contradicha sin ambages ni rebozos esta opinión con la larga experiencia que enseña que vale la mujer tanto como el hombre vale en cuanto atañe a las facultades de la inteligencia. Es también capacísima en los ejercicios que requieren esfuerzo y destreza física, a lo que hay que añadir vivaz imaginativa y natural aversión a la melancolía que hácela alegre y siempre dispuesta a cuanto requiere festivo humor.
Por cuya razón el Alcalde cree que es en extremo conveniente dejar en desuso y sin fuerza alguna los antiguos preceptos que juzgaban contrario al femenil recato que fuesen las mujeres con el rostro cubierto y el cuerpo aderezado con el disimulo de extrañas y a veces risibles ropas, pues son tales las vecinas de Madrid, en cuanto a despiertas y avisadas, que mucho tiene que temer y si el caso llega padecer el varón que, ayudado por la maliciosa ignorancia, crea que con ocasión del disfraz halas de torcer la voluntad contrariando su firmeza y casto trato.
Pueden, pues, los madrileños, hombres y mujeres, de cualesquiera edad, divertir la voluntad según su natural inclinación durante los ya cercanos Carnavales, gozando de cuantos regocijos el Concejo desta coronada Villa, con generosidad, aunque sin derroche, ofrece.
Habrá, además, aquellas novedades que el ingenio de cada cual provea, pues son de antiguo los vecinos de esta Corte gente pródiga en curiosos solaces e imprevistas invenciones en tiempos de Carnestolendas, en los que cualquier travesura es propia, como fingir fantasmas, pasear estafernos, menear tarascas, mover máquinas de cuantioso ruido y aparato, además de deformarse el bulto del cuerpo y rostro con fingidas jorobas, narices postizas, manos de mentira, grandes dientes falsos y otras ocurrencias de mucha risa y común contentamiento, que se acompañan de cantos, bailes, retozos y singulares cortejos en que se hermanan el arte más fino con el mejor donaire y más sutil y popular ingenio.
Pero advierte también, con amargura, el Alcalde de esta antigua y noble Villa, que con harta frecuencia acaece que en los festejos públicos que con ocasión del Carnaval se ofrecen, no faltan quienes, con más osadía que vergüenza, se dan a roces, tientos, tocamientos y sobos a los que suelen ayudar con visajes, muecas, meneos y aspavientos que van más allá de lo que es lícito y tolerable, particularmente cuando con el desenfado propio del mucho atrevimiento hacen burla de meritísimos hombres públicos, contrahaciendo su imagen, a la que maltratan con vejigas y otros ridículos instrumentos, con daño grave para el respeto y decoro de quienes ostentan públicas dignidades. Encarecemos, por consiguiente, que se empleen estas y otras mañas y habilidades en más prudentes quehaceres y honestos gozos que no dañen el crédito y reputación de Consejeros, Regidores, Alguaciles, Privados, Ministros y otros cualesquiera de semejante lustre y pujos.
No es raro, por último, que en estas fiestas de Carnaval, no ya el pueblo llano, por lo común sufrido, sino currutacos, boquirrubios, lindos y pisaverdes, unidos a destrozonas, jayanes, bravos de germanía, propicios a la pelea y al destrozo, rompan sin razón bastante que, a juicio de esta Alcaldía, lo justifique, enseres de uso público que el Concejo cuida, como respaldares de bancos, papeleras, esportillas y cubos de la basura, ayudándose de los más insólitos instrumentos, cuya finalidad propia no es, mírese como se mire, la de quebrar y destrozar.
De la buena crianza del pueblo de Madrid se espera que sin dejar el esparcimiento adulto y el juvenil retozo, contribuya a cortar abusos tan censurables, obra de muy pocos, que desdora a muchos.
Téngase pues, antes de que la Cuaresma llegue, días de fiesta, algazara y abierta diversión, sin excesos, según conviene a pueblo tan alegre, discreto y a la vez bullicioso como el de Madrid, de manera que su comportamiento no venga a dar la razón a quienes en tristes tiempos pasados suprimieron estas antiguas e inocentes fiestas.
Madrid, 9 de febrero de 1983.
Por cuya razón el Alcalde cree que es en extremo conveniente dejar en desuso y sin fuerza alguna los antiguos preceptos que juzgaban contrario al femenil recato que fuesen las mujeres con el rostro cubierto y el cuerpo aderezado con el disimulo de extrañas y a veces risibles ropas, pues son tales las vecinas de Madrid, en cuanto a despiertas y avisadas, que mucho tiene que temer y si el caso llega padecer el varón que, ayudado por la maliciosa ignorancia, crea que con ocasión del disfraz halas de torcer la voluntad contrariando su firmeza y casto trato.
Pueden, pues, los madrileños, hombres y mujeres, de cualesquiera edad, divertir la voluntad según su natural inclinación durante los ya cercanos Carnavales, gozando de cuantos regocijos el Concejo desta coronada Villa, con generosidad, aunque sin derroche, ofrece.
Habrá, además, aquellas novedades que el ingenio de cada cual provea, pues son de antiguo los vecinos de esta Corte gente pródiga en curiosos solaces e imprevistas invenciones en tiempos de Carnestolendas, en los que cualquier travesura es propia, como fingir fantasmas, pasear estafernos, menear tarascas, mover máquinas de cuantioso ruido y aparato, además de deformarse el bulto del cuerpo y rostro con fingidas jorobas, narices postizas, manos de mentira, grandes dientes falsos y otras ocurrencias de mucha risa y común contentamiento, que se acompañan de cantos, bailes, retozos y singulares cortejos en que se hermanan el arte más fino con el mejor donaire y más sutil y popular ingenio.
Pero advierte también, con amargura, el Alcalde de esta antigua y noble Villa, que con harta frecuencia acaece que en los festejos públicos que con ocasión del Carnaval se ofrecen, no faltan quienes, con más osadía que vergüenza, se dan a roces, tientos, tocamientos y sobos a los que suelen ayudar con visajes, muecas, meneos y aspavientos que van más allá de lo que es lícito y tolerable, particularmente cuando con el desenfado propio del mucho atrevimiento hacen burla de meritísimos hombres públicos, contrahaciendo su imagen, a la que maltratan con vejigas y otros ridículos instrumentos, con daño grave para el respeto y decoro de quienes ostentan públicas dignidades. Encarecemos, por consiguiente, que se empleen estas y otras mañas y habilidades en más prudentes quehaceres y honestos gozos que no dañen el crédito y reputación de Consejeros, Regidores, Alguaciles, Privados, Ministros y otros cualesquiera de semejante lustre y pujos.
No es raro, por último, que en estas fiestas de Carnaval, no ya el pueblo llano, por lo común sufrido, sino currutacos, boquirrubios, lindos y pisaverdes, unidos a destrozonas, jayanes, bravos de germanía, propicios a la pelea y al destrozo, rompan sin razón bastante que, a juicio de esta Alcaldía, lo justifique, enseres de uso público que el Concejo cuida, como respaldares de bancos, papeleras, esportillas y cubos de la basura, ayudándose de los más insólitos instrumentos, cuya finalidad propia no es, mírese como se mire, la de quebrar y destrozar.
De la buena crianza del pueblo de Madrid se espera que sin dejar el esparcimiento adulto y el juvenil retozo, contribuya a cortar abusos tan censurables, obra de muy pocos, que desdora a muchos.
Téngase pues, antes de que la Cuaresma llegue, días de fiesta, algazara y abierta diversión, sin excesos, según conviene a pueblo tan alegre, discreto y a la vez bullicioso como el de Madrid, de manera que su comportamiento no venga a dar la razón a quienes en tristes tiempos pasados suprimieron estas antiguas e inocentes fiestas.
Madrid, 9 de febrero de 1983.
Bando de Don Enrique Tierno Galván
10 enero 2008
09 enero 2008
08 enero 2008
Flores sobre canicas
Be peaceful like water
Know balance like the Earth
Love passionately like fire
Be free like the wind
Life is a blessing, live it well !
Happy Epiphany !!!
07 enero 2008
El hombre que calculaba de Malba Tahan
CAPITULO I
En el que se narran las divertidas circunstancias de mi encuentro con un singular viajero camino de la ciudad de Samarra, en la Ruta de Bagdad. Qué hacía el viajero y cuáles eran sus palabras.
¡En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso!
Iba yo cierta vez al paso lento de mi camello por la Ruta de Bagdad de vuelta de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, a orillas del Tigres, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero modestamente vestido que parecía estar descansando de las fatigas de algún viaje.
Me disponía a dirigir al desconocido el trivial salam de los caminantes, cuando, con gran sorpresa por mi parte, vi que se levantaba y decía ceremoniosamente:
—Un millón cuatrocientos veintitrés mil setecientos cuarenta y cinco…
Se sentó en seguida y quedó en silencio, con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera absorto en profundas meditaciones.
Me paré a cierta distancia y me quedé observándolo como si se tratara de un monumento histórico de los tiempos legendarios.
Momentos después, el hombre se levantó de nuevo y, con voz pausada y clara, cantó otro número igualmente fabuloso:
—Dos millones trescientos veintiún mil ochocientos sesenta y seis…
Y así, varias veces, el raro viajero se puso en pie y dijo en voz alta un número de varios millones, sentándose luego en la tosca piedra del camino.
Sin poder refrenar mi curiosidad, me acerqué al desconocido, y, después de saludarlo en nombre de Allah —con Él sean la oración y la gloria—, le pregunté el significado de aquellos números que solo podrían figurar en cuentas gigantescas.
—Forastero, respondió el Hombre que Calculaba, no censuro la curiosidad que te ha llevado a perturbar mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y ya que supiste dirigirte a mí con delicadeza y cortesía, voy a atender a tus deseos. Pero para ello necesito contarte antes la historia de mi vida.
Y relató lo siguiente, que por su interés voy a trascribir con toda fidelidad:
CAPITULO II
Donde Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, cuenta la historia de su vida. Cómo quedé informado de los cálculos prodigiosos que realizaba y de cómo vinimos a convertirnos en compañeros de jornada.
—Me llamo Beremiz Samir, y nací en la pequeña aldea de Khoi, en Persia, a la sombra de la pirámide inmensa formada por el monte Ararat. Siendo aún muy joven empecé a trabajar como pastor al servicio de un rico señor de Khamat.
Todos los días, al amanecer, llevaba a los pastos el gran rebaño y me veía obligado a devolverlo a su redil antes de caer la noche. Por miedo a perder alguna oveja extraviada y ser, por tal negligencia, severamente castigado, las contaba varias veces al día.
Así fui adquiriendo poco a poco tal habilidad para contar que, a veces, de una ojeada contaba sin error todo el rebaño. No contento con eso, pasé luego a ejercitarme contando los pájaros cuando volaban en bandadas por el cielo.
Poco a poco fui volviéndome habilísimo en este arte. Al cabo de unos meses —gracias a nuevos y constantes ejercicios contando hormigas y otros insectos— llegué a realizar la proeza increíble de contar todas las abejas de un enjambre. Esta hazaña de calculador nada valdría, sin embargo, frente a muchas otras que logré más tarde. Mi generoso amo poseía, en dos o tres distantes oasis, grandes plantaciones de datileras, e, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó dirigir la venta de sus frutos, contados por mí en los racimos, uno a uno. Trabajé así al pie de las palmeras cerca de diez años. Contento con las ganancias que le procuré, mi bondadoso patrón acaba de concederme cuatro meses de reposo y ahora voy a Bagdad pues quiero visitar a unos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de la famosa ciudad. Y, para no perder el tiempo, me ejercito durante el viaje contando los árboles que hay en esta región, las flores que la embalsaman, y los pájaros que vuelan por el cielo entre nubes.
Y señalándome una vieja higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió:
—Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene como promedio, trescientos cuarenta y seis hojas, es fácil concluir que aquel árbol tiene un total de noventa y ocho mil quinientos cuarenta y ocho hojas. ¿No cree, amigo mío?
—¡Maravilloso! —exclamé atónico. Es increíble que un hombre pueda contar, de una ojeada, todas las ramas de un árbol y las flores de un jardín… Esta habilidad puede procurarle a cualquier persona inmensas riquezas..
—¿Usted cree? —se asombró Beremiz. Jamás se me ocurrió pensar que contando los millones de hojas de los árboles y los enjambres de abejas se pudiera ganar dinero. ¿A quién le puede interesar cuántas ramas tiene un árbol o cuántos pájaros forman la bandada que cruza por el cielo?
—Su admirable habilidad —le expliqué— puede emplearse en veinte mil casos distintos. En una gran capital como Constantinopla, o incluso en Bagdad, sería usted un auxiliar precioso para el Gobierno. Podría calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil le sería evaluar los recursos del país, el valor de las cosechas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado. Le aseguro —por las relaciones que tengo, pues soy bagdalí— que no le será difícil obtener algún puesto destacado junto al califa Al—Motacén, nuestro amo y señor. Tal vez pueda llegar al cargo de visir—tesorero o desempeñar las funciones de secretario de la Hacienda musulmana.
—Si es así en verdad, no lo dudo, respondió el calculador. Me voy a Bagdad.
Y sin más preámbulos se acomodó como pudo en mi camello —el único que llevábamos—, y nos pusimos a caminar por el largo camino cara a la gloriosa ciudad.
Desde entonces, unidos por este encuentro casual en medio de la agreste ruta, nos hicimos compañeros y amigos inseparables.
Beremiz era un hombre de genio alegre y comunicativo. Muy joven aún —pues no había cumplido todavía los veintiséis años— estaba dotado de una inteligencia extraordinariamente viva y de notables aptitudes para la ciencia de los números.
Formulaba a veces, sobre los acontecimientos más triviales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban una gran agudeza matemática. Sabía también contar historias y narrar episodios que ilustraban su conversación, ya de por sí atractiva y curiosa.
A veces se quedaba en silencio durante varias horas; encerrado en un mutismo impenetrable, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas ocasiones me esforzaba en no perturbarlo. Le dejaba tranquilo, para que pudiera hacer, con los recursos de su privilegiada memoria, descubrimientos fascinantes en los misteriosos arcanos de la Matemática, la ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron.
En el que se narran las divertidas circunstancias de mi encuentro con un singular viajero camino de la ciudad de Samarra, en la Ruta de Bagdad. Qué hacía el viajero y cuáles eran sus palabras.
¡En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso!
Iba yo cierta vez al paso lento de mi camello por la Ruta de Bagdad de vuelta de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, a orillas del Tigres, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero modestamente vestido que parecía estar descansando de las fatigas de algún viaje.
Me disponía a dirigir al desconocido el trivial salam de los caminantes, cuando, con gran sorpresa por mi parte, vi que se levantaba y decía ceremoniosamente:
—Un millón cuatrocientos veintitrés mil setecientos cuarenta y cinco…
Se sentó en seguida y quedó en silencio, con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera absorto en profundas meditaciones.
Me paré a cierta distancia y me quedé observándolo como si se tratara de un monumento histórico de los tiempos legendarios.
Momentos después, el hombre se levantó de nuevo y, con voz pausada y clara, cantó otro número igualmente fabuloso:
—Dos millones trescientos veintiún mil ochocientos sesenta y seis…
Y así, varias veces, el raro viajero se puso en pie y dijo en voz alta un número de varios millones, sentándose luego en la tosca piedra del camino.
Sin poder refrenar mi curiosidad, me acerqué al desconocido, y, después de saludarlo en nombre de Allah —con Él sean la oración y la gloria—, le pregunté el significado de aquellos números que solo podrían figurar en cuentas gigantescas.
—Forastero, respondió el Hombre que Calculaba, no censuro la curiosidad que te ha llevado a perturbar mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y ya que supiste dirigirte a mí con delicadeza y cortesía, voy a atender a tus deseos. Pero para ello necesito contarte antes la historia de mi vida.
Y relató lo siguiente, que por su interés voy a trascribir con toda fidelidad:
CAPITULO II
Donde Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, cuenta la historia de su vida. Cómo quedé informado de los cálculos prodigiosos que realizaba y de cómo vinimos a convertirnos en compañeros de jornada.
—Me llamo Beremiz Samir, y nací en la pequeña aldea de Khoi, en Persia, a la sombra de la pirámide inmensa formada por el monte Ararat. Siendo aún muy joven empecé a trabajar como pastor al servicio de un rico señor de Khamat.
Todos los días, al amanecer, llevaba a los pastos el gran rebaño y me veía obligado a devolverlo a su redil antes de caer la noche. Por miedo a perder alguna oveja extraviada y ser, por tal negligencia, severamente castigado, las contaba varias veces al día.
Así fui adquiriendo poco a poco tal habilidad para contar que, a veces, de una ojeada contaba sin error todo el rebaño. No contento con eso, pasé luego a ejercitarme contando los pájaros cuando volaban en bandadas por el cielo.
Poco a poco fui volviéndome habilísimo en este arte. Al cabo de unos meses —gracias a nuevos y constantes ejercicios contando hormigas y otros insectos— llegué a realizar la proeza increíble de contar todas las abejas de un enjambre. Esta hazaña de calculador nada valdría, sin embargo, frente a muchas otras que logré más tarde. Mi generoso amo poseía, en dos o tres distantes oasis, grandes plantaciones de datileras, e, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó dirigir la venta de sus frutos, contados por mí en los racimos, uno a uno. Trabajé así al pie de las palmeras cerca de diez años. Contento con las ganancias que le procuré, mi bondadoso patrón acaba de concederme cuatro meses de reposo y ahora voy a Bagdad pues quiero visitar a unos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de la famosa ciudad. Y, para no perder el tiempo, me ejercito durante el viaje contando los árboles que hay en esta región, las flores que la embalsaman, y los pájaros que vuelan por el cielo entre nubes.
Y señalándome una vieja higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió:
—Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene como promedio, trescientos cuarenta y seis hojas, es fácil concluir que aquel árbol tiene un total de noventa y ocho mil quinientos cuarenta y ocho hojas. ¿No cree, amigo mío?
—¡Maravilloso! —exclamé atónico. Es increíble que un hombre pueda contar, de una ojeada, todas las ramas de un árbol y las flores de un jardín… Esta habilidad puede procurarle a cualquier persona inmensas riquezas..
—¿Usted cree? —se asombró Beremiz. Jamás se me ocurrió pensar que contando los millones de hojas de los árboles y los enjambres de abejas se pudiera ganar dinero. ¿A quién le puede interesar cuántas ramas tiene un árbol o cuántos pájaros forman la bandada que cruza por el cielo?
—Su admirable habilidad —le expliqué— puede emplearse en veinte mil casos distintos. En una gran capital como Constantinopla, o incluso en Bagdad, sería usted un auxiliar precioso para el Gobierno. Podría calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil le sería evaluar los recursos del país, el valor de las cosechas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado. Le aseguro —por las relaciones que tengo, pues soy bagdalí— que no le será difícil obtener algún puesto destacado junto al califa Al—Motacén, nuestro amo y señor. Tal vez pueda llegar al cargo de visir—tesorero o desempeñar las funciones de secretario de la Hacienda musulmana.
—Si es así en verdad, no lo dudo, respondió el calculador. Me voy a Bagdad.
Y sin más preámbulos se acomodó como pudo en mi camello —el único que llevábamos—, y nos pusimos a caminar por el largo camino cara a la gloriosa ciudad.
Desde entonces, unidos por este encuentro casual en medio de la agreste ruta, nos hicimos compañeros y amigos inseparables.
Beremiz era un hombre de genio alegre y comunicativo. Muy joven aún —pues no había cumplido todavía los veintiséis años— estaba dotado de una inteligencia extraordinariamente viva y de notables aptitudes para la ciencia de los números.
Formulaba a veces, sobre los acontecimientos más triviales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban una gran agudeza matemática. Sabía también contar historias y narrar episodios que ilustraban su conversación, ya de por sí atractiva y curiosa.
A veces se quedaba en silencio durante varias horas; encerrado en un mutismo impenetrable, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas ocasiones me esforzaba en no perturbarlo. Le dejaba tranquilo, para que pudiera hacer, con los recursos de su privilegiada memoria, descubrimientos fascinantes en los misteriosos arcanos de la Matemática, la ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron.
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