
12 octubre 2022
11 octubre 2022
El Solitario de Beak Street (2)
Ella por fuerza adivina que yo me propongo dibujar a su marido en las precedentes líneas; pero no me da testimonio de haberlo advertido sino por una intencionada cortesía: por —me será lícito decirlo— unas cuantas invitaciones más; por una mirada de aquellos ojos insondables —¡Dios bendito!, pensar que usó gafas tanto tiempo y que aún los defendía a veces con una visera—, en los cuales, cuando se les mira en ciertas ocasiones, se puede bucear tan hondo, tan hondo, tan hondo, que desafío a cualquiera a penetrar hasta la mitad del misterio que encierran.
Cuando yo era muchacho tuve habitaciones en Beak Street y en Regent Street —claro que no he vivido en Beak Street, como no he vivido en Be1grave Square; pero estimo conveniente decirlo, y confío en que no habrá ningún caballero tan mal criado que se atreva a contradecirme…— viví, repito, en tiempo en Beak Street. Prior era el nombre de mi patrona. Esta señora había atravesado mejores épocas…; a muchas patronas les ha pasado lo mismo. Su marido…, no diremos el patrón, porque la señora Prior era la que gobernaba…, había sido en mejores tiempos capitán o teniente de la milicia; residió luego en Diss-Norfolk, sin oficio ni beneficio; estuvo después en Norwich Castle preso por deudas; más tarde fue escribano en Southampton Buildings —Londres—; luego teniente y pagador en los Cazadores del Bom Retiro, al servicio de su majestad la reina de Portugal; por fin, estuvo en Melina Place, St. Georg’s Field’s, etcétera. Omito la reseña circunstanciada de una existencia que ya ha trazado paso a paso un biógrafo legal y que más de una vez ha sido objeto de investigaciones judiciales, llevadas a efecto por ciertos comisarios de Lincoln’s Inn Field’s. Prior, por este tiempo, después de haber salido a flote de cien naufragios logrando encaramarse en una barquichuela salvadora, actuaba de escribiente en la casa de un comerciante de carbón de la ribera. «Ya comprenderá usted, señor —decía él—, que mi colocación es transitoria… La fortuna de la guerra, la fortuna de la guerra». Chapurraba no pocas lenguas extranjeras. Su persona exhalaba un fuerte olor a tabaco. Ciertos hombres barbudos de los que se dedican a hollar con sus cascos los alrededores de Regent Street solían llegar por la tarde a preguntar por «el capitán». Era conocido en todos los billares de las cercanías, donde, según mis noticias, se le respetaba muy poco. No podréis haceros cargo, por lo que aquí ha de hablarse del capitán Prior, de lo inaguantable que resultaban el tal sujeto y sus groseras baladronadas, ni será fácil que os representéis la molestia que ocasionaban las repetidísimas demandas de pequeños préstamos, cuya pérdida era cosa descontada, todo lo cual habéis de suponer que ha ocurrido antes de levantarse el telón para el presente drama. Sólo dos personas en el mundo creo yo que se sentían movidas por la compasión hacia él: su mujer, que aún conservaba el dulce recuerdo del guapo mozo que le ofreciera su amor y supiera conquistarla, y su hija Isabel, a la cual Prior, durante los dos últimos meses de su vida y hasta que le atacara la enfermedad que le llevó al sepulcro, había acompañado todas las tardes a lo que él llamaba «la academia». Estáis en lo cierto. Isabel es el personaje central de la historia. Cuando la conocí era una delicada y esbelta muchacha de quince años. Tenía el rostro sembrado de pecas, y era un tanto rojizo su cabello. Su vestido era bastante corto. Solía pedirme prestados algunos libros y tocar el piano del vecino del piso primero, cuyo nombre era Slumley, siempre que éste se hallaba fuera de casa. Slumley era director de La Moda, periódico que se publicaba por entonces; era además autor de muchos cantos populares y amigo de varios almacenistas de música. Y, gracias a la influencia de mister Slumley, fue Isabel admitida como discípula en lo que la familia daba en llamar «la academia».
William M. Thackeray
El viudo Lovel
Título original: Lovel The Widower
William M. Thackeray, 1860
Traducción: Manuel Ortega y Gasset
10 octubre 2022
El Solitario de Beak Street
El Solitario de Beak Street
¿Quién va a ser el protagonista de este cuento? Yo, que lo escribo, no, pues no paso de ser el coro de la obra. Me limito a observar la conducta de los personajes y a narrar su sencilla historia. Hay en ella amor y matrimonio, amargura y desconsuelo; la acción se desarrolla en la sala de confianza y debajo de ella; aunque, en el presente caso, la sala y la cocina tal vez se hallen al mismo nivel. No figuran personajes pertenecientes a la vida aristocrática, a menos que se considere aristócrata a la viuda de un baronet; lo cual no procede en términos generales, pues, si bien es verdad que algunas señoras de tal calidad ostentan justamente aquella condición, no es menos cierto que otras distan mucho de merecer semejante preeminencia. Puede decirse que en todo el curso del relato no aparece un solo traidor. Veréis, sí, una odiosa y egoísta vieja: ladrona audaz, beneficiaria abusiva de la complacencia de los demás, antigua moradora de las casas de huéspedes de Bath y Cheltenham —acerca de las cuales, ¿qué podré saber yo, que jamás he frecuentado las casas de huéspedes de Bath ni de Cheltenham?— vieja tramposa y sablista, tirana de la servidumbre y altiva con los desgraciados, a quien pudiera cuadrar el papel de traidor, no obstante considerarse a sí misma como la mujer más virtuosa nacida de madre. La protagonista no se halla exenta de faltas y máculas —grata noticia para algunas gentes, porque habéis de saber que las mujeres impecables de ciertos autores son bastante insípidas. Probablemente juzgaréis al personaje central algo pícaro. Pero ¿os merecen más elevado concepto muchos de vuestros respetables amigos?; y además, ¿saben los pícaros que son pícaros, o son más infelices por darse cuenta de ello? ¿Renuncian las muchachas a casarse con uno de estos hombres porque sea rico? ¿Rehusamos la invitación que alguno de ellos nos hace para comer en su casa? El último domingo oí en la iglesia a uno de estos señores; hizo gemir y llorar a lágrima viva a las mujeres; ¡oh, qué admirablemente predicaba! ¿No nos prosternamos ante su elocuencia y sabiduría en la Cámara de los Comunes? ¿No les encomendamos en la Armada misiones y cargos de la mayor importancia? Dígame si puede o no señalarme algún caballero de esta ralea que haya obtenido la dignidad de par. ¿Es que por su mujer de usted no llama por ventura a uno de estos señores cuando cae enfermo uno de los niños? ¿No nos deleitamos acaso con sus bellos poemas y con sus novelas? Desde luego; tal vez esta misma es leída y ha sido escrita por… Bueno. Quid rides? ¿Es que ya os dais a suponer que estoy reproduciendo el cuadro que contemplo en el espejo al afeitarme por las mañanas? Après. ¿Os figuráis que yo me figuro que no tengo defectos como cualquiera de mis vecinos? ¿Puede señalárseme alguna debilidad? Todos mis amigos saben perfectamente que existe un plato al cual no puedo resistir; no, imposible, a menos de que haya comido y repetido de él. De modo, querido señor o señora, que también ustedes tienen su debilidad, su manjar tentador —indudablemente, pues si ustedes no lo saben, sus amigos lo saben de sobra—. No, querido amigo; la suerte ha querido que ni usted ni yo seamos personas del más refinado intelecto, de gran fortuna, de rancio linaje, de virtud acrisolada ni de apostura y fisonomía intachables. Nosotros no somos héroes o ángeles ni moradores de antros vergonzosos ni alevosos criminales, ni traidores yagos, familiarizados con el puñal y el veneno… No nos empleamos en acibarar nuestras distracciones ni en destrozar nuestros juguetes, mezclar con arsénico nuestro pan cotidiano, entreverar mentiras en la conversación ni a desfigurar nuestra letra. No; nosotros no somos asesinos monstruosos, ni ángeles que se pasean por la tierra… Al menos, yo sé de uno que no lo es, como puede comprobarse cualquier día en casa, cuando el cuchillo corta mal o el cordero viene a la mesa crudo. Pero, en fin de cuentas, no somos brutales ni groseros, y no faltan gentes a quienes parecemos bien. Cierto que nuestra poesía no es tan hermosa como la de Alfredo Tennyson; pero aun acertamos a cincelar un dístico para el álbum de Fanny; nuestros chistes no serán de primera calidad, pero María y su madre ríen de buena gana cuando papá cuenta su historieta o suelta un chascarrillo. Todos tenemos nuestras flaquezas, mas no somos profesionales del crimen. Pues ni más ni menos que esto era mi amigo Lovel. Muy al contrario, cuando yo le conocí era el muchacho más inofensivo y amable que ha existido. Al presente, dada su nueva posición, tal vez se ha hecho distinguido —por cierto que ya no se me invita como antes a las más solemnes comidas, en las que apenas si se ve un diputado…; pero ¡alto!, no adelantemos los acontecimientos—. Por la época en que se inicia esta historia, Lovel tenía sus defectos…; pero ¿quién de nosotros se halla libre de ellos? Acababa de enterrar a su esposa, la cual siempre le había tenido en un puño, según era público y notorio. ¡Cuántos son los amigos y cofrades que sufrieron análoga suerte! Poseía una bonita fortuna, que yo para mí quisiera, au que no puede negarse que hay hombres diez veces más ricos. Era un muchacho bastante guapo; si bien esto, señoras mías, es muy opinable, pues depende de que os agraden los rubios o los morenos. Tenía una casa de campo en Putney. Por último, tenía sus negocios en la City, y siendo de condición afable y hospitalaria, y disponiendo de unas cuantas habitaciones de sobra, sus amigos eran cariñosamente recibidos en Shrublands, especialmente después de la muerte de la señora de Lovel, la que, si en los primeros tiempos de matrimonio se mostraba conmigo bastante complaciente, cambió de táctica y terminó por significarme su antipatía de un modo ostensible, mirándome por encima del hombro. Pero se trata de una articulación a la que nunca he sido aficionado, aunque bien sé que hay gentes que no se cansan de comer de ella una vez y otra, que se cuelgan de ella y que no consienten separarse de ella. Con esto quiero decir que en cuanto observé que la señora de Lovel empezaba a manifestarse aburrida de mi compañía, empecé yo a venderme caro, y fingía hallarme comprometido siempre que Federico me invitaba a Shrublands; aceptaba sus débiles explicaciones, sus comidas en garçon, en Greenwich, en el club y en otros lugares análogos, sin descubrirle el enojo que la indiferencia de su esposa me producía…; porque, después de todo, él me había demostrado su amistad en más de una ocasión crítica, nunca le abandonó su innata liberalidad en Hart o en Lovegrove, y siempre pedía el vino que a mí más me gustaba, sin retroceder ante su precio. Por lo que hacía a la señora de Lovel, puede asegurarse que jamás existió en ella y yo verdadero afecto; en ningún momento dejó de parecerme una gordinflona, linfática, y…, egoísta, presumida, insubstancial; y en cuanto a la suegra, que acostumbraba a permanecer en casa de Lovel todo el tiempo que su hija podía soportarla, ¿quién de los que conocieran a la anciana señora de Baker en Bath, en Cheltenham, en Brighton…, allí donde se reunieran viejas y chismosas cotorras, allí donde soplara el escándalo, allí donde se congregaran reputaciones averiadas, allí donde las viudas de sospechosa prosapia se atropellaban y peleaban mutuamente…; quién digo, de los que tal ambiente compartieran tenía un comentario piadoso para la desvergonzada estantigua? ¿Qué reunión no se disolvía a su llegada? ¿Cuál era el comerciante que no tuviera que arrepentirse de haber tratado con ella? Bien sabe Dios cuánto deseara yo hilvanar un cuento en el que apareciera una suegra buena. Pero ¡ah!, señora mía, en las novelas son aburridísimas las mujeres buenas. No era tal, ciertamente, la mujer de que hablamos. Y no sólo distaba de ser aburrida e insípida, sino que era lo más desabrida que podéis imaginar. Tenía una lengua soez y escandalosa, un cerebro desquiciado, orgullo y arrogancia desmedidos, un hijo extravagante y muy poco dinero. ¿Qué más puede decirse de una mujer? ¡Ah mi buena señora Baker! Yo era un mauvais sujet, ¿no es así? Yo pervertía a Federico, induciéndole a fumar, a beber y a otra porción de bajos hábitos de célibe, ¿verdad? Yo, su antiguo camarada, que algunas veces le había pedido dinero durante los veinte años anteriores, no resultaba un amigo conveniente para usted y su linda hija. ¡Claro! Yo devolví el dinero que se me prestara como un caballero; pero, y usted, ¿lo pagó alguna vez? Me gustaría saberlo. Cuando, al fin, la señora de Lovel tuvo el honor de figurar en la primera plana de The Times, Federico y yo solíamos frecuentar, como he dicho, Greenwich y Blackwall; entonces su bondadoso corazón tornaba ya libre a las dulces sensaciones de la amistad, entonces ya podíamos regalarnos con la otra botella de tinto, sin que al punto sobreviniera Bedford con el café, que, en vida de la señora Lovel, se nos enviaba indefectiblemente, antes de que llamásemos para que se nos trajese la segunda botella, aun cuando ella y la señora de Baker hubiesen bebido tres copas de la primera. Tres copas hasta el borde cada una, mi palabra de honor. Nada, señora, que en cierta ocasión se permitió usted insolentarse conmigo y ahora me tomo el desquite. Aunque usted, vieja cacatúa, se jacta de no leer novelas, no faltará algún buen amigo que le haga fijarse en ésta. Aquí me complazco en retratarla, ¿sabe usted? Aquí será usted expuesta a la consideración del público, lo cual me propongo hacer con otra señora y con otro caballero que me han ofendido. ¿Es que va uno a someterse al desprecio y a los vejámenes de los demás, sin usar del derecho a la revancha? Las amabilidades y atenciones se olvidan fácilmente; pero las injurias…, ¿quién que tenga concepto de su propia dignidad deja de conservarlas en su memoria?
William M. Thackeray
El viudo Lovel
Título original: Lovel The Widower
William M. Thackeray, 1860
Traducción: Manuel Ortega y Gasset