Foto de Mª Ángeles y Jesús
27 enero 2008
26 enero 2008
Mi localidad (2/5)
Aparte de las viviendas que después de la evacuación vuelven a estar habitadas y dan la impresión de que la guerra terminó ayer, se levantan las rejas de hierro de las instalaciones que hoy reciben el nombre de museo. Autos y autobuses aparcados, en este momento entran por el portal los chicos de una clase, un grupo de soldados con gorras de un rojo de vino sale tras su visita. A la izquierda una larga barraca de madera, y en el mostrador de una ventana venden prospectos y postales. Salas de espera demasiado caldeadas. La barraca toca casi a una pared baja de cemento, con un talud cubierto de yerbajos que se eleva hasta el techo plano con la corta y gruesa chimenea rectangular. Consultando el plano del campo compruebo que ya estoy ante el crematorio, el crematorio pequeño, el primer crematorio, el crematorio de capacidad limitada. La barraca que está enfrente era la barraca de la sección política, allí se encontraba el llamado servicio de registro, donde se consignaban las entradas y salidas. Allí se sentaban las secretarias, por allí entraban y salían las gentes con el emblema de la calavera.
He venido aquí por voluntad propia. No me han cargado en ningún tren. No me han llevado a palos hasta aquí. Llego veinte años demasiado tarde.
Rejas de hierro en las pequeñas ventanas del crematorio. A un lado, una pesada puerta corroída, colgando torcida de los goznes, y dentro un frío húmedo. Un suelo de losas agrietadas. A la derecha, una cámara con un gran horno de hierro. Raíles que llevan hacia el horno, y en ellos un vehículo metálico en forma de abrevadero, de la longitud de una persona. En el sótano dos hornos más, con los vagones-ataúd en sus raíles, las puertas de los hornos muy abiertas, dentro un polvo gris, en uno de los vagones un reseco ramo de flores.
Sin pensamientos. Sin más impresión que la de que me encuentro aquí solo, que hace frío, que los hornos están fríos, que los vagones están parados y herrumbrosos. De las paredes negras mana humedad. Allí se abre una puerta. Lleva a la sala contigua. Una sala alargada, la mido con mis pasos. Veinte pasos de largo. Cinco pasos de ancho. Las paredes encaladas y desconchadas. El suelo de cemento desigual, lleno de charcos. En el techo, entre las macizas vigas, cuatro aperturas en la gruesa piedra, dispuestas en forma de tablero de ajedrez, tapadas con madera. Frío. El aliento que me sale de la boca. Fuera, lejanas voces, pasos. Camino despacio por esta tumba. No siento nada. Sólo veo este suelo, estas paredes. Compruebo: por las aberturas del techo se arrojaba el producto granuloso que en el aire húmedo despedía su gas. En un extremo de la sala una puerta de acero con una mirilla, y detrás una corta escalera que lleva al aire libre. Libre.
Allí está una horca. Una caja de planchas con una trampa que se abre hacia adentro, y encima el poste con la viga horizontal. Un letrero dice que allí fue ahorcado el comandante del campo. Cuando estaba de pie encima de la caja, con la cuerda al cuello, pudo ver, tras la doble alambrada, la avenida principal del campo, bordeada de álamos.
Subo por la rampa hasta el techo del crematorio. Las tapaderas de madera, recubiertas con lona alquitranada, pueden abrirse. Debajo está la mazmorra. Sanitarios con máscaras de gas abrían los botes verdes de latón, vertían el contenido encima de las caras vueltas hacia arriba y cerraban rápidamente las tapaderas.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964
He venido aquí por voluntad propia. No me han cargado en ningún tren. No me han llevado a palos hasta aquí. Llego veinte años demasiado tarde.
Rejas de hierro en las pequeñas ventanas del crematorio. A un lado, una pesada puerta corroída, colgando torcida de los goznes, y dentro un frío húmedo. Un suelo de losas agrietadas. A la derecha, una cámara con un gran horno de hierro. Raíles que llevan hacia el horno, y en ellos un vehículo metálico en forma de abrevadero, de la longitud de una persona. En el sótano dos hornos más, con los vagones-ataúd en sus raíles, las puertas de los hornos muy abiertas, dentro un polvo gris, en uno de los vagones un reseco ramo de flores.
Sin pensamientos. Sin más impresión que la de que me encuentro aquí solo, que hace frío, que los hornos están fríos, que los vagones están parados y herrumbrosos. De las paredes negras mana humedad. Allí se abre una puerta. Lleva a la sala contigua. Una sala alargada, la mido con mis pasos. Veinte pasos de largo. Cinco pasos de ancho. Las paredes encaladas y desconchadas. El suelo de cemento desigual, lleno de charcos. En el techo, entre las macizas vigas, cuatro aperturas en la gruesa piedra, dispuestas en forma de tablero de ajedrez, tapadas con madera. Frío. El aliento que me sale de la boca. Fuera, lejanas voces, pasos. Camino despacio por esta tumba. No siento nada. Sólo veo este suelo, estas paredes. Compruebo: por las aberturas del techo se arrojaba el producto granuloso que en el aire húmedo despedía su gas. En un extremo de la sala una puerta de acero con una mirilla, y detrás una corta escalera que lleva al aire libre. Libre.
Allí está una horca. Una caja de planchas con una trampa que se abre hacia adentro, y encima el poste con la viga horizontal. Un letrero dice que allí fue ahorcado el comandante del campo. Cuando estaba de pie encima de la caja, con la cuerda al cuello, pudo ver, tras la doble alambrada, la avenida principal del campo, bordeada de álamos.
Subo por la rampa hasta el techo del crematorio. Las tapaderas de madera, recubiertas con lona alquitranada, pueden abrirse. Debajo está la mazmorra. Sanitarios con máscaras de gas abrían los botes verdes de latón, vertían el contenido encima de las caras vueltas hacia arriba y cerraban rápidamente las tapaderas.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964
Mi localidad (1/5)
Cuando medito qué establecimiento de gentes o qué paisaje sea el más adecuado para que yo lo describa como mío en este «Atlas», por de pronto se ofrecen muchas posibilidades. Sin embargo, desde mi lugar natal, que lleva el nombre de Nowawes y que según las informaciones está junto a Potsdam, en la vía del ferrocarril de Berlín, pasando por las ciudades de Bremen y Berlín, en las que pasé mi infancia, hasta las ciudades de Londres, Praga, Zurich, Estocolmo, París, en las que luego caí, todas mis residencias toman un carácter provisional, y no he mencionado siquiera las breves estaciones intermedias, todas esas motas de tierra, llámense Warnsdorf en Bohemia, o Montagnola en el Tesino, o Alingsas en la Suecia occidental.
Fueron lugares de paso, me dieron impresiones cuyo elemento esencial era lo inaprehensible, lo velozmente desaparecido, y cuando busco lo que ahora podría destacar de allí y presentar como valioso y capaz de constituir un punto firme en la topografía de mi vida, recaigo sólo en lo huidizo, todas aquellas ciudades se me hacen manchas oscuras, y sólo perdura una localidad en la que pasé un único día.
Las ciudades en las que viví, en cuyas casas me alojé, por cuyas calles anduve, con cuyos habitantes hablé, carecen de contornos definidos, se funden unas con otras, son partes de un único mundo exterior en perpetuo cambio, muestran ahí un puerto, allá un parque, ahí una obra de arte, allá un mercado, ahí un cuarto, allá un portal, están presentes en el esquema de mi andar a ciegas, en una fracción de segundo hay que alcanzarlas y volver a dejarlas, y sus cualidades hay que descubrirlas de nuevo a cada instante.
Sólo aquella localidad cuya existencia yo conocía desde hacía tiempo, pero que no visité hasta muy tarde, se presenta entera. Es una localidad destinada para mí, y a la que escapé. Ninguna experiencia he adquirido yo en dicha localidad. No tengo con ella más relación que la de que mi nombre figuraba en las listas de los que tenían que establecerse allí para siempre. Veinte años más tarde he visto la localidad. Es inalterable. Sus edificios no pueden confundirse con ningún otro edificio.
También ella lleva un nombre polaco, como el lugar de mi nacimiento, que acaso alguna vez me mostraron por la ventanilla de un tren en marcha. La localidad está en la región donde mi padre, poco antes de nacer yo, luchó en un legendario ejército imperial y real. La localidad está dominada por los cuarteles que quedaron de aquel ejército.
Para que mejor lo entendieran los que allí trabajaban y residían, el nombre de la localidad fue adaptado al alemán.
Por la estación de Auschwitz chirrían los trenes de mercancías. Silbidos de locomotoras y humo ahogador. Topes que chocan unos con otros. El aire cargado de vapor de llovizna, los caminos blandos, los árboles desnudos y húmedos. Fábricas cubiertas de orín negro, rodeadas de alambradas y tapias. Traquetean carros tirados por caballos flacos, y los campesinos tienen caras de máscara y color de tierra. Viejas andariegas, envueltas en capotes, acarreando fardos. Más lejos, en los campos, alquerías aisladas, setos y álamos. Todo turbio y gastado. Sin cesar, los trenes por las vías, yendo lentos de acá para allá, con ventanucos enrejados en los vagones. Unas desviaciones llevan más allá, a los cuarteles, y todavía más allá, pasando por campos yermos, al fin del mundo.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964
Fueron lugares de paso, me dieron impresiones cuyo elemento esencial era lo inaprehensible, lo velozmente desaparecido, y cuando busco lo que ahora podría destacar de allí y presentar como valioso y capaz de constituir un punto firme en la topografía de mi vida, recaigo sólo en lo huidizo, todas aquellas ciudades se me hacen manchas oscuras, y sólo perdura una localidad en la que pasé un único día.
Las ciudades en las que viví, en cuyas casas me alojé, por cuyas calles anduve, con cuyos habitantes hablé, carecen de contornos definidos, se funden unas con otras, son partes de un único mundo exterior en perpetuo cambio, muestran ahí un puerto, allá un parque, ahí una obra de arte, allá un mercado, ahí un cuarto, allá un portal, están presentes en el esquema de mi andar a ciegas, en una fracción de segundo hay que alcanzarlas y volver a dejarlas, y sus cualidades hay que descubrirlas de nuevo a cada instante.
Sólo aquella localidad cuya existencia yo conocía desde hacía tiempo, pero que no visité hasta muy tarde, se presenta entera. Es una localidad destinada para mí, y a la que escapé. Ninguna experiencia he adquirido yo en dicha localidad. No tengo con ella más relación que la de que mi nombre figuraba en las listas de los que tenían que establecerse allí para siempre. Veinte años más tarde he visto la localidad. Es inalterable. Sus edificios no pueden confundirse con ningún otro edificio.
También ella lleva un nombre polaco, como el lugar de mi nacimiento, que acaso alguna vez me mostraron por la ventanilla de un tren en marcha. La localidad está en la región donde mi padre, poco antes de nacer yo, luchó en un legendario ejército imperial y real. La localidad está dominada por los cuarteles que quedaron de aquel ejército.
Para que mejor lo entendieran los que allí trabajaban y residían, el nombre de la localidad fue adaptado al alemán.
Por la estación de Auschwitz chirrían los trenes de mercancías. Silbidos de locomotoras y humo ahogador. Topes que chocan unos con otros. El aire cargado de vapor de llovizna, los caminos blandos, los árboles desnudos y húmedos. Fábricas cubiertas de orín negro, rodeadas de alambradas y tapias. Traquetean carros tirados por caballos flacos, y los campesinos tienen caras de máscara y color de tierra. Viejas andariegas, envueltas en capotes, acarreando fardos. Más lejos, en los campos, alquerías aisladas, setos y álamos. Todo turbio y gastado. Sin cesar, los trenes por las vías, yendo lentos de acá para allá, con ventanucos enrejados en los vagones. Unas desviaciones llevan más allá, a los cuarteles, y todavía más allá, pasando por campos yermos, al fin del mundo.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964
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