Las mieses son ya amarillas y cabecean al viento cargadas de grano maduro. Nos despierta muy temprano el canto del cuco en torno a la casa ora cerca, ora más lejos, como si le divirtiese gastarnos bromas. Al final, una de las dos se levanta a trompicones de la cama, ebria de sueño, abre la hoja superior de la puerta y da unas palmadas para ahuyentarlo. Al cabo de una hora, la segadora empieza a trabajar en la distancia, por los campos, y el sol asoma su frente dorada por detrás del bosque. Permanezco tendida en la cama observando a Ester mientras amamanto a Helle. Me digo que no tardaremos en separarnos y volver cada una con su marido. También me acuerdo de Ruth, mi amiga de la infancia, y una sensación cálida vaga sin rumbo y se apodera de mí en su camino por nuestro cuarto. A lo mejor debería dejar de darle el pecho, le digo a Ester cuando despierta. A lo mejor, contesta sonriente, no parece que eche en falta nada, pero no estaría de más algo de alimento sólido. Aunque así vas a perder ese busto tan bonito que se te ha puesto.
Tove Ditlevsen