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22 marzo 2021

22 de marzo.

22 de marzo.

Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de salud a mi padre, al señor Vicario y a los amigos y parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me ha embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahora no he podido escribir a usted.

Usted. me lo perdonará.

Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico; pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador; pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de yerbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.

Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y alamedas.

Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por ellas un par de horas.

Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de las amenas huertas que le circundan.

Es verdad que no me dejan parar con tanta visita.

Hasta cinco mujeres han venido a verme que todas han sido mis amas y me han abrazado y besado.

Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño, cuando no estoy presente.

Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo.

La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar.

Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo, y esta buena gente me dice con un candor selvático que debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los pobretones; pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme y consolar la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos nietos.

Juan Valera
Pepita Jiménez

El joven seminarista don Luis de Vargas, de regreso a su pueblo natal para unas breves vacaciones antes de pronunciar sus votos, se encuentra con que su padre, don Pedro, se dispone a contraer nupcias con la joven Pepita Jiménez, de veinte años de edad, viuda de un octogenario, y de singular belleza y piedad. Los contactos entre el futuro sacerdote y la joven viuda son como baño de vida para el joven, que ha pasado su adolescencia entre místicos y teólogos, y que piensa dedicar el resto de sus días a la conversión de los infieles.

El joven acompaña a Pepita Jiménez en sus paseos por el campo, asiste a reuniones en su casa y, sin darse cuenta, cede poco a poco a una pasión que él considera pecaminosa, pero que se hace más fuerte que su vocación y que su amor para su padre, en el que ve secretamente un rival.


12 febrero 2010

Pepita Jiménez de Don Juan Valera

pepita jiménez de don juan valera
Pepita dijo:
-¿Persiste Vd., pues, en su propósito? ¿Está usted seguro de su vocación? ¿No teme Vd. ser un mal clérigo? Sr. D. Luis, voy a hacer un esfuerzo; voy a olvidar por un instante que soy una ruda muchacha; voy a prescindir de todo sentimiento, y voy a discurrir con frialdad, como si se tratase del asunto que me fuese más extraño. Aquí hay hechos que se pueden comentar de dos modos. Con ambos comentarios queda Vd. mal. Expondré mi pensamiento. Si la mujer que con sus coqueterías, no por cierto muy desenvueltas, casi sin hablar a Vd. palabra, a los pocos días de verle y tratarle, ha conseguido provocar a Vd., moverle a que la mire con miradas que auguraban amor profano, y hasta ha logrado que le dé Vd. una muestra de cariño, que es una falta, un pecado en cualquiera y más en un sacerdote; si esta mujer, es, como lo es en realidad, una lugareña ordinaria, sin instrucción, sin talento y sin elegancia, ¿qué no se debe temer de Vd. cuando trate y vea y visite en las grandes ciudades a otras mujeres mil veces más peligrosas? Usted se volverá loco cuando vea y trate a las grandes damas que habitan palacios, que huellan mullidas alfombras, que deslumbran con diamantes y perlas, que visten sedas y encajes y no percal y muselina, que desnudan la cándida y bien formada garganta y no la cubren con un plebeyo y modesto pañolito, que son más diestras en mirar y herir, que por el mismo boato, séquito y pompa de que se rodean son más deseables por ser en apariencia inasequibles, que disertan de política, de filosofía, de religión y de literatura, que cantan como canarios, y que están como envueltas en nubes de aroma, adoraciones y rendimientos, sobre un pedestal de triunfos y victorias, endiosadas por el prestigio de un nombre ilustre, encumbradas en áureos salones o retiradas en voluptuosos gabinetes, donde entran sólo los felices de la tierra; tituladas acaso, y llamándose únicamente para los íntimos Pepita, Antoñita o Angelita, y para los demás la Excma. Señora Duquesa o la Excma. Señora Marquesa. Si Vd. ha cedido a una zafia aldeana, hallándose en vísperas de la ordenación, con todo el entusiasmo que debe suponerse, y, si ha cedido impulsado por capricho fugaz, ¿no tengo razón en prever que va Vd. a ser un clérigo detestable, impuro, mundanal y funesto, y que cederá a cada paso? En esta suposición, créame usted, Sr. D. Luis y no se me ofenda, ni siquiera vale Vd. para marido de una mujer honrada. Si usted ha estrechado las manos, con el ahínco y la ternura del más frenético amante, si Vd. ha mirado con miradas que prometían un cielo, una eternidad de amor, y si Vd. ha... besado a una mujer que nada le inspiraba sino algo que para mí no tiene nombre, vaya Vd. con Dios, y no se case Vd. con esa mujer. Si ella es buena, no le querrá a Vd. para marido, ni siquiera para amante; pero, por amor de Dios, no sea Vd. clérigo tampoco. La Iglesia ha menester de otros hombres más serios y más capaces de virtud para ministros del Altísimo. Por el contrario, si Vd. ha sentido una gran pasión por esta mujer de que hablamos, aunque ella sea poco digna, ¿por qué abandonarla y engañarla con tanta crueldad? Por indigna que sea, si es que ha inspirado esa gran pasión, ¿no cree Vd. que la compartirá y que será víctima de ella? Pues qué, cuando el amor es grande, elevado y violento, ¿deja nunca de imponerse? ¿No tiraniza y subyuga al objeto amado de un modo irresistible? Por los grados y quilates de su amor debe usted medir el de su amada. ¿Y cómo no temer por ella si Vd. la abandona? ¿Tiene ella la energía varonil, la constancia que infunde la sabiduría que los libros encierran, el aliciente de la gloria, la multitud de grandiosos proyectos, y todo aquello que hay en su cultivado y sublime espíritu de Vd. para distraerle y apartarle, sin desgarradora violencia, de todo otro terrenal afecto? ¿No comprende Vd. que ella morirá de dolor, y que Vd., destinado a hacer incruentos sacrificios, empezará por sacrificar despiadadamente a quien más le ama?
pepita jiménez de don juan valera

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...