IV
Corría el mes de junio. La ciudad donde vivíamos, se animaba en aquella época del año. Gran cantidad de barcos anclaban en su puerto, y una muchedumbre de extranjeros recorrían sus calles. Me agradaba pasear por los muelles y por delante de los cafés y de las fondas, pera presenciar las variadas fisonomías de los marineros reunidos en los establecimientos, en torno de mesitas blancas, sobre las cuales había jarros de estaño llenos de cerveza.
Un día, al pasar por frente a uno de esos cafés, advertí un hombre que pronto concentró toda mi atención.
Vestía un largo levitón negro y un sombrero de paja encasquetado hasta los ojos. Estaba sentado, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Los pocos rizos de su oscuro cabello le caían sobre la frente; sus labios finos apretaban la boquilla de una pipa corta.
¿A quién era parecido ese hombre? Cada rasgo de su semblante amarillo y quemado por el sol, toda su persona, se habían impreso de tal manera en mi mente, que, sin querer, me detuve delante de él, pensando: ¿Quién es ese hombre? ¿Dónde le he visto antes?”.
Evidentemente, sintió mi mirada clavada en él y levantó hacia mí sus ojos negros y penetrantes.
-¡Ah!- exclamé sin poder evitarlo.
Ese hombre era el padre que se me había aparecido en sueños. Mi primera reacción fue comprobar si aún estaba yo durmiendo.
Pero, no... Era de día, alrededor de mí iba y venía la muchedumbre, brillaba el sol alegremente en lo alto del cielo y no era lo que había delante de mí un fantasma sino un hombre de carne y hueso.
Fui hacia una mesa vacía, pedí un bock de cerveza y un periódico, y me senté muy cerca de aquel ser enigmático.