María Roget había abandonado la casa de su madre en la rue Pavée Saint-André el domingo día 22 de junio de 18…, alrededor de las nueve de la mañana. Al salir, dio cuenta a monsieur Jacques Saint-Eustache, y sólo a él, de su intención de pasar el día en compañía de una tía suya que vivía en la rue des Dromes. Esta calle es un pasaje corto y estrecho, pero muy concurrido, situado no lejos de la orilla del Sena y a unas dos millas en línea recta de la pensión de madame Roget. Saint-Eustache, que era el prometido de María y vivía en la misma casa, donde comía también, había de ir a buscar a su novia al oscurecer y acompañarla a su domicilio. Pero durante la tarde llovió abundantemente, y creyendo que la muchacha se quedaría en casa de su tía durante toda la noche, como ya en otras ocasiones y circunstancias análogas lo había hecho, no creyó necesario cumplir su promesa. Al avanzar la noche, madame Roget —que estaba muy enferma y contaba setenta años de edad— manifestó su temor de que tal vez «no volviera a ver nunca más a María»; pero en ese momento nadie dio importancia a la frase.