Los contratiempos continúan
Gringoire, aturdido por la caída, se había quedado en el suelo frente a la Virgen de la esquina. Poco a poco, fue recuperándose; primero estuvo unos minutos flotando en una especie de ensoñación semiinconsciente,en cierto modo placentera, en la que las etéreas caras de la gitana y de la cabra se asociaban a la pesadez del puño de Quasimodo. Este estado duró poco. Una impresión de frío bastante viva en la parte de su cuerpo que se encontraba en contacto con el suelo lo despertó súbitamente e hizo que su conciencia emergiera a la superficie.
—¿De dónde viene este frescor? —se preguntó de repente.
Entonces se percató de que se hallaba prácticamente en medio del arroyo.
—¡Demonio de cíclope jorobado! —masculló entre dientes, intentando levantarse.
Pero estaba demasiado aturdido y demasiado magullado; no tuvo más remedio que quedarse donde estaba. Con todo, tenía las manos libres; así que se tapó la nariz y se resignó.
«El fango de París es particularmente apestoso —pensó, pues estaba convencido de que decididamente el arroyo iba a ser su lecho, “y ¿qué hacer en un lecho sino cavilar?”—. Debe de contener mucha sal volátil y nitrosa. Eso es, al menos, lo que creen Nicolas Flamel y los herméticos…»
La palabra «herméticos» llevó en el acto a su mente la idea del arcediano Claude Frollo. Recordó la escena violenta que acababa de entrever, que la gitana forcejeaba entre dos hombres, que Quasimodo tenía un compañero, y el semblante lúgubre y altivo del arcediano pasó confusamente por su recuerdo.
«¡Qué raro!», pensó. Y se puso a construir, con ese dato y sobre esa base, el caprichoso edificio de las hipótesis, ese castillo de naipes de los filósofos. De pronto, volviendo una vez más a la realidad, exclamó:
—¡Caray! ¡Estoy helándome de frío!
Aquel sitio, en efecto, resultaba cada vez más insoportable. Cada molécula del agua del arroyo se llevaba una molécula del calórico que irradiaban los riñones de Gringoire, y el equilibrio entre la temperatura de su cuerpo y la temperatura del arroyo empezaba a establecerse de una forma penosa.
Un contratiempo de una naturaleza completamente distinta se presentó de repente.
Un grupo de niños, de esos pequeños salvajes descalzos que en todas las épocas han correteado por las calles de París con el eterno nombre de «pilluelos» y que, cuando nosotros éramos niños también, nos tiraban piedras al salir del colegio porque no llevábamos los pantalones rotos, un enjambre de esos jóvenes bribones se dirigía hacia el cruce de calles donde yacía Gringoire, profiriendo carcajadas y gritos que revelaban lo poco que les preocupaba el sueño de los vecinos. Arrastraban tras de sí una especie de saco informe, y solo el ruido de sus zuecos habría despertado a un muerto. Gringoire, que aún no lo estaba del todo, se incorporó a medias.
—¡Eh, Hennequin Dandèche! ¡Eh, Jehan Pincebourde! —gritaban a voz en cuello—. El viejo Eustache Moubon, el herrero de la esquina, acaba de morir. Tenemos su jergón y vamos a hacer una hoguera con él. ¡Hoy es el día de los flamencos!
Y, sin pensárselo dos veces, arrojaron el jergón justo encima de Gringoire, hasta el cual habían llegado sin verlo. Al mismo tiempo, uno de ellos cogió un puñado de paja y se acercó a la lamparilla de la Virgen para encenderlo.
—¡Cristo crucificado! —masculló Gringoire—. ¿Es que ahora voy a tener demasiado calor?
El momento era crítico. Iba a encontrarse atrapado entre el fuego y el agua; hizo un esfuerzo sobrenatural, un esfuerzo de falsificador de moneda al que van a achicharrar y que trata de escapar. Se levantó, apartó el jergón arrojándolo contra los pilluelos y puso pies en polvorosa.
—¡Virgen santa! —gritaron los chiquillos—. ¡El herrero vuelve!
Y echaron a correr en otra dirección.
El jergón se quedó solo en el campo de batalla. Belleforêt, el padre Le Juge y Corrozet aseguran que al día siguiente fue recogido con gran pompa por la clerecía del barrio y llevado al tesoro de la iglesia de Sainte-Opportune, donde el sacristán obtuvo hasta 1789 unas buenas ganancias con el gran milagro de la imagen de la Virgen de la esquina de la calle Mauconseil, que en la memorable noche del 6 al 7 de enero de 1482 había exorcizado con su sola presencia al difunto Eustache Moubon, el cual, para burlarse del diablo, en el momento de morir había escondido maliciosamente su alma en el jergón.
Victor Hugo
Nuestra señora de París
En el París del siglo xv, con sus sombrías callejuelas pobladas por desheredados de la fortuna y espíritus atormentados, la gitana esmeralda, que predice el porvenir y atrae fatalmente a los hombres, es acusada injustamente de la muerte de su amado y condenada al patíbulo. Agradecido por el apoyo que en otro tiempo recibió de ella, Quasimodo, campanero de nuestra señora, de fuerza hercúlea y cuya horrible fealdad esconde un corazón sensible, la salva y le da asilo en la catedral. Nuestra señora de París ha dado lugar a numerosos libretos de ópera y a varias versiones cinematográficas.