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27 junio 2021

27 de junio

El éxito de Bajo el volcán lo incomodó, acostumbrado como estaba a tantos fracasos, y al final de sus días no podía escribir, sólo dictaba a su mujer Margerie, y tenía que hacer lo primero de pie e inmóvil, lo cual le trajo problemas circulatorios en las piernas. Tras sus largos periplos regresó a Inglaterra, a la aldea de Ripe, donde murió la noche del 27 de junio de 1957, un mes antes de cumplir los cuarenta y ocho años. Durante algún tiempo se creyó que su muerte había sido by misadventure (literalmente «por accidente» o «por malaventura» o «por contratiempo»), pero hoy en día parece seguro que no fue tan aventurada, o acaso la tentativa fue menos experimental que las otras veces. Tras una bronca con Margerie, ella le tiró la botella de ginebra al suelo, rompiéndosela. Él intentó golpearla y ella salió corriendo a refugiarse en casa de una vecina. No se atrevió a volver hasta la mañana siguiente, y entonces se lo encontró tirado en el suelo, muerto, la cena que ella le había preparado y él no había probado dispersa por la habitación, como si por fin hubiera ido a comer y se le hubiera caído el plato. Se había tomado unos cincuenta somníferos que pertenecían a Margerie, quien no hizo inscribir en su lápida el epitafio que él había compuesto: «Malcolm Lowry / Late of the Bowery / His prose was flowery / And often glowery / He lived, nightly, and drank, daily, / And died playing the ukulele». Que se podría traducir de manera infiel, y si prescindimos de la rima. «Malcolm Lowry / difunto de la calle Ebria / su prosa fue florida / y a menudo airada / vivió, noche a noche, y bebió, día a día, / y murió tocando el ukelele». Pero aquí no se debe prescindir de la rima.

Javier Marías
Vidas escritas

Faulkner a caballo, Conrad en tierra, Isak Dinesen en la vejez, Joyce en sus gestos, Stevenson entre criminales, Conan Doyle ante las mujeres, Wilde tras la cárcel, Turgueniev, Mann, Lampedusa, Rilke, Nabokov, Madame du Deffand, Rimbaud, Henry James, el gran Laurence Sterne…

Hasta un total de veinte genios de la literatura resucitan en estas breves e insólitas biografías, que se leen como cuentos gracias a la precisión, amenidad y elegancia de la prosa de Javier Marías. Todos son extranjeros, todos están muertos y todos han sido tratados como personajes de ficción, con un afecto y una ironía no exentos de profundidad.

El volumen se completa con seis retratos de «Mujeres fugitivas», que vivieron y murieron por encima de sus posibilidades, con tanta intensidad como humor. Y lo corona «Artistas perfectos», el contrapunto de las anteriores semblanzas: sus imágenes detenidas prescinden de anécdotas y caracteres para subrayar, en frases como relámpagos, la expresividad de los rostros, ademanes y gestos, espontáneos o artificiales, de los artistas que sólo en la posteridad alcanzan la perfección. Los textos van acompañados de extraordinarios retratos, pertenecientes en su mayoría a la colección del autor.

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