—¡Amadísimos hermanos! —clama con su bien timbrada voz—. Hoy habréis encontrado esta casa del Señor engalanada e iluminada como si fuera el Corpus o el Domingo de Resurrección. Ello se debe a que celebramos un día especial —larga pausa teatral. Mirada circular al tendido—. Hoy conmemoramos —prosigue— un gozoso acontecimiento que deberemos inscribir con letras de oro en nuestros católicos corazones: el pasado 27 de agosto, nuestro glorioso e invicto caudillo Franco, al que Dios guarde muchos años para bien de la Religión y la Patria, firmó un concordato con la Santa Madre Iglesia. ¡Imaginaos, amadísimos hermanos, España y la Santa Sede concordadas «en el nombre de la Santísima Trinidad»! Quizá alguno de vosotros se pregunte: «¿Y qué es un concordato? ¿Qué significa esa misteriosa palabra que hasta ahora nunca oímos en el Evangelio?». Pues bien, amadísimos hermanos: un concordato es, ni más ni menos, un contrato entre el Estado y su Iglesia, un pacto de santidad que asegurará su hermandad y su colaboración por los siglos de los siglos.