Volviendo al abuelo Francisco —siempre, al fin y al cabo, volvíamos a él—, para Estefanía y Palinuro, y también para el primo Walter que a veces venía de Europa o de su casa de campo a pasar un fin de semana con sus primos—, el abuelo Francisco sí que era un rey, muy aparte de su nombre sonoro y muy aparte de haber nacido, como lo juraba, en Bagdad: también por ser tan gordo y tan magnífico, con tantos kilos y bacanales a cuestas, y con velámenes y plantaciones de tabaco que lo seguían por los caminos de su historia tras la silla de ruedas que usaba para ir de la Revolución al Senado y de Nueva Orleáns a la Decena Trágica, o simplemente para ir de la mesa donde desayunaba al escritorio donde escribía sus cartas y del escritorio donde escribía sus cartas a la mesa donde jugaba pókar y de la mesa donde jugaba pókar al secreter donde escribía sus memorias y del secreter donde escribía sus memorias a la mesa donde nos contaba cuentos; y sus cuentos poblaban nuestro mundo de califas que se ahogaban en aljibes verdes como bostezos, de puentes de puro brillo que mediaban entre dos tierras abismadas en negruras insolubles y de barcos en que toda la tripulación se había muerto de una peste milagrosa y navegaban por el mar y por las leyendas como cementerios lentos. Todo esto era necesario para hacer de él el abuelo más grande y memorable y sólo más tarde delimitar sus regiones, interiorizar en la alfombra de su cuarto para descubrir el águila de una moneda perdida y abrir el cajón de su buró para encontrar unas grageas con que restañar el hipo.
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