Las contrariedades de Valladolid
Bastan ocho meses para que Rodrigo vea desvanecerse sus ilusiones; y necesitará casi dos años para salir de la trampa en que un buen día se encontró cogido. La prueba debió de ser dura para este soñador impenitente que al principio creyó que el éxito llegaría sin esfuerzo alguno. Júzguese por su instalación: vive en el barrio de Sancti Spiritus, en el piso bajo de una amplia casa alquilada por su hermana María, y no tarda en contratar a un ayudante, convencido de que los clientes han de afluir; por último, toma un criado a su servicio.
¿Gastos desconsiderados? A decir verdad, el espectáculo que le ofrecía la ciudad era idóneo para alimentar sus esperanzas: en plena expansión, aún no había digerido su crecimiento. Los cronistas de la época hablan de ella como de un vasto campamento, deplorando su clima a menudo húmedo, burlándose con el escaso acondicionamiento de las oficinas y los servicios, evocando los cerdos que se revolcaban en plena corredera de San Pablo. Pero sus iglesias de fachadas labradas, sus palacios en los alrededores de la Plaza Mayor causaban ya la admiración de los visitantes. Atraídos por el lujo de sus tiendas y la habilidad de sus joyeros, caballeros, negociantes, estudiantes, servidores, monjes, mendigos y esclavos se apretujaban dentro de sus muros, haciendo reinar una permanente animación. La letanía burlesca de un viajero holandés resume bastante bien la impresión que debía de causar al visitante una ciudad que ofrecía con profusión «pícaros, putas, pleytos, polvos, piedras, puercos, perros, piojos y pulgas». En otros términos, la confusión de una moderna Babilonia, pero también el brillo de una auténtica capital donde los jornaleros eran los mejor pagados de España.