Capítulo XVIII
DECLARACIÓN
6.15 p. m.
Para el inspector Jennings o a quien corresponda:
He oído toda la historia de labios del doctor Fell y él ha escuchado la mía. Estoy completamente sereno. Se me ocurre vagamente que se supone que en los documentos legales debe asentarse “en su sano juicio”, pero espero se me disculpe si no sigo la fórmula consagrada. Verdaderamente, no la conozco. Permítaseme tratar de ser franco. Me será fácil serlo, tanto más cuando una vez que haya terminado de escribir me dispararé un tiro. Por un momento tuve la intención de disparar sobre el doctor Fell mientras conversábamos hace unos minutos. Pero no había más que un proyectil en la pistola. Cuando le apunté con ella, hizo un gesto como de una cuerda puesta alrededor de su cuello; y reflexionando comprendí fácilmente que esta honrosa salida es mejor que la horca, de modo que guardé el arma. Odio al doctor Fell, lo confieso sinceramente, porque me descubrió, pero debo pensar en mi bien, antes que en cualquier otra cosa, y no tengo el menor deseo de ser ahorcado. Dicen que es muy doloroso y yo no pude nunca soportar el dolor don fortaleza.
Permítaseme decir, para comenzar —haciéndome justicia—, que el mundo me trató de una manera ruin. No soy criminal; soy hombre de educación y méritos; una adquisición, creo, para toda comunidad donde actúe. Esto, en parte, fué mi consuelo. Mi verdadero nombre lo reservaré, ni diré mucho de mi pasado para eludir las averiguaciones; pero es verdad que en cierta época fui estudiante de teología. Mi expulsión de cierto seminario se debió a circunstancias infortunadas, tales como implican el hecho de un joven de naturaleza robusta y sana al que la mística no ha hecho insensible a las seducciones de una bella muchacha. Niego hasta hoy haber robado dinero o haber tratado de que la culpa recayera sobre otro compañero.
Sin comprender, mis padres me negaron su apoyo. Ya entonces no pude menos que creer que el mundo trata indignamente a sus mejores hijos. En una palabra: no pude obtener ningún empleo. Mi capacidad era suficiente para progresar si yo hubiese tenido oportunidad, pero no encontré sino ocupaciones manuales. Pedí dinero a una tía (ha muerto ya: ¡in pace requiescat!); anduve por el mundo, conocí la pobreza, sí, hasta tuve hambre un día y me cansé. Ansiaba establecerme, tener comodidades, vivir respetado, usar mi capacidad y disfrutar de la holgura.
En un buque que llegaba de Nueva Zelandia, hace algo más de tres años, me encontré con el joven Tomás Audley Saunders. Me dijo que por influencias de un cierto Sir Benjamín Arnold, un viejo amigo de su tío, al que el sobrino no conocía, había obtenido para él esta nueva y espléndida situación. Como estoy versado en teología me convertí en su amigo durante el largo viaje. Poco después de llegar a Inglaterra el pobre muchacho falleció. Y fué entonces cuando se me ocurrió el plan. Yo desaparecería y un nuevo Tomás Saunders aparecería en Chatterham. Yo no temía que se me descubriese. Conocía su historia lo bastante para reemplazarlo. En cuanto a su tío nunca salía de Auckland. Tenía naturalmente que mantener alguna correspondencia, pero escribiendo a máquina mis no muy frecuentes cartas y ensayando la firma de Saunders que figuraba en su pasaporte, hasta que la imité perfectamente, estaba a salvo de cualquier sospecha. Se había educado en Eton, pero hizo sus cursos de seminario y teología en el colegio de San Bonifacio, en Nueva Zelandia, y era poco probable que me encontrara con algún viejo amigo.
La vida, aunque agradable y familiar, no era muy animada. Yo era un caballero, pero —como cualquier otro— deseaba ser un caballero rico y alegre. Tenía, no obstante, que contener mis impulsos a fin de que mis sermones fueran verdaderamente instructivos y sinceros; y afirmo con orgullo que llevé limpiamente las cuentas de la parroquia, y que solamente una vez, en un caso de grave necesidad, cuando una muchacha sirvienta del condado amenazó con un escándalo por abuso, las alteré. Pero yo soñaba con una vida más alegre: por ejemplo, vivir en hoteles del continente atendido por sirvientes, y de cuando en cuando una aventura de amor. Conversando con el doctor Fell me enteré de que lo sabe casi todo. Había extraído las mismas deducciones del diario del Viejo Antonio Starberth (que Timoteo tuvo a bien mostrarme) que el doctor Fell hizo tres años después. Inferí que debía haber valores ocultos en el pozo del “Nido de Brujas”. Si eran convertibles —joyas u oro en barras— ahora podría yo renunciar y desaparecer.
No insistiré en esta parte. La casualidad, la vil casualidad, interfirió de nuevo. ¿Por qué permite Dios tales cosas? Yo había hallado el escondite y quedé encantado al ver que eran piedras preciosas.
Conocía de antes un hombre de confianza en Londres, un revendedor que podía venderlas muy satisfactoriamente en Amberes… Me disgusta la palabra revendedor que empaña lo que algunos han llamado la pureza addisoniana de mi prosa; pero dejemos eso… Digo pues que encontré las piedras y que prudentemente su valor se podía calcular en unas cinco mil libras.
Era (lo recuerdo claramente) la tarde del 18 de octubre cuando hice este descubrimiento. Mientras estaba de cuclillas en el escondite contemplando la caja abierta que contenía estas piedras, y cubriendo la luz para que no la vieran desde el exterior, me pareció que había oído un ruido afuera, en el pozo. Tuve apenas tiempo de ver la cuerda que se balanceaba y una delgada pierna que desaparecía de la boca de la abertura, y oí la risa inconfundible de Timoteo Starberth. Seguramente había notado algo extraño en el pozo. Había descendido y me había visto, y ahora subía a reírse. Puedo agregar aquí que él había alimentado siempre la más incomprensible antipatía, o más bien odio, contra la iglesia y todas las cosas santas, y a veces lindaba su actitud con la blasfemia. De todas las personas era él quien más podía dañarme. Aunque no hubiera descubierto mi hallazgo (y ciertamente lo había hecho) su regocijo al encontrarme ocupado en esto arruinaba todas mis esperanzas.
Aquí debo señalar un rasgo curioso de mi propio carácter. Hay ocasiones en que parecería que pierdo totalmente el control sobre mis actos reflejos y en las cuales se diría que siento placer causándome sufrimientos físicos. Ya de pequeño había enterrado conejos vivos y arrancado las alas a las moscas. En mi edad madura esto sucedió en ciertos actos extraordinarios, que me cuesta recordar y trato de ocultar, y que a menudo me han espantado… Pero, continuemos. Lo encontré parado al borde del pozo, esperando que yo saliera. Sus ropas de equitación chorreaban agua. Se doblaba de risa y su barba le tocaba la rodilla. La preciosa caja la llevaba yo oculta en la chaqueta; en la mano tenía la pequeña barra.
Mientras continuaba riéndose casi me había vuelto la espalda. Asesté el golpe. Y luego del primero continué golpeándolo después que estaba en el suelo. No puedo jactarme de que en aquel momento mi plan estuviera muy madurado, pero entonces había tomado forma y resolví sacar provecho de la leyenda de que los Starberth morían con el cuello fracturado. Le rompí el cuello con la barra de hierro y cuando había oscurecido lo arrojé en un matorral, haciendo que su caballo quedara cerca.
Se comprende fácilmente mi terror cuando más tarde y ya calmado, supe que no sólo no estaba muerto sino que deseaba verme. El doctor Fell me ha dicho hace unos momentos que este hecho fué el que primero le inspiró sospechas contra mí: a saber, que Timoteo Starberth me hiciera acudir hasta su lecho, y que habláramos solos. La natural agitación después de esta conferencia (agitación que apenas podía ocultar) no escapó a los ojos del doctor Fell. En una palabra, el señor Starberth me dijo lo que el doctor Fell nos explicó el otro día, es decir su plan de depositar una exposición de mi crimen en la bóveda de la Pieza del Gobernador, de modo que una prueba del crimen pendiera sobre mi cabeza durante tres años. Cuando le oí decir esto no supe qué hacer. Se me ocurrió estrangularlo pero hubiera gritado y yo habría sido apresado al instante. Y pensé que en tres años yo encontraría algún medio para frustrar su propósito. Cuando volví adonde estaban los otros cuidé de sugerirles que el anciano estaba loco, a fin de evitar qué en un momento de descuido me descubriera antes de morir.
No es preciso que explique aquí los muchos planes que elaboré para apoderarme del papel. Quedaron en nada. En vez de poder renunciar y abandonar Chatterham, ahora me encontraba atado de pies y manos. Cierto que en tres años podía poner mucha tierra entre Lincolnshire y yo, pero una razón abrumadora me hacía desistir.
Si yo desaparecía se realizaría una investigación sobre Tomás Saunders, de la que resultaría inevitablemente que el verdadero Tomás Saunders había muerto, a menos, claro está, que cada vez que investigaran yo me presentase y detuviese la acción. Si yo hubiese estado libre de esta acusación por asesinato que me amenazaba desde la bóveda de la Pieza del Gobernador, me podía presentar; podia pasar sencillamente por Tomás Saunders que había renunciado a su parroquia. Pero si era Tomás Saunders el fugitivo —como lo seré siempre— entonces se sabría lo que había ocurrido al verdadero Tomás Saunders de Auckland y se me creería culpable de crimen contra él. En cualquiera de los dos casos, si yo desapareciera entonces, tendría que hacer frente a una acusación por asesinato. La única solución era robar de algún modo de la bóveda, el documento fatal.
Por lo tanto me dediqué a lograr la confianza del joven Martín antes de que partiese para América. Creo que puedo decir, sin que merezca el cargo de jactancioso, que mi poder de atracción es suficiente para hacer un fiel amigo de cualquiera que yo me proponga. Lo hice con Martín que aparte de ser algo engreído y caprichoso, era un joven de lo más simpático. Me habló de las llaves para llegar a la bóveda, de las condiciones y de todo lo referente a sus obligaciones en la víspera de cumplir sus veinticinco años. Yo en aquel tiempo, hará unos dos años, estaba nervioso. A medida que transcurría el tiempo, notaba por las cartas que me escribía desde América que su temor había llegado a ser patológico (si puedo decirlo así), y vi que podía aprovechar este temor y la conocida admiración de Herbert por Martín, su brillante primo. Naturalmente que mi propósito era apoderarme del papel; era desgracia que tuviera que matar a Martín para hacerlo —la verdad es que me gustaba mucho Martín—, y como corolario, incluir la muerte de su primo Herbert, pero como se verá, mi posición era muy precaria.
He indicado ya que mi plan se basaba en el temor de Martín y en la devoción de Herbert, pero había un tercer factor. Ambos jóvenes eran sorprendentemente parecidos en complexión y apariencia general. A cierta distancia se podía confundir fácilmente el uno con el otro.
Entrando en su confianza yo expuse mi combinación. No sería necesario que Martín se sometiera a los terrores de esa guardia. La noche de ella, inmediatamente después de la cena, irían a sus respectivos cuartos; y para evitar el peligro de que alguna persona fuera a ver a alguno de ellos y se descubriera el cambio, Martín debía ordenar que nadie fuera a verlo. Herbert debía vestirse con la ropa de Martín y éste con las de su primo. Para no perder tiempo cuando estuviera terminada la guardia (sugerí), Herbert debía poner en una valija ropa suya y de Martín y dársela a éste, que la pondría detrás del asiento de la motocicleta de Herbert. Inmediatamente después partiría en la moto, por un camino por detrás de la casa para la parroquia. A la hora debida Herbert partiría para la Pieza del Gobernador, llevando las llaves y cumpliendo las instrucciones tradicionales de los Starberth.
Como se comprende, esto es lo que yo les dije a ellos. Mis propios planes eran diferentes, pero ya los veremos. A las doce en punto Herbert debía salir de la Pieza del Gobernador y Martín, habiendo ya cambiado su ropa en la parroquia y regresado, debía estar ya esperándolo con la motocicleta, en el camino, delante de la prisión. Entonces Herbert entregaría a su primo las llaves, la lámpara y la prueba escrita de que había cumplido su guardia y Martín volvería a pie a la Residencia. Herbert tomaría la motocicleta, fría a la parroquia, cambiaría de ropa y también regresaría, aparentemente luego de una excursión por la campaña, a fin de calmar sus nervios, durante la prueba de su primo.
Innecesario es decir que mi propio plan era: Primero, proporcionarme una coartada absolutamente invulnerable; y, segundo, arreglar las cosas de modo que el asesinato de Martín pareciese obra de Herbert. Con este fin toqué fuertemente los resortes del orgullo familiar, que en sí es un sentimiento admirable. Sugerí que aunque se violase la letra estricta de la tradición, se preservase su espíritu. Herbert abriría la caja que estaba en la bóveda, pero no examinaría su contenido. Debía, en cambio, poner todo en su bolsillo y entregarlos a Martín cuando se encontraran a medianoche delante de la prisión. Volví. De regreso en la Residencia, Martín lo examinaría sin prisa. Si, a la mañana siguiente, el señor Payne protestaba de que se hubiese sacado de la caja de hierro algo que no se debía, Martín podía disculparse verosímilmente achacándolo a confusión. Confusión que de cualquier modo era inofensiva ya que confirmaba que se había cumplido el propósito de la prueba, es decir, que había pasado su hora prescripta en la Pieza del Gobernador.
Lo que tenía que hacer yo, estaba claro. Cuando Martín llegara a la parroquia, no más tarde de las 9 y 30, sería eliminado allí. Lamentaba no poder hacer indolora su muerte; pero con un golpe con una barra de hierro quedaría inconsciente, y entonces su cuello sería fracturado y le ocasionaría otras heridas. Entonces lo llevaría, sin provocar ninguna sospecha, hasta el “Nido de Brujas” y lo pondría al pie de la muralla. El almanaque pronosticaba tiempo oscuro y lluvioso, lo que resultó una profecía exacta. Luego de esto iría a lo del doctor Fell. Como yo había sugerido previamente que nos reuniéramos para vigilar la ventana de la Pieza del Gobernador, me pareció que era imposible asegurarse una coartada más segura.
Cuando —a media noche— se extinguiera la luz en la Pieza del Gobernador, a la hora exacta, la inquietud de los observadores se calmaría sin dificultad. Llegarían a la conclusión de que Martín había salido sano y salvo de la prueba. Un momento después me iría. Yo sabía que Herbert esperaría pacientemente delante de la prisión todo el tiempo que yo quisiese, ya que aguardaba a su primo; y no quería ser visto. Cuanto más demorase yo tanto mejor sería. Cuando saliese de lo de Fell dejaría mi auto y me reuniría con Herbert. Le diría que durante mi ausencia su primo se había emborrachado (cosa que se podía creer con toda facilidad por la conducta anterior de Martín) y que era necesario que me acompañase allá a fin de hacer que Martín pudiese andar antes que su hermana se alarmase.
Con las llaves, la lámpara y el contenido de la caja de acero, volvería conmigo a la parroquia. No había necesidad de subterfugios en este caso; una bala bastaría. Más tarde, durante la noche, yo volvería sin peligro a la prisión y me aseguraría de que Herbert no hubiera pasado por alto alguna cosa. Yo había tratado de hallar un motivo para hacerle abrir la puerta del balcón, pero temí despertarle algún recelo y determiné hacerlo yo mismo.
En cuanto a los sucesos materiales apenas es necesario relatarlos. Sin embargo, en un detalle (que indicaré) mis cálculos fallaron. Creo que puedo decir que mi serenidad me salvó de una situación de peligro. El azar solamente me derrotó. Herbert fué visto por el mayordomo cuando ponía las ropas en la valija: era señal de fuga. Martín —a quien ellos confundían con Herbert— fué visto cuando iba en la motocicleta por una callejuela trasera: otro signo de fuga. Ocurrió también que la señorita Starberth fué al vestíbulo (caso imprevisto) cuando Herbert, personificando a Martín, salía de la casa. Pero lo vió sólo dé espaldas a distancia y con una luz dudosa; cuando fué interpelado murmuró simplemente algo entre dientes simulando ebriedad, y así evitó que lo reconociera. Ninguno de los dos fué, en ningún momento, interpelado o visto cuando tomaba la representación del otro. Cuando Budge llevó la linterna al cuarto de Martín, donde esperaba Herbert, no la dió a nadie, como él observó; simplemente la dejó fuera de la puerta. Cuando Budge iba a buscar la linterna de la bicicleta, vió a Martín (era en plena noche) que se alejaba.
Apliqué procedimientos letales contra Martín. Confieso que tuve vacilaciones al hacerlo, pues él me estrechaba las manos casi llorando y dándome las gracias por haberlo liberado de los terrores que más temía. Pero le asesté repentinamente un golpe cuando se inclinaba sobre la botella, y me sentí animado y dispuesto. Pesaba muy poco. Se me considera hombre muy fuerte y no tuve la menor dificultad. Una callejuela que pasa por detrás de Yew Cottage, me llevó a las cercanías de la prisión; acomodé el cuerpo bajo el balcón y al lado del pozo, y volví a lo del doctor Fell. Aunque había coqueteado con la idea de hacer que los hierros del pozo lo atravesaran, para producir un detalle más realista y dar fuerza mayor a la vieja historia de la muerte de Antonio, desistí de ella por parecerme un retoque demasiado perfecto, una confirmación demasiado estudiada de la maldición de los Starberth.
Ahora mi único temor era que Herbert saliese de la casa sano y salvo. Sin querer hablar mal del muerto, creo que puedo decir que era hombre lerdo, tosco, nada rápido para pensar en momentos de emergencia. Hasta le había costado trabajo comprender mi plan y tuvo con Martín varias discusiones acaloradas y casi desagradables… Sea como sea, el doctor Fell me dice que mientras estaba esperando en el jardín el toque de las once, me excedí. Mi nerviosidad y mi pregunta un tanto extemporánea “¿Dónde está Herbert?” en el instante crítico de la esperable hicieron cavilar un poco, pero me atrevo a recordar que había atravesado un período, de tensión emotiva y no se podían esperar sino manifestaciones de esa clase.
Y ahora hablemos de otro esfuerzo de la casualidad, baja y diabólica, para causar mi perdición. Me refiero, por supuesto, los diez minutos de diferencia en los relojes. Por un tiempo me preocupó el misterio: si Herbert había llegado a la Pieza del Gobernador casi al toque de las once de la hora verdadera, cómo luego había apagado su luz diez minutos antes de lo debido, y así precipitado casi la catástrofe. Pero, lamento decir que vi anticipada la respuesta a mis preguntas, cuando el doctor Fell interrogó a los sirvientes en la casa de Starberth. Herbert tenía su reloj adelantado. Pero mientras aguardaba en el cuarto de Martín fue natural que mirara el reloj que estaba allí. Ordenó a la sirvienta que arreglara todos los relojes y dió por cierto que ella lo había hecho. En el cuarto de Martín había un gran reloj con la hora exacta, cosa que observó el doctor Fell. Por eso Herbert salió de la Residencia a la hora exacta. Pero en la Pieza del Gobernador no tenía sino su reloj, por lo cual salió antes de tiempo.
En este punto, no por falla de mi previsión sino debido puramente a la casualidad, el joven americano (por el que siento alto respeto) había llegado a un estado crítico de tensión nerviosa. Decidió lanzarse a través del prado. Traté de disuadirlo; hubiese sido fatal que se encontrase con Herbert que salía de la prisión, y hubiera resultado mi desastre. Por lo que viendo que era imposible detenerlo, lo seguí. La vista de un eclesiástico corriendo bajo la lluvia, sin sombrero, como un muchacho que retoza en el campo, no dejó de llamar la atención del doctor Fell, pero otras cosas me urgían en esos momentos. Y vi lo que yo había esperado y que no era sino natural… Él corría hacia el “Nido de Brujas” y no hacia la puerta de la prisión.
Y luego tuve un rasgo de inspiración del cual no puedo jactarme porque es una parte de mi carácter y no desarrollo consciente. Vi cómo este peligro podía ser convertido en ventaja. Corrí —como era natural en un hombre que estuviese desprevenido de todo— hacia la puerta de la prisión. Había prevenido mucho a Herbert de que, aunque debía mostrar su luz a la ida, debía absolutamente ocultarla cuando, saliera; alguien podía ver su encuentro con Martín y hacerse preguntas.
Todo sucedió con una sincronización que no puedo considerar sino como debida a mi previsión. Un poco por la lluvia y otro poco por la oscuridad, el americano se extravió, y tuve amplio tiempo para encontrarme con Herbert. Me aseguré de que llevaba el documento. Le dije brevemente, en medio de la tormenta y la oscuridad, que había calculado mal (¡invención profética!) que estaba diez minutos adelantado y que Martín estaba todavía en la parroquia. Agregué que los observadores parecían desconfiar y que andaban en derredor nuestro. Debía regresar a prisa a la parroquia, a pie y haciendo un rodeo. Yo temía de veras que dejase ver su luz, y se la quité de la mano, pensando librarme de ella arrojándola en el bosque. Pero otra chispa de inspiración me sugirió un plan mejor. Salvo en los momentos en que brillaba un relámpago, el americano no podía ver nada. En consecuencia aplasté la linterna con el pie y cuando corría a reunirme con él la dejé caer, sencillamente, cerca del muro. En tales momentos críticos es cuando el cerebro nos sorprende con la rapidez y delicada complejidad de sus concepciones.
No tenía ahora nada que temer. Herbert iría a pie. Era imposible que el americano no hallase el cuerpo de Martín, pero si no lo hallaba, yo lo haría. Y como además yo tenía el único coche a mano en esos instantes, sería enviado a Chatterham a buscar el doctor o la policía. Tendría tiempo de anticiparme a Herbert en la parroquia.
No necesito decir que las cosas resultaron así. Tuve una tarea sobrehumana esa noche, pero me había dispuesto fríamente; y ahora que había matado a Martín, este hecho, por un estímulo inexplicable, me hubiese impulsado a hacerlo con otra docena. Antes de llegar a la casa del doctor Markley (tal como lo dije al jefe de policía) hice un alto en la parroquia, con toda naturalidad, para tomar mi impermeable.
Me había demorado unos momentos y apenas si me anticipé por un instante a Herbert. Habría sido más prudente acercarme y disparar sobre él a quemarropa para producir menos ruido; pero la parroquia está aislada y no hay peligro de que se oiga un disparo de revólver; hasta me pareció más elegante mantenerme lejos y herirle en medio de los ojos.
Me puse entonces mi impermeable y volví a la prisión llevando al doctor Markley.
Para la una habíamos terminado todo. Tenía pues varias horas antes de que aclarase, para completar mis cosas. Nunca me he sentido tan impulsado a ordenar y asear todo, como uno se complace en limpiar y arreglar un cuarto. Podía haber ocultado el cuerpo de Herbert —al menos momentáneamente— en el sótano donde había ya puesto la bicicleta, la valija y ciertos implementos que había usado con Martín. Pero debía ir a acostarme con la casa, por así decirlo, barrida y adornada. Por otra parte quería que la muerte de Martín señalara a su primo y no debía descuidar ningún azar.
Todo lo que hice, lo hice esa noche. No fué cosa fatigosa ya que el cuerpo era muy liviano. Conociendo tan bien el camino ni siquiera me hizo falta luz. Tantas veces había hecho caminatas solitarias por la prisión, de pie sobre sus muros (y me temo, visto con frecuencia), de pie, digo, sobre sus muros —recorriendo sus históricas galerías con una cita apropiada en los labios— que podía andar con los ojos vendados. Con las llaves de los Starberth en mi poder tenía acceso ahora a la Pieza del Gobernador. Largo tiempo estuve dudando si la puerta al balcón había estado alguna vez con llave o no. En todo caso (como he indicado) podía estar sin ella. Puse la llave y la hice girar. Mi plan fué completado. Otra cosa. A la caja de acero que contenía los documentos la arrojé posteriormente al pozo. Lo hice porque todavía recelaba (más aún, temía) la diabólica astucia de Timoteo, a quien yo matara. Temía otro documento, acaso algún compartimiento secreto; y quería estar seguro.
Me causa gracia recordar que anoche casi me atrapan. Comencé a sospechar de tantas conferencias en casa de Fell, y debidamente armado, me puse a vigilar. Alguien trató de interceptarme el paso y disparé; me tranquilicé al saber hoy que era Budge, el mayordomo. Anteriormente en esta narración dije que sería franco: retiro ahora esa promesa. Hay algo que no diré, aunque sé que dentro de unos momentos debo aplicar un arma a mis sienes y apretar el gatillo. A veces, en la noche, he visto rostros. Anoche me pareció que veía uno también y por un instante, quedé aterrado. No hablaré de ello. Cosas así confunden la lógica sutil de mis planes. Esto es lo que puedo decir.
Y ahora, señores que leerán esto, casi he terminado. Mis transacciones con mi amigo el vendedor de diamantes han sido realizadas —no demasiado a menudo para no despertar sospechas— durante años. Yo estaba preparado. Cuando a modo de remate de las agresiones de la mala suerte, recibí una carta en que tío me avisaba que venía a visitar Inglaterra luego de diez años, lo tomé con tranquila resignación. En una palabra: estaba cansado, había luchado durante demasiado tiempo. De modo que difundí por todo el condado las nuevas de que venía mi tío; como subterfugio rogué a Sir Benjamín que fuera a recibirlo, sabiendo que rehusaría y que insistiría en que fuese yo en su lugar. Yo habría desaparecido. Durante tres años he meditado tanto sobre el azar y las malas pasadas que juega a los hombres, que ya no me parecía esencial una vida llena de seguridad.
El doctor Fell ha tenido a bien dejarme su pistola. No quiero usarla todavía. El hombre tiene mucha influencia en Scotland Yard…
Se me ocurre ahora que debí haber hecho fuego sobre él. Con la muerte tan próxima, creo que soportaría la idea de ser ahorcado con tal de que faltasen algunas semanas. La lámpara no tiene luz para mucho y me hubiese gustado matarme de un modo más distinguido, con un ademán adecuado y ropas más convenientes.
La facilidad que he tenido en mis sermones escritos parece abandonarme. ¿He blasfemado? Un hombre de mis dotes, me digo a mí mismo, no podría razonablemente hacerlo, desde que mis principios —aunque yo no esté ordenado ni ello sea posible— eran de lo más ortodoxos. ¿En qué consistía la falla de mis planes?, pregunté al doctor Fell. Por ese motivo quería verlo. Sus sospechas contra mí se convirtieron en certidumbre cuando yo, en un momento de excesiva audacia, dije, para desviar cualquier duda que tuvieran, que en su lecho de muerte Timoteo Starberth había acusado a uno de su propia familia de ser su asesino. Fui audaz, pero lógico. Si hubiese tenido una oportunidad en esta vida, una oportunidad para mis brillantes —brillantes— dotes, yo sería un gran hombre. Me cuesta dejar la pluma porque después debo tomar la otra cosa.
Odio a todos. Aniquilaría al mundo si pudiera. Ahora debo dispararme un tiro. He blasfemado. Yo, que secretamente no he creído en Dios, ruego, ruego… Dios, ayúdame. No puedo escribir más; me siento mal.
TOMÁS SAUNDERS
No se disparó el tiro. Cuando abrieron la puerta del estudio, lo vieron temblando, con la pistola cerca de su sien, pero sin ánimo para apretar el gatillo.
John Dickson Carr
Nido de brujas
Gideon Fell
“Los Starberth mueren con el cuello quebrado”, era la curiosa leyenda que circulaba en Lincolnshire, donde la prisión de Chatterham, abandonada durante cien años, guardó sus secretos de muerte y terror desde los días en que las hechiceras eran colgadas en el “Nido de Brujas”. Scotland Yard interviene cuando Martín Starberth es asesinado. Alrededor de su muerte se tejen mil enigmas. ¿Cuál era el secreto de la caja de hierro? ¿Por qué adelantaban diez minutos los relojes de la residencia de los Starberth? ¿Dónde estaba la bicicleta verde y su guía espectral? Estos y muchos otros problemas son resueltos, no por Scotland Yard, sino por el genial profesor, el viejo doctor Fell.
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