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La Vera Cruz de Segovia y unas líneas de Pío Baroja
Fernando pasó un puente; siguió por una carretera, próxima a un convento, y subió al descampado de una iglesia que le salió al camino, en donde había una cruz de piedra. Se sentó en el escalón de esta.
La iglesia, que tenía en la puerta, en azulejos, escrito «Capilla de la Veracruz», era románica y debía de ser muy antigua; tenía adosada una torre cuadrada y en la parte de atrás, tres ábsides pequeños.
Para Fernando, ofrecía más encanto que la contemplación de la capilla la vista del pueblo, que se destacaba sobre la masa verde de follaje, contorneándose, recortándose en el cielo gris de acero y de ópalo.
Había en aquel verdor, que servía de pedestal a la ciudad, una infinita gradación de matices: el verde esmeralda de los álamos, el de sus ramas nuevas, más claro y más fresco, el sombrío de algunos pinos lejanos, y el amarillento de las lomas cubiertas de césped.
Era una sinfonía de tonos suaves, dulces; una gradación finísima que se perdía y terminaba en la faja azulada del horizonte.
El pueblo entero parecía brotar de un bosque, con sus casas amarillentas, ictéricas, de maderaje al descubierto, de tejados viejos, roñosos como manchas de sangre coagulada, y sus casas nuevas con blancos paredones de mampostería, persianas verdes y tejados rojizos de color de ladrillo recién hecho.
Veíanse a espaldas del pueblo lomas calvas, bajas colinas, blancas, de ocre, violáceas, de siena…, alguna que otra mancha roja.
El camino, de un color violeta, subía hacia Zamarramala; pasaban por él hombres y mujeres, ellas con el refajo de color sobre la cabeza, ellos llevando del ronzal las caballerías.
La iglesia, que tenía en la puerta, en azulejos, escrito «Capilla de la Veracruz», era románica y debía de ser muy antigua; tenía adosada una torre cuadrada y en la parte de atrás, tres ábsides pequeños.
Para Fernando, ofrecía más encanto que la contemplación de la capilla la vista del pueblo, que se destacaba sobre la masa verde de follaje, contorneándose, recortándose en el cielo gris de acero y de ópalo.
Había en aquel verdor, que servía de pedestal a la ciudad, una infinita gradación de matices: el verde esmeralda de los álamos, el de sus ramas nuevas, más claro y más fresco, el sombrío de algunos pinos lejanos, y el amarillento de las lomas cubiertas de césped.
Era una sinfonía de tonos suaves, dulces; una gradación finísima que se perdía y terminaba en la faja azulada del horizonte.
El pueblo entero parecía brotar de un bosque, con sus casas amarillentas, ictéricas, de maderaje al descubierto, de tejados viejos, roñosos como manchas de sangre coagulada, y sus casas nuevas con blancos paredones de mampostería, persianas verdes y tejados rojizos de color de ladrillo recién hecho.
Veíanse a espaldas del pueblo lomas calvas, bajas colinas, blancas, de ocre, violáceas, de siena…, alguna que otra mancha roja.
El camino, de un color violeta, subía hacia Zamarramala; pasaban por él hombres y mujeres, ellas con el refajo de color sobre la cabeza, ellos llevando del ronzal las caballerías.
El texto es de Pío Baroja en su novela 'Camino de perfección'
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