Primeros días de viaje, primeras aventuras nocturnas y sus consecuenciasEse puntual cumplidor de todo trabajo, el sol, acababa de levantarse y de alumbrar la mañana del 30 de mayo de 1827 cuando Samuel Pickwick, surgiendo de sus sueños cual otro sol, abría la ventana de su cuarto y contemplaba al mundo que debajo de él se extendía. Goswell Street hallábase a sus pies; Goswell Street tendíase a su derecha, y hasta donde la vista alcanzar podía veíase a la izquierda Goswell Street, y la acera opuesta de Goswell Street mirábase enfrente. «Tales —pensaba Mr. Pickwick— son las limitadas ideas de aquellos filósofos que satisfechos con el examen de las cosas que tienen ante sí no descubren las verdades que más allá se esconden. Así, podía yo contentarme con mirar simplemente Goswell Street sin preocuparme en penetrar las ocultas regiones que a la calle circundan.» Y después de producir Mr. Pickwick esta hermosa reflexión, embutióse en su traje, y sus trajes en el portamantas. Los grandes hombres rara vez se distinguen por la escrupulosidad de su indumento; así, pues, la operación de rasurarse, vestirse y sorber el café pronto estuvo concluida, y una hora después, Mr. Pickwick, con su portamantas en la mano, su anteojo en el bolsillo de su amplio gabán y el libro de notas en el del chaleco, dispuesto a recibir cualquier descubrimiento digno de registrarse, llegaba a la cochera de San Martín el Grande.
—¡Cochero! —exclamó Pickwick.
—Aquí está, sir —articuló un extraño ejemplar de la raza humana, con cazadora de tela de saco y mandil de lo mismo, que con una etiqueta y un número de latón en el cuello parecía catalogado en alguna colección de rarezas. Era el mozo de limpieza—. Aquí está, sir. ¡Vamos, el primero!
Y hallado el cochero número 1 en la taberna donde había fumado su primera pipa, Mr. Pickwick y su portamantas fueron introducidos en el vehículo.
—¡A Golden Cross! —ordenó Mr. Pickwick.
—¡Nada, ni para un trago, Tomás! —exclamó malhumorado el cochero, dirigiéndose a su amigo el mozo, al arrancar el coche.
—¿Qué tiempo tiene ese caballo, amigo? —preguntó Mr. Pickwick, frotándose la nariz con el chelín que había sacado para pagar el recorrido.