06 noviembre 2022

—Que le pongan otro plato de lo mismo al amigo.

 Cuando me decidí no lo pensé dos veces, porque las cosas que se rumian mucho acaban por torcerse a fuerza de encontrarles peros. En aquellos años poco podía ganar o perder. Justamente con trabajar y ser el jifero de mis horas de ocio le sacaba el gusto a la vida. Y como, además, a puro zascandilear, no tenía ni oficio ni beneficio y los escasos dineros que guardaba para cuando vinieran mal dadas amenazaban con dar fin, acordé buscarme nuevo amo y me vino a la memoria el conocimiento que tenía de don Dimas Bardaxí.
Lo que hice antes de ir al encuentro de don Dimas y los motivos que me llevaron a colgar los hábitos a poco de ordenarme de menores, es negocio que queda para mí. La cuenta tampoco es importante y ni entran en ella cosas que pidan confesión con el Santo Padre, ni los civiles andarían desasosegados buscándome por los caminos. En lo último que trabajé fue en un circo de bastante monta. Pero el circo, aunque iba de la Ceca a la Meca y dejaba mucho tiempo para los deleites de ver, leer y escribir, que tanto pueden en mi persona, adolecía del inconveniente de echarme en cara mi poquedad. En aquella cofradía todos, menos los mozos, sabían hacer alguna gracia y a la larga acabé creyéndome una especie de inútil forragaitas. Por eso, después de dejar el circo, me oreé por los lugares que atraviesa la carretera que va de Lérida a Huesca —trecho que contando mal supone arriba de veintiuna leguas—, sin duda porque quería meter en el hondón de mi ánima un poco de serenidad, a fin de no entrar con mal temple al servicio de don Dimas.
A don Dimas le había conocido un año antes, por las ferias de San Andrés que caen en noviembre. Don Dimas solía recenar a eso de las dos de la mañana, en una casa de comidas que hay en Huesca cerca de la placeta de los Tocinos. Yo, como la bolsa no daba para más, me contentaba con un vaso palmero de clarete de Bespén y miraba engolosinado las judías estofadas que despachaba don Dimas.
Aquella noche mi atención estaba más fija que de costumbre y don Dimas se encaró con la sirvienta y ordenó:
—Que le pongan otro plato de lo mismo al amigo.
Yo no me hice rogar y tomé asiento en la mesa del convidador.
Hablamos un poco de todo y de nada pues, aunque don Dimas se manifestó de naturaleza cordial, yo tenía el reparo del hambrón que llena las tripas a cuenta de otro.
Al despedirnos me dijo en tono amistoso:
—No te apures por el convite. Cuando me conozcas más sabrás que ni soy hombre de cumplidos, ni creo en la virtud de los hombres fríos. El burro —remató muy cumplidamente— es el animal más serio de la creación y la seriedad es la dicha de los imbéciles.
En gracia a estas palabras volvimos a repetir la función durante una semana y cuando desmontamos el circo para irnos a Zaragoza, don Dimas me mostró su juego:
—Pienso que, teniendo buenas dotes, pierdes el tiempo en un trabajo de poca cosa.
—A lo mejor está en lo cierto —respondí por decir algo.
—Hijo —gruñó don Dimas—, hoy día tan mal lo pasa quien no tiene negocios como el que los tiene en demasía, pues el primero vive menguadamente y el que se ocupa en muchos no disfruta de la vida, y viene a ser como el perro del trapero que va amarrado con una cuerda debajo del carro y ve pasar los árboles sin poderlos orinar. Además, quien no se especializa está perdido. Las manos sirven para poco sin ayuda de la cabeza.
—Y ¿qué quiere que haga? —insistí.
Don Dimas se estiró el nudo de la corbata y explicó:
—Hace tiempo que busco un joven de buenas entendederas para educarlo en mis oficios. Toma mis señas. Todos los años, mientras Dios no me llame a juicio, vengo a caer por esta taberna rondando la feria de noviembre. Aquí pongo fin a una excursión que comienzo en la villa de Almudévar el 23 de abril, festividad del glorioso San Jorge, patrón de Aragón y eventualmente de los ingleses. En Almudévar, que es la primera villa a la vera de la carretera que lleva a Zaragoza, pregunta por mí en la posada de Fierro.
Recogí el cacho de cartulina sobada que me entregaba y leí:
Dimas Bardaxí Saqués
Capador (Por la Escuela de Toulouse)
Tratante en ganado
Maestro en hierbas
Aragón (España)
—Me hace mucha caridad —murmuré confuso.
—Verdad es —sentenció don Dimas— que un día resucitaremos y se sabrá todo lo que llevamos dentro, por eso quiero aclararte que lo que te propongo más tiene de conveniencia que de caridad y para que lo entiendas te lo explicaré.
Aclarose la voz y prosiguió:
—La vieja de un molino que había en el valle de Tena, cuando yo estaba en edad de ir a la escuela, daba a los pobres los pedazos de tocino fresco que antes había empleado para untarse las almorranas. A fuerza de dar tocino en vez de pan crio fama de caritativa. A lo mejor esto que hago contigo tiene semejanza con el tocino de la vieja.
Quedé pensativo y repliqué:
—Sea lo que fuere, déjeme rumiarlo unos meses. Mi empleo de ahora no es una canonjía pero tampoco puedo despedirme de la noche a la mañana sin darle tiempo al tiempo.
—Hazlo como te plazca, que, aunque yo cubra la plaza he visto tantos dones en ti que siempre te recibiré gustoso.
Sin más nos dijimos adiós y yo volví a mis trabajos menores y él a sus negocios, de los que a lo largo de este escrito daré razón.

José-Vicente Torrente

El país de García

Áncora & Delfín 

El barquillero, jugadores de gua, la banda municipal y la procesión

en Candás, Asturias

05 noviembre 2022

CONFESIÓN

CONFESIÓN
DECIR que nada temo
sería faltar a la verdad.
La enfermedad, la humillación,
me atemorizan.
Tengo sueños, como cualquiera.
Pero aprendí a ocultarlos
para protegerme
de la plenitud: la felicidad
atrae a la Furias.
Son hermanas, salvajes,
que no tienen sentimientos,
sólo envidia.

Louise Glück

Ararat


Louise Elisabeth Glück (Nueva York22 de abril de 1943) es una poetisa estadounidense en lengua inglesa. Fue la duodécima poeta laureada (2003-2004) por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. El 8 de octubre del 2020 se anunció que ganó el Premio Nobel de Literatura.

El juego del gua, o jugando a las canicas

en Candás, Asturias

04 noviembre 2022

ORIGEN DE LOS ANCIANOS

 ORIGEN DE LOS ANCIANOS

Un niño de cinco años explicaba la otra tarde a uno de cuatro que entre muchos de ellos se mantiene la más rigurosa pureza sexual y ni siquiera se tocan entre sí porque saben —o creen saber— que si por casualidad se descuidan y se dejan llevar por la pasión propia de la edad y se copulan, el fruto inevitable de esa unión contra natura es indefectiblemente un viejito o una viejita; que en esa forma se dice que han nacido y nacen todos los días los ancianos que vemos en las calles y en los parques; y que quizá esta creencia obedecía a que los niños nunca ven jóvenes a sus abuelos y a que nadie les explica cómo nacen éstos o de dónde vienen; pero que en realidad su origen no era necesariamente ése.

Augusto Monterroso Bonilla

Augusto Monterroso Bonilla (Tegucigalpa21 de diciembre de 1921-Ciudad de México7 de febrero de 2003), conocido como Tito Monterroso, fue un escritor hondureño, nacionalizado guatemalteco y exiliado en México.​ Es considerado uno de los maestros de la minificción y, de forma breve, abordó temáticas complejas y fascinantes. 

La procesión

 en Candás, Asturias

03 noviembre 2022

CAPÍTULO I — La Orilla del Río

 CAPÍTULO I — La Orilla del Río
El topo se pasó la mañana trabajando a fondo, haciendo limpieza general de primavera en su casita. Primero con escobas y luego con plumeros; después, subido en escaleras, taburetes, peldaños y sillas, con una brocha y un cubo de agua de cal; y así hasta que acabó con polvo en la garganta y en los ojos, salpicaduras de cal en su negro pelaje, la espalda dolorida y los brazos molidos. La primavera bullía por encima de él, en el aire, y por debajo de él, en la tierra, y todo a su alrededor, impregnando su casita humilde y oscura, con su espíritu de sagrado descontento y anhelo. No es de extrañar, pues, que de repente tirase al suelo la brocha, y dijera: «¡Qué latazo!», y «¡A la porra!», y además: «¡Se acabó la limpieza general!», y saliese disparado de casa sin acordarse siquiera de ponerse la chaqueta. De allá arriba algo le llamaba imperiosamente y se dirigió hacia el túnel empinado y pequeño que hacía las veces del camino empedrado que hay en las viviendas de otros animales que están más cerca del sol y del aire. Así que rascó, arañó, escarbó y arrebañó y luego volvió a arrebañar, escarbar, arañar y rascar, sin dejar de mover las patitas al tiempo que se decía: «Vamos, ¡arriba, arriba!», hasta que al fin, ¡pop!, sacó el hocico a la luz del sol y se encontró revolcándose por la hierba tibia de una gran pradera.
«¡Qué gusto!», se dijo. «¡Esto es mejor que enjalbegar!». Le picaba el sol en la piel, brisas suaves le acariciaban la ardiente frente y, tras el encierro subterráneo en el que había vivido tanto tiempo, los cantos de los pájaros felices resonaban en su oído embotado casi como un grito. Haciendo cabriolas, sintiendo la alegría de vivir, gozando de la primavera, olvidándose de la limpieza general, siguió avanzando por la pradera hasta que llegó al seto que había en el extremo opuesto.
—¡Alto ahí! —dijo un conejo viejo, que guardaba la entrada—. ¡Seis peniques por el privilegio de pasar por un camino particular!
En un periquete el impaciente y desdeñoso Topo lo derribó y siguió trotando a lo largo del seto, chinchando a los demás conejos que salieron a toda prisa de las madrigueras para enterarse del motivo del alboroto.
—¡Salsa de cebolla! ¡Salsa de cebolla! —les gritó burlonamente, largándose antes de que se les pudiera ocurrir una respuesta totalmente satisfactoria.
Entonces todos se pusieron a refunfuñar:
—¡Qué tonto eres! ¿Por qué no le dijiste que…?
—¡Vaya! ¿Y por qué no le dijiste tú que…?
—¡Podrías haberle recordado que…!
Y así sucesivamente, como suele acontecer. Pero, por supuesto y como siempre, ya era demasiado tarde.
Todo parecía demasiado bueno para ser cierto. El Topo caminaba sin cesar, de acá para allá, por los prados, recorriendo setos y cruzando matorrales para encontrarse por doquier que los pájaros hacían sus nidos, las flores estaban en capullo y las hojas despuntaban: todo el mundo era feliz y se desarrollaba, cada uno en su quehacer. Y sin que la incómoda conciencia le remordiera y le susurrase: «¡A enjalbegar!», sólo se daba cuenta de lo divertido que resultaba sentirse el único bicho ocioso en medio de tanta gente ocupada. Después de todo, lo mejor de las vacaciones no es tanto el descanso propio como el ver a los demás atareados.
Le parecía que su felicidad era completa cuando, a fuerza de vagar a la ventura, de repente llegó al borde de un río caudaloso. Nunca en su vida había visto un río, ese animal de cuerpo entero, reluciente y sinuoso que, en alegre persecución, atrapaba las cosas con un gorjeo y las volvía a soltar entre risas, para lanzarse de nuevo sobre otros compañeros de juego, que se liberaban de él y acababan otra vez prisioneros en sus manos. Todo temblaba y se estremecía: centelleos y destellos y chisporroteos, susurros y remolinos, chácharas y borboteos. El Topo estaba embrujado, hechizado, fascinado. Iba trotando por la orilla del río como lo hace uno cuando es muy pequeño y camina al lado de un hombre que lo tiene embelesado con relatos apasionantes; y al fin, agotado, se sentó a su orilla mientras el río seguía hablándole, en un parlanchín rosario de los mejores cuentos del mundo, enviados desde el corazón de la tierra para que se los repitan al fin al insaciable mar.

Sonriures per a una tardor

Sonriures per a una tardor I MAKING OF AMERICA El cementiri d'Edgar Poe Aquí rau el seu cor  envoltat per la gespa verda  d'una esgl...