Cuando me decidí no lo pensé dos veces, porque las cosas que se rumian mucho acaban por torcerse a fuerza de encontrarles peros. En aquellos años poco podía ganar o perder. Justamente con trabajar y ser el jifero de mis horas de ocio le sacaba el gusto a la vida. Y como, además, a puro zascandilear, no tenía ni oficio ni beneficio y los escasos dineros que guardaba para cuando vinieran mal dadas amenazaban con dar fin, acordé buscarme nuevo amo y me vino a la memoria el conocimiento que tenía de don Dimas Bardaxí.
Lo que hice antes de ir al encuentro de don Dimas y los motivos que me llevaron a colgar los hábitos a poco de ordenarme de menores, es negocio que queda para mí. La cuenta tampoco es importante y ni entran en ella cosas que pidan confesión con el Santo Padre, ni los civiles andarían desasosegados buscándome por los caminos. En lo último que trabajé fue en un circo de bastante monta. Pero el circo, aunque iba de la Ceca a la Meca y dejaba mucho tiempo para los deleites de ver, leer y escribir, que tanto pueden en mi persona, adolecía del inconveniente de echarme en cara mi poquedad. En aquella cofradía todos, menos los mozos, sabían hacer alguna gracia y a la larga acabé creyéndome una especie de inútil forragaitas. Por eso, después de dejar el circo, me oreé por los lugares que atraviesa la carretera que va de Lérida a Huesca —trecho que contando mal supone arriba de veintiuna leguas—, sin duda porque quería meter en el hondón de mi ánima un poco de serenidad, a fin de no entrar con mal temple al servicio de don Dimas.
A don Dimas le había conocido un año antes, por las ferias de San Andrés que caen en noviembre. Don Dimas solía recenar a eso de las dos de la mañana, en una casa de comidas que hay en Huesca cerca de la placeta de los Tocinos. Yo, como la bolsa no daba para más, me contentaba con un vaso palmero de clarete de Bespén y miraba engolosinado las judías estofadas que despachaba don Dimas.
Aquella noche mi atención estaba más fija que de costumbre y don Dimas se encaró con la sirvienta y ordenó:
—Que le pongan otro plato de lo mismo al amigo.
Yo no me hice rogar y tomé asiento en la mesa del convidador.
Hablamos un poco de todo y de nada pues, aunque don Dimas se manifestó de naturaleza cordial, yo tenía el reparo del hambrón que llena las tripas a cuenta de otro.
Al despedirnos me dijo en tono amistoso:
—No te apures por el convite. Cuando me conozcas más sabrás que ni soy hombre de cumplidos, ni creo en la virtud de los hombres fríos. El burro —remató muy cumplidamente— es el animal más serio de la creación y la seriedad es la dicha de los imbéciles.
En gracia a estas palabras volvimos a repetir la función durante una semana y cuando desmontamos el circo para irnos a Zaragoza, don Dimas me mostró su juego:
—Pienso que, teniendo buenas dotes, pierdes el tiempo en un trabajo de poca cosa.
—A lo mejor está en lo cierto —respondí por decir algo.
—Hijo —gruñó don Dimas—, hoy día tan mal lo pasa quien no tiene negocios como el que los tiene en demasía, pues el primero vive menguadamente y el que se ocupa en muchos no disfruta de la vida, y viene a ser como el perro del trapero que va amarrado con una cuerda debajo del carro y ve pasar los árboles sin poderlos orinar. Además, quien no se especializa está perdido. Las manos sirven para poco sin ayuda de la cabeza.
—Y ¿qué quiere que haga? —insistí.
Don Dimas se estiró el nudo de la corbata y explicó:
—Hace tiempo que busco un joven de buenas entendederas para educarlo en mis oficios. Toma mis señas. Todos los años, mientras Dios no me llame a juicio, vengo a caer por esta taberna rondando la feria de noviembre. Aquí pongo fin a una excursión que comienzo en la villa de Almudévar el 23 de abril, festividad del glorioso San Jorge, patrón de Aragón y eventualmente de los ingleses. En Almudévar, que es la primera villa a la vera de la carretera que lleva a Zaragoza, pregunta por mí en la posada de Fierro.
Recogí el cacho de cartulina sobada que me entregaba y leí:
—Verdad es —sentenció don Dimas— que un día resucitaremos y se sabrá todo lo que llevamos dentro, por eso quiero aclararte que lo que te propongo más tiene de conveniencia que de caridad y para que lo entiendas te lo explicaré.
Aclarose la voz y prosiguió:
—La vieja de un molino que había en el valle de Tena, cuando yo estaba en edad de ir a la escuela, daba a los pobres los pedazos de tocino fresco que antes había empleado para untarse las almorranas. A fuerza de dar tocino en vez de pan crio fama de caritativa. A lo mejor esto que hago contigo tiene semejanza con el tocino de la vieja.
Quedé pensativo y repliqué:
—Sea lo que fuere, déjeme rumiarlo unos meses. Mi empleo de ahora no es una canonjía pero tampoco puedo despedirme de la noche a la mañana sin darle tiempo al tiempo.
—Hazlo como te plazca, que, aunque yo cubra la plaza he visto tantos dones en ti que siempre te recibiré gustoso.
Sin más nos dijimos adiós y yo volví a mis trabajos menores y él a sus negocios, de los que a lo largo de este escrito daré razón.
Lo que hice antes de ir al encuentro de don Dimas y los motivos que me llevaron a colgar los hábitos a poco de ordenarme de menores, es negocio que queda para mí. La cuenta tampoco es importante y ni entran en ella cosas que pidan confesión con el Santo Padre, ni los civiles andarían desasosegados buscándome por los caminos. En lo último que trabajé fue en un circo de bastante monta. Pero el circo, aunque iba de la Ceca a la Meca y dejaba mucho tiempo para los deleites de ver, leer y escribir, que tanto pueden en mi persona, adolecía del inconveniente de echarme en cara mi poquedad. En aquella cofradía todos, menos los mozos, sabían hacer alguna gracia y a la larga acabé creyéndome una especie de inútil forragaitas. Por eso, después de dejar el circo, me oreé por los lugares que atraviesa la carretera que va de Lérida a Huesca —trecho que contando mal supone arriba de veintiuna leguas—, sin duda porque quería meter en el hondón de mi ánima un poco de serenidad, a fin de no entrar con mal temple al servicio de don Dimas.
A don Dimas le había conocido un año antes, por las ferias de San Andrés que caen en noviembre. Don Dimas solía recenar a eso de las dos de la mañana, en una casa de comidas que hay en Huesca cerca de la placeta de los Tocinos. Yo, como la bolsa no daba para más, me contentaba con un vaso palmero de clarete de Bespén y miraba engolosinado las judías estofadas que despachaba don Dimas.
Aquella noche mi atención estaba más fija que de costumbre y don Dimas se encaró con la sirvienta y ordenó:
—Que le pongan otro plato de lo mismo al amigo.
Yo no me hice rogar y tomé asiento en la mesa del convidador.
Hablamos un poco de todo y de nada pues, aunque don Dimas se manifestó de naturaleza cordial, yo tenía el reparo del hambrón que llena las tripas a cuenta de otro.
Al despedirnos me dijo en tono amistoso:
—No te apures por el convite. Cuando me conozcas más sabrás que ni soy hombre de cumplidos, ni creo en la virtud de los hombres fríos. El burro —remató muy cumplidamente— es el animal más serio de la creación y la seriedad es la dicha de los imbéciles.
En gracia a estas palabras volvimos a repetir la función durante una semana y cuando desmontamos el circo para irnos a Zaragoza, don Dimas me mostró su juego:
—Pienso que, teniendo buenas dotes, pierdes el tiempo en un trabajo de poca cosa.
—A lo mejor está en lo cierto —respondí por decir algo.
—Hijo —gruñó don Dimas—, hoy día tan mal lo pasa quien no tiene negocios como el que los tiene en demasía, pues el primero vive menguadamente y el que se ocupa en muchos no disfruta de la vida, y viene a ser como el perro del trapero que va amarrado con una cuerda debajo del carro y ve pasar los árboles sin poderlos orinar. Además, quien no se especializa está perdido. Las manos sirven para poco sin ayuda de la cabeza.
—Y ¿qué quiere que haga? —insistí.
Don Dimas se estiró el nudo de la corbata y explicó:
—Hace tiempo que busco un joven de buenas entendederas para educarlo en mis oficios. Toma mis señas. Todos los años, mientras Dios no me llame a juicio, vengo a caer por esta taberna rondando la feria de noviembre. Aquí pongo fin a una excursión que comienzo en la villa de Almudévar el 23 de abril, festividad del glorioso San Jorge, patrón de Aragón y eventualmente de los ingleses. En Almudévar, que es la primera villa a la vera de la carretera que lleva a Zaragoza, pregunta por mí en la posada de Fierro.
Recogí el cacho de cartulina sobada que me entregaba y leí:
Dimas Bardaxí Saqués
Capador (Por la Escuela de Toulouse)
Tratante en ganado
Maestro en hierbas
Aragón (España)
—Me hace mucha caridad —murmuré confuso.—Verdad es —sentenció don Dimas— que un día resucitaremos y se sabrá todo lo que llevamos dentro, por eso quiero aclararte que lo que te propongo más tiene de conveniencia que de caridad y para que lo entiendas te lo explicaré.
Aclarose la voz y prosiguió:
—La vieja de un molino que había en el valle de Tena, cuando yo estaba en edad de ir a la escuela, daba a los pobres los pedazos de tocino fresco que antes había empleado para untarse las almorranas. A fuerza de dar tocino en vez de pan crio fama de caritativa. A lo mejor esto que hago contigo tiene semejanza con el tocino de la vieja.
Quedé pensativo y repliqué:
—Sea lo que fuere, déjeme rumiarlo unos meses. Mi empleo de ahora no es una canonjía pero tampoco puedo despedirme de la noche a la mañana sin darle tiempo al tiempo.
—Hazlo como te plazca, que, aunque yo cubra la plaza he visto tantos dones en ti que siempre te recibiré gustoso.
Sin más nos dijimos adiós y yo volví a mis trabajos menores y él a sus negocios, de los que a lo largo de este escrito daré razón.
José-Vicente Torrente
El país de García
Áncora & Delfín