CAPÍTULO I — La Orilla del Río
El topo se pasó la mañana trabajando a fondo, haciendo limpieza general de primavera en su casita. Primero con escobas y luego con plumeros; después, subido en escaleras, taburetes, peldaños y sillas, con una brocha y un cubo de agua de cal; y así hasta que acabó con polvo en la garganta y en los ojos, salpicaduras de cal en su negro pelaje, la espalda dolorida y los brazos molidos. La primavera bullía por encima de él, en el aire, y por debajo de él, en la tierra, y todo a su alrededor, impregnando su casita humilde y oscura, con su espíritu de sagrado descontento y anhelo. No es de extrañar, pues, que de repente tirase al suelo la brocha, y dijera: «¡Qué latazo!», y «¡A la porra!», y además: «¡Se acabó la limpieza general!», y saliese disparado de casa sin acordarse siquiera de ponerse la chaqueta. De allá arriba algo le llamaba imperiosamente y se dirigió hacia el túnel empinado y pequeño que hacía las veces del camino empedrado que hay en las viviendas de otros animales que están más cerca del sol y del aire. Así que rascó, arañó, escarbó y arrebañó y luego volvió a arrebañar, escarbar, arañar y rascar, sin dejar de mover las patitas al tiempo que se decía: «Vamos, ¡arriba, arriba!», hasta que al fin, ¡pop!, sacó el hocico a la luz del sol y se encontró revolcándose por la hierba tibia de una gran pradera.
«¡Qué gusto!», se dijo. «¡Esto es mejor que enjalbegar!». Le picaba el sol en la piel, brisas suaves le acariciaban la ardiente frente y, tras el encierro subterráneo en el que había vivido tanto tiempo, los cantos de los pájaros felices resonaban en su oído embotado casi como un grito. Haciendo cabriolas, sintiendo la alegría de vivir, gozando de la primavera, olvidándose de la limpieza general, siguió avanzando por la pradera hasta que llegó al seto que había en el extremo opuesto.
—¡Alto ahí! —dijo un conejo viejo, que guardaba la entrada—. ¡Seis peniques por el privilegio de pasar por un camino particular!
En un periquete el impaciente y desdeñoso Topo lo derribó y siguió trotando a lo largo del seto, chinchando a los demás conejos que salieron a toda prisa de las madrigueras para enterarse del motivo del alboroto.
—¡Salsa de cebolla! ¡Salsa de cebolla! —les gritó burlonamente, largándose antes de que se les pudiera ocurrir una respuesta totalmente satisfactoria.
Entonces todos se pusieron a refunfuñar:
—¡Qué tonto eres! ¿Por qué no le dijiste que…?
—¡Vaya! ¿Y por qué no le dijiste tú que…?
—¡Podrías haberle recordado que…!
Y así sucesivamente, como suele acontecer. Pero, por supuesto y como siempre, ya era demasiado tarde.
Todo parecía demasiado bueno para ser cierto. El Topo caminaba sin cesar, de acá para allá, por los prados, recorriendo setos y cruzando matorrales para encontrarse por doquier que los pájaros hacían sus nidos, las flores estaban en capullo y las hojas despuntaban: todo el mundo era feliz y se desarrollaba, cada uno en su quehacer. Y sin que la incómoda conciencia le remordiera y le susurrase: «¡A enjalbegar!», sólo se daba cuenta de lo divertido que resultaba sentirse el único bicho ocioso en medio de tanta gente ocupada. Después de todo, lo mejor de las vacaciones no es tanto el descanso propio como el ver a los demás atareados.
Le parecía que su felicidad era completa cuando, a fuerza de vagar a la ventura, de repente llegó al borde de un río caudaloso. Nunca en su vida había visto un río, ese animal de cuerpo entero, reluciente y sinuoso que, en alegre persecución, atrapaba las cosas con un gorjeo y las volvía a soltar entre risas, para lanzarse de nuevo sobre otros compañeros de juego, que se liberaban de él y acababan otra vez prisioneros en sus manos. Todo temblaba y se estremecía: centelleos y destellos y chisporroteos, susurros y remolinos, chácharas y borboteos. El Topo estaba embrujado, hechizado, fascinado. Iba trotando por la orilla del río como lo hace uno cuando es muy pequeño y camina al lado de un hombre que lo tiene embelesado con relatos apasionantes; y al fin, agotado, se sentó a su orilla mientras el río seguía hablándole, en un parlanchín rosario de los mejores cuentos del mundo, enviados desde el corazón de la tierra para que se los repitan al fin al insaciable mar.