27 octubre 2022

CAP. I. FLOR DE SANTIDAD

 

CAP. I. FLOR DE SANTIDAD

CAMINABA rostro a la venta uno de esos peregrinos que van en romería a todos los santuarios y recorren los caminos salmodiando una historia sombría, forjada con reminiscencias de otras cien, y a propósito para conmover el alma de los montañeses, milagreros y trágicos. Aquel mendicante desgreñado y bizantino, con su esclavina adornada de conchas, y el bordón de los caminantes en la diestra, parecía resucitar la devoción penitente del tiempo antiguo, cuando toda la Cristiandad creyó ver en la celeste altura el Camino de Santiago. ¡Aquella ruta poblada de riesgos y trabajos, que la sandalia del peregrino iba labrando piadosa en el polvo de la tierra!

No estaba la venta situada sobre el camino real, sino en mitad de un descampado donde sólo se erguían algunos pinos desmedrados y secos. El paraje de montaña, en toda sazón austero y silencioso, parecíalo más bajo el cielo encapotado de aquella tarde invernal. Ladraban los perros de la aldea vecina, y como eco simbólico de las borrascas del mundo se oía el retumbar ciclópeo y opaco de un mar costeño muy lejano. Era nueva la venta, y en medio de la sierra adusta y parda, aquel portalón color de sangre y aquellos frisos azules y amarillos de la fachada, ya borrosos por la perenne lluvia del invierno, producían indefinible sensación de antipatía y de terror. La carcomida venta de antaño, incendiada una noche por cierto famoso bandido, impresionaba menos tétricamente.

Anochecía, y la luz del crepúsculo daba al yermo y riscoso paraje entonaciones anacoréticas que destacaban con sombría idealidad la negra figura del peregrino. Ráfagas heladas de la sierra que imitan el aullido del lobo, le sacudían implacables la negra y sucia guedeja, y arrebataban, llevándola del uno al otro hombro, la ola de la barba que al amainar el viento caía estremecida y revuelta sobre el pecho donde se zarandeaban cruces y rosarios. Empezaban a caer gruesas gotas de lluvia, y por el camino real venían ráfagas de polvo y en lo alto de los peñascales balaba una cabra negra. Las nubes iban a congregarse en el horizonte, un horizonte de agua. Volvían las ovejas al establo, y apenas turbaba el reposo del campo aterido por el invierno el son de las esquilas. En el fondo de una hondonada verde y umbría se alzaba el Santuario de San Clodio Mártir rodeado de cipreses centenarios que cabeceaban tristemente. El mendicante se detuvo y apoyado a dos manos en el bordón contempló la aldea agrupada en la falda de un monte, entre foscos y sonoros pinares. Sin ánimo para llegar al caserío cerró los ojos nublados por la fatiga, cobró aliento en un suspiro y siguió adelante.

 

Título original: Flor de santidad

Ramón María del Valle-Inclán, 1904

 

 

Camino

camino

26 octubre 2022

Me moriré en París con aguacero

Me moriré en París con aguacero

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos…

César Vallejo

César Abraham Vallejo Mendoza (Santiago de Chuco, 16 de marzo de 1892-París, 15 de abril de 1938) fue un poeta y escritor peruano. Es considerado uno de los mayores innovadores de la poesía universal del siglo XX y el máximo exponente de las letras en el Perú.​ Es, en opinión del crítico Thomas Merton, «el más grande poeta católico desde Dante, y por católico entiendo universal»​ y, según Martin Seymour-Smith, «el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas».

En Avilés

En Avilés

25 octubre 2022

De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos

 CAPÍTULO XIX
 De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos
—Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de su caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo bien.
—Tienes mucha razón, Sancho –dijo don Quijote–, mas, para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria, y también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la orden de la caballería para todo.
—Pues ¿juré yo algo, por dicha? –respondió Sancho.
—No importa que no hayas jurado –dijo don Quijote–: basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro, y, por sí o por no, no será malo proveernos de remedio.
—Pues si ello es así –dijo Sancho–, mire vuestra merced no se le torne a olvidar esto como lo del juramento: quizá les volverá la gana a las fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced, si le ven tan pertinaz.
En estas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se recogiesen; y lo que no había de bueno en ello era que perecían de hambre, que con la falta de las alforjas les faltó toda la despensa y matalotaje. Y para acabar de confirmar esta desgracia les sucedió una aventura que, sin artificio alguno, verdaderamente lo parecía. Y fue que la noche cerró con alguna escuridad, pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas, de buena razón hallaría en él alguna venta.
Yendo, pues, de esta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mismo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían. Pasmose Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían. A cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a don Quijote, el cual, animándose un poco, dijo:
—Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.

En Avilés

En Avilés

Enriketa ve un fantasma