18 septiembre 2022

La ley de Herodes de Jorge Ibargüengoitia

 La ley de Herodes

Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.
No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó y también la aceptó. ¿Y qué?
Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico… No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito justicia. La exijo. Así que adelante…
La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.
No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexicanos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra… no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesio y que nos presentáramos a las nueve de la mañana siguiente con las «muestras obtenidas» de nuestras dos funciones.
¡Ah, qué humillación! ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creencias personales.)
Cuando estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer notar que la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el sulfato de magnesio) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en pequeñas gotas en las paredes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.
Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando contra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es independiente de mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues había tenido cierta dificultad en obtener una de las muestras. Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.
Desde el primer momento comprendí que la intención del doctor Philbrick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física y mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuntó mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo; él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: «Desvístase.» Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.
—Hínquese sobre la mesa —me dijo.
Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:
—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.
El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente «úlceras en el recto»; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.
—Apoye los codos sobre la mesa.
Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: «Vístase.»
Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.
—Me metieron el dedo. Dos dedos.
—¿Por dónde?
—¿Por dónde crees, tonta?
Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.

Jorge Ibargüengoitia

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17 septiembre 2022

FLANNERY O’CONNOR: Querido Dios

 Querido Dios:

No puedo amarte como quiero. Tú eres la medialuna sutil que veo y yo soy la sombra de la tierra que me impide ver toda la luna. La medialuna es muy hermosa y, a lo mejor, es todo lo que debería ser visible para alguien como yo; pero de lo que tengo miedo, querido Dios, es de que mi sombra se haga tan grande que me tape la luna entera, y de que yo me juzgue a mí misma por la sombra, que no es nada.

No te conozco, Dios, porque me pongo en medio. Por favor, ayúdame a que me aparte a un lado.

Querría triunfar en el mundo con lo que me gusta hacer. Te lo he pedido ansiosamente en todos mis pensamientos, y he llegado a tal tensión mental que te he dicho: «Dios, por favor», «tengo que poder», y «por favor, por favor». Me temo que no te lo he pedido de la mejor forma. Permíteme que, de ahora en adelante, te lo pida con resignación, lo que no es ni pretende ser un descuido en la oración, sino que sea menos frenética, porque ese frenesí lo causa el ansia por lo que quiero y no una confianza espiritual. No quiero ser presuntuosa. Quiero amar.

Oh, Dios, despeja mi mente.

Por favor, límpiala.

Te pido un mayor amor por mi santa Madre y le pido a ella un mayor amor por Ti.

Por favor, ayúdame a meterme en las cosas y a encontrarte dónde estés.

No quiero renegar de las oraciones tradicionales que he rezado toda la vida; el problema es que las rezo sin sentirlas. Pierdo fácilmente la atención. De esta forma, [escribiendo] estoy atenta todo el tiempo. Cuando pienso en estas cosas y te las escribo, siento la calidez de un amor inflamándome. Por favor, no dejes que las explicaciones psicológicas hagan que se enfríe de repente. Mi inteligencia es tan limitada, Señor, que solo puedo confiar en que seas Tú quien me proteja.

Por favor, ayuda a que las personas que quiero sean libres de sus sufrimientos. Por favor, perdóname.

 

DIARIO DE ORACIÓN

FLANNERY O’CONNOR

Traducción de Isabel Berzal Ayuso y Guadalupe Arbona Abascal

Rebaño colorido

El rebaño

16 septiembre 2022

Un niño está en nuestra aldea (a modo de villancico - siglo XVI)

 FLORESTA DE LA ANT. LÍRICA POPULAR

Un niño está en nuestra aldea
en brazos de una zagala,
que en tierra y cielo no hay gala,
que igual con la suya sea.
Un niño que es rey del cielo
y señor de lo criado
con librea de encarnado
hoy se disfrazó en el suelo :
que no hay pastor que le vea
en brazos de su zagala,
que no diga que no hay gala
que igual con la suya sea.
Ni el cielo ni el sol lumbroso
no tienen que ver con él,
porque el garrido doncel
es en todo más hermoso
y está agora en nuestra aldea
en brazos de la zagala,
que en tierra y cielo no hay gala,
que igual con la suya sea.
Hoy sale el sol de la luna
siendo del la luz que tiene,
que el resplandor del le viene
y no de otra causa alguna,
hoy el Verbo en nueva idea
concebido sin iguala
nace con divina gala
de encarnado en nuestra aldea.
(Del s. xvi. Bibl. Nao., ms. 14070.)

D. JULIO CEJADOR Y FRAUCA
FLORESTA DE LA ANT. LÍRICA POPULAR (TOMO IX)

Rebaño de colores

El rebaño

Enriketa ve un fantasma