28 noviembre 2007
27 noviembre 2007
26 noviembre 2007
Calabaza del peregrino o calabaza del vinatero
La calabaza del peregrino o calabaza del vinatero es una variedad con forma de botella estrangulada que una vez seca puede utilizarse como recipiente.
25 noviembre 2007
24 noviembre 2007
De pinos y encinas
Canción del río Duero
Molinero es mi amante,
tiene un molino
bajo los pinos verdes,
cerca del río;
bajo los pinos verdes
cerca del río.
Niñas, cantad,
niñas, cantad:
Por la orilla del Duero
quisiera pasar.
Por las tierras de Soria
va mi pastor.
¡Si yo fuera una encina
sobre un alcor!
Para la siesta
¡Si yo fuera una encina
sombra le diera!
Niñas, cantad:
por la orilla del Duero
quisiera pasar.
Niñas, cantad,
Por la orilla del Duero
quisiera pasar.
En las tierras de Soria,
azul y nieve,
leñador es mi amante
de pinos verdes,
leñador es mi amante
de pinos verdes.
¡Quién fuera el águila
para ver a mi dueño
cortando ramas!
¡Ay, garabí!
¡Ay, garabí!
¡Bailad, suene la flauta
y el tamboril!
CANCIONES DEL ALTO DUERO
I
Molinero es mi amante,
tiene un molino
bajo los pinos verdes,
cerca del río.
Niñas, cantad:
"Por las tierras de Soria
yo quisiera pasar."
II
Por las tierras de Soria
va mi pastor.
¡Si yo fuera una encina
sobre un alcor!
para la siesta,
si yo fuera una encina
sombra le diera.
III
Colmenero es mi amante
y, en su abejar,
abejicas de oro
vienen y van.
De tu colmena,
colmenero del alma,
yo colmenera.
IV
En las sierras de Soria,
azul y nieve.
Leñador es mi amante
de pinos verdes.
¡Quién fuera águila
para ver a mi dueño
cortando ramas!
V
Hortelano es mi amante,
tiene su huerto,
en la tierra de Soria
cerca del Duero.
¡Linda hortelana!
llevaré saya verde,
monjil de grana.
De Antonio Machado. Variaciones
23 noviembre 2007
Los noviembre en otras historias inventadas
Donde se llega al pie de la abadía y Guillermo da pruebas de gran dureza.
Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas. Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el ciclo. Al acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma cuadrangular engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban hacia afuera; o sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como pentágonos. Evidente, y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada uno revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu Santo. Por la mole, y por la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel dal Monte, que luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta.
Sin embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí amedrentado, presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina.