
03 junio 2022
02 junio 2022
Hoy... De Gustave Flaubert: La leyenda de San Julián el hospitalario
Los padres de Julián vivían en un castillo rodeado de bosques, en la ladera de una colina. Las cuatro torres de las esquinas remataban en techumbres puntiagudas cubiertas de escamas de plomo y la base de los muros se apoyaban en bloques de rocas que se despeñaban abruptamente hasta el fondo de los fosos.
El pavimento de los patios era regular como el enlosado de una iglesia. Largas gárgolas, figurando dragones con las fauces inclinadas hacia abajo, escupían hacía la cisterna el agua de las lluvias. Y en el resalto de las ventanas de todos los pisos crecía en un tiesto de barro pintado una albahaca o un heliotropo.
Un segundo cercado, hecho de estacas, protegía en primer lugar una huerta de árboles frutales, luego un cuadro donde las flores se combinaban formando cifras, después una enramada con glorietas para tomar el fresco, y un juego de mallo que servía para entretenimiento de los pajes. Al otro lado estaban la porqueriza, los establos, el horno de cocer el pan, el lagar y los graneros. En todo el contorno prosperaba un verde pastizal, cerrado por un seto de espinos. Se vivía en paz desde hacía tanto tiempo, que ya no se bajaba el rastrillo; los fosos estaban llenos de agua; las golondrinas hacían sus nidos en las hendiduras de las almenas; y el arquero, que se pasaba el día paseando por la cortina, en cuanto el sol pegaba demasiado, se metía en la atalaya y se quedaba dormido como un fraile.
En el interior, relucían los herrajes por doquier; en los aposentos, los tapices protegían del frío; y los armarios estaban rebosantes de ropa blanca, se apilaban en las bodegas los toneles de vino, las arcas de roble reventaban bajo el peso de los sacos de dinero.
En la sala de armas, entre estandartes y cabezas de animales feroces, se veían armas de todos los tiempos y de todos los países, desde las hondas de los amalecitas y los venablos de los garamantas hasta los chafarotes de los sarracenos y las cotas de mallas de los normandos.
En el gran asador de la cocina se podía ensartar un buey; la capilla era tan suntuosa como el oratorio de un monarca. Hasta había, en un lugar apartado, un baño a la romana; pero el buen caballero del castillo no lo usaba, porque le parecía cosa de idólatras.
Envuelto siempre en una pelliza de zorro, se paseaba por su casa, administraba la justicia en los litigios de sus vasallos, mediaba en las querellas de sus vecinos. En invierno, miraba caer los copos de nieve o hacía que le leyeran historias. Nada más comenzar el buen tiempo, se iba en su mula por las pequeñas veredas, a orillas de los trigales que verdeaban ya, y charlaba con los labriegos, dándoles consejos. Al cabo de muchas aventuras, había tomado por esposa a una doncella de alto linaje.
Era muy blanca, un poco altiva y seria. Los picos de su capirote rozaban el dintel de las puertas; la cola de su vestido de paño arrastraba tres pasos detrás de ella. Llevaba el gobierno de la casa como el de un monasterio; cada mañana distribuía el trabajo a los criados, vigilaba las mermeladas y los ungüentos, hilaba en la rueca o bordaba manteles de altar. A fuerza de rogar a Dios, le nació un hijo.
Su advenimiento se celebró con grandes festejos y con una comida que duró tres días y cuatro noches, con iluminación de antorchas, al son de las arpas y sobre alfombras de hojas. Se sirvieron las más raras especias, con gallinas grandes como corderos; por juego, de un pastel surgió un enano; y las escudillas no bastaban ya, pues la multitud aumentaba sin cesar, y hubo que beber en los olifantes y en los yelmos.
01 junio 2022
Una de detectives. De Raymond Chandler: El sueño eterno
Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol no brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba que había llovido. Vestía mi traje azul oscuro con camisa azul oscura, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno, y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
El recibidor del chalet de los Sternwood tenía dos pisos. Encima de las puertas de entrada, capaz de permitir el paso de un rebaño de elefantes indios, había un vitral en el que figuraba un caballero con armadura antigua rescatando una dama que se hallaba atada a un árbol, sin más encima que una larga y muy oportuna cabellera. Tenía levantada la visera de su casco, como muestra de sociabilidad, y jugueteaba con las cuerdas que ataban a la dama, al parecer sin resultado alguno. Me detuve un momento y pensé que de vivir yo en esta casa, tarde o temprano tendría que subir allí y ayudarle, ya que parecía que él, realmente, no lo intentaba.
La parte trasera del vestíbulo tenía puertaventanas; tras ellas, un gran cuadro de césped se extendía delante de un garaje blanco, ante el cual el chófer, joven, moreno y esbelto, con brillantes polainas negras, limpiaba un Packard descapotable, color castaño. Detrás del garaje había árboles recortados tan cuidadosamente como el pelaje de los perros de lanas y después de ellos, un inmenso invernadero con techo en forma de cúpula. A continuación había más árboles y, completamente al fondo, se veían las líneas sólidas, desiguales y apacibles de las faldas de las colinas.
En el lado este del edificio, una escalera pavimentada con baldosines daba a un balcón corrido con barandilla de hierro forjado y un vitral, con otra escena romántica. Enormes sillas, con asiento redondo de felpa roja, adosadas a la pared, en los espacios vacíos, daban la sensación de que nunca se hubiese sentado nadie en ellas. En medio de la pared oeste había una enorme chimenea con pantalla de cobre formada por cuatro paneles unidos con bisagras, y en aquélla una repisa de mármol en cuyas esquinas había cupidos. En la repisa había un gran retrato al óleo, y encima de éste dos gallardetes de caballería, agujereados con bala o comidos por la polilla, cruzados dentro de un marco de cristal. El retrato era el de un rígido oficial con uniforme de la época de la guerra contra México. El hombre del retrato tenía perilla y bigotes negros y, en conjunto, el aspecto de un hombre con el que convenía estar a bien. Pensé que debía ser el abuelo del general Sternwood. No podía ser el propio general, aunque había oído que éste era demasiado viejo para un par de hijas que rondaban la peligrosa edad de los veintitantos.