Miranda es una tierra montañosa, que nace donde terminan los llanos pastizales de la antigua Bretoña, y va a morir en estrechas vallinas en el río Eo, que es la frontera entre galaicos y astures. Me gustaría ponerme ahora mismo a contarles a ustedes de esa remota provincia del Reino de Galicia, que es el país de mi infancia, tan añorado. Comenzando por los potros bravos que nacen en gran amistad con el viento en las camposas y en las brañas, en las veranías de dulces pastos, donde el milano y el lobo se saludan; y diciendo de los grandes castañares que cubren las laderas de las rotundas colinas, de las fraguas de los herreros en Ferreira Vella, con su gran mazo junto al puente, y los fuelles cabe los hornillos, en los que tanto me gustaba tirar; y de los grandes prados en los altos, de los que se regresaba en julio en los carros colmados de oloroso heno, y de los molinos de calendas perdidos en los recodos de los claros ríos, en los que los míos tenían derecho a moler el menudo trigo montañés una vez a la semana, y de la fraga de Rioseco, una espesura habitada por el jabalí, selva virgen en mi imaginación, a cuyo pie, por angosto barranco pasaba yo a caballo, tropezando con las ramas del roble silvestre mi cabeza de pequeño jinete. Cuando, por ejemplo, en el Libro de las genealogías de Vasco de Ponte —que es el libro en que se cuenta de los gallegos condes locos medievales—, me encontraba con el caballero Pedro de Miranda y leía que llevaba con él treinta, dos de a caballo, «porque eran de tierra brava», yo me enorgullecía, poniéndome en aquel bando, porque yo también era de allí, aquel país de ásperos montes y frondosos valles amados por la niebla matinal, de aquellas ribeiras surcadas por espumeantes aguas cantoras que bajan violentas desde las cumbres para remansar en tranquilos y oscuros salones a la sombra de la tribu fluvial de los árboles: chopos, sauces, álamos, abedules. No había carreteras. Desde el paso más alto del camino de herradura se veía, lejano y verde, el Cantábrico. Un monte desnudo y roquedal, el Carracedo, decía el refrán de allí «que a todos os montes pon medo». Y como si no tuviéramos los mirandeses bastantes montes, aun inventábamos uno, el Montiral, para decir, refraneros, que del Carracedo era el igual. ¡Montiral! ¡Cuántas veces no he preguntado por él! Nadie sabe de qué banda cae, dónde levanta su cima hasta las oscuras y lentas nubes que empujan hacia tierra los vientos nacidos en el océano. Un monte de la imaginación en un país en el que la gente es gozosamente fabulante, supersticiosa, espiritual y sensual a la vez. Yo soy de aquéllos más naturales de allá.
Tendría yo nueve o diez años cuando fui a pasar la Nochebuena al pazo de Cachán, de mis abuelos maternos. Eran unos días soleados y tibios, esos días que el cristalino sur suele traer a Miranda en vísperas del solsticio invernal. Habíamos estado en la iglesia oyendo a los niños ensayar villancicos y versos, y de regreso a casa, anocheciendo, nos habíamos detenido donde dicen Moucín, porque a un primo mío, que tenía una caja de cerillas, se le había antojado un magosto de castañas con unas que nos habían dado en una casa vecina. Hicimos la pequeña hoguera, pellizcamos las castañas, y esperamos a que se asasen en el brasero. Alguna sin pellizcar —los gallegos, en el romance nuestro, decimos anozcar o penicar—, estallaba, y aventaba brasas, encendiendo el aire con oro vivo. Ninguno de los que estábamos atentos al magosto vimos acercarse al mendigo. Yo le llamo «el mendigo» por decirlo de alguna manera. Era un tipo alto, delgado, los ojos negros muy hundidos, la barba entrecana de dos semanas por lo menos, abrigado con un largo gabán verde y calzado con zuecos de media caña. Sin decir palabra se metió entre nosotros y tendió las manos al calor del magosto. Llevaba en bandolera una gran cartera roja, y el sombrero con que se cubría levantaba la ancha ala sobre la frente. Le dimos las buenas tardes y no contestó. Sacamos las primeras castañas y le ofrecimos. Tomó una, quitó la cáscara quemada, y la masticó despacio, paseándola por la boca, que debía quemarle. Bailó un poco sobre los pies, que los traería fríos, y nos miró con gran atención, uno a uno. Se pasó el dorso de la mano por la boca.
—¿Sois cristianos? —preguntó.
La voz la tenía ronca y el acento no era del país, ni tampoco de las Castillas. Le respondimos que sí, y Pedro de Noceda, que era seminarista en Mondoñedo, de los de ropón corto y beca colorada, y estaba de vacaciones, se santiguó, y lo imitamos.
—Esta noche nace en Belén —dijo el desconocido, más para sí que para nosotros.
Y levantando el cuello del raído gabán verde, echó a andar por el sendero que lleva al empalme del Marco del Álvarez, que es un descampado frío, en el que, desde octubre a junio, hay grandes charcos en los que se espeja el abedul y bebe la becada.
Yo le conté aquel encuentro, horas después, a un viejo criado de casa, Benito Anido, que fue, sin duda, el maestro que primero acarició mi imaginación, y era una feliz antología de romances, que decía muy bien, de Carlomagno y de Delgadiña, de don Tristán… Benito se me quedó mirando y me preguntó si no caía en quién era aquel vagabundo taciturno de la cartera roja. Tuve que responder que no. Benito cogió la humeante taza de la ritual compota de pera y tinto y se acercó a la ventana.
—¿No caes?
—No.
Limpió el empañado cristal y echó una mirada a la noche.
—Pues es bien conocido, y todos los años pasa. Es un criado del rey Herodes, que va hacia Fisterra, y en la cartera roja lleva en papel sellado la orden de que hay que degollar los Inocentes el día veintiocho, al alba.
Benito bebió la compota, posó la taza y pasándome un brazo por los hombros me dijo confidente:
—¡Viste lo que les es dado ver a pocos!
Siempre que voy a Riotorto y me acerco a Moucín, me acuerdo del correo del rey Herodes, que verdaderamente lo he visto al pie de nuestro magosto infantil y marchar por el atajo del Marco camino de Fisterra, portador de la terrible orden. Creo verdaderamente que lo era, y todo este siglo nuestro, tan rico y grande por una parte, y tan desesperadamente loco y sangriento por otra, me confirma con sus días oscuros que el correo de Herodes pasó y pasa, verdaderamente, por los caminos de mi país, camino del cabo final, con el decreto infanticida en la cartera.
Álvaro Cunqueiro