12 mayo 2022

Comienzo de libro... Hoy: de Anthony Trollope; Las torres de Barchester (Crónicas de Barsetshire)

 A FINALES de julio del año 185***, una pregunta de la máxima importancia se repitió cada hora durante diez días en la ciudad catedralicia de Barchester, recibiendo cada hora distintas respuestas: ¿quién sería el nuevo obispo?
La muerte del anciano doctor Grantly, que durante muchos años había ocupado ese cargo con apacible autoridad, tuvo lugar exactamente a la vez que la gestión de lord *** al frente del Gobierno iba a dar paso a la de lord ***. La enfermedad del venerable anciano se prolongó durante largo tiempo y, al final, se convirtió en un asunto de gran relevancia para los interesados saber si el nuevo nombramiento sería hecho por un gobierno conservador o por uno liberal.
Todo el mundo tenía bastante claro que el primer ministro saliente había tomado una decisión al respecto y que, si la cuestión dependiera únicamente de él, la mitra descendería sobre la cabeza del archidiácono Grantly, el hijo del anciano obispo. El archidiácono llevaba mucho tiempo haciéndose cargo de los asuntos de la diócesis y, durante los meses previos al fallecimiento de su padre, todos los rumores habían apuntado a que, con seguridad, los honores de aquél revertirían en él.
El obispo Grantly murió como había vivido, pacífica y lentamente, sin dolor ni alteración. El aliento le fue abandonando de forma casi imperceptible y, durante el mes anterior a su desaparición, costaba saber con seguridad si estaba vivo o muerto.
Fue una época difícil para el archidiácono, en quien, los que tenían entonces la potestad para otorgar tronos episcopales, habían previsto que recayera la sede de su padre. Con esto no pretendo decir que el primer ministro le hubiera prometido el obispado al doctor Grantly de palabra. Era un hombre demasiado prudente para hacer eso. Hay un dicho que habla de sabios que callan, y quienes sepan algo de cargos gubernamentales, ya sean altos o bajos, conocen de sobra que se puede hacer una promesa sin emplear palabras a tal efecto, y que un candidato se puede llegar a hacer las mayores ilusiones aunque el gran hombre de cuya respiración depende no haya hecho más que susurrar que «el señor Fulano de Tal es sin duda un hombre muy prometedor».
Se había emitido dicho susurro, y quienes lo habían oído sabían que significaba que las cuitas de la diócesis de Barchester no debían apartarse de las manos del archidiácono. El entonces aún primer ministro visitó Oxford, donde pasó una noche en casa del director de Lazarus. Pues bien, daba la casualidad de que el director de Lazarus (que es, por cierto, en muchos aspectos el colegio más acogedor y lujoso de Oxford) era el amigo más íntimo y consejero más apreciado del archidiácono. Por supuesto el doctor Grantly también estuvo presente durante la visita del primer ministro, resultando el encuentro muy agradable. A la mañana siguiente, el doctor Gwynne, el director, le dijo al archidiácono que, en su opinión, estaba todo resuelto.
Para entonces el obispo ya estaba en las últimas, pero el Gobierno también se estaba tambaleando. El doctor Grantly volvió de Oxford feliz y eufórico, dispuesto a ocupar su puesto en el palacio episcopal y continuar haciendo por su padre los últimos deberes de un hijo, los cuales, para ser justos, realizó con más ternura y cuidado de lo que cabría esperar de sus, por lo general, modos un tanto mundanos.
Un mes antes los médicos habían dicho que cuatro semanas era el período de tiempo máximo que el cuerpo del moribundo podría mantener la respiración. Al final de ese mes los médicos se asombraron y le concedieron quince días más. El anciano sólo se alimentaba de vino pero, al término de la quincena, seguía vivo, mientras que los rumores sobre la caída del Gobierno eran cada vez más frecuentes. Sir Lamda Mewnew y sir Omicron Pie, los dos médicos más reputados de Londres, volvieron por quinta vez y afirmaron, moviendo sus sabias cabezas en sentido negativo, que era imposible que viviera una semana más y, cuando se sentaron a almorzar en el comedor episcopal, le susurraron al archidiácono la información que poseían, según la cual el Gobierno iba a caer antes de cinco días. El hijo volvió a la habitación del padre y, tras administrarle con sus propias manos la exigua cantidad de madeira que le servía de sustento, se sentó junto a la cama para calcular sus posibilidades.
El Gobierno iba a caer antes de cinco días, y su padre iba a morir antes de… No, no podía plantearlo de ese modo. El Gobierno iba a caer, y probablemente la diócesis quedaría vacante al mismo tiempo. Había muchas dudas sobre quiénes iban a asumir el poder, y pasaría una semana antes de que se formara un nuevo gabinete. ¿No se encargaría el Gobierno saliente de llenar las vacantes durante esa semana? El doctor Grantly tenía la ligera idea de que así sería pero tampoco estaba seguro, por lo que se asombró de su ignorancia ante tamaña cuestión.
Intentó no pensar en el tema, pero le fue imposible. La lucha estaba muy cerca, y había mucho en juego. Miró al rostro impasible y plácido del moribundo. No había en él rastro alguno de muerte o enfermedad; era más fino que antaño, algo más grisáceo, y sus profundas arrugas estaban aún más marcadas pero, a la vista de los hechos, cabía la posibilidad de que la vida se aferrara a él todavía durante muchas semanas. Sir Lamda Mewnew y sir Omicron Pie ya se habían equivocado tres veces, y se podían volver a equivocar tres más. El anciano obispo permanecía dormido veinte horas al día pero, durante sus breves períodos de vigilia, reconocía tanto a su hijo como a su querido y buen amigo el señor Harding, suegro del archidiácono, y les agradecía de corazón todos sus cuidados y cariño. En esos momentos dormía como un niño, descansando plácidamente boca arriba; tenía los labios entreabiertos y su escaso pelo gris salía desgreñado por debajo del gorro de dormir; respiraba sin hacer ningún ruido, y su enjuta y pálida mano, que yacía sobre la colcha, no se movía. No podía haber nada más sencillo que el tránsito del anciano de este mundo al siguiente.
Pero en modo alguno eran sencillas las emociones de quien estaba allí sentado observándolo. Sabía que era entonces o nunca. Ya había pasado la cincuentena, y no existían muchas probabilidades de que los amigos que iban a dejar el poder volvieran pronto a él. Ningún posible primer ministro británico, a excepción del que ocupaba el cargo en esos momentos y estaba a punto de dejarlo, consideraría la opción de hacer obispo al doctor Grantly. Así transcurrieron sus pensamientos durante largo tiempo, triste y en profundo silencio, hasta que miró a aquel rostro todavía vivo y, por fin, se atrevió a preguntarse si deseaba la muerte de su padre.
Fue un esfuerzo beneficioso, y la pregunta quedó respondida al instante. Aquel hombre orgulloso, activo y mundano cayó de rodillas junto a la cama y, cogiendo la mano del obispo entre las suyas, rezó febrilmente por el perdón de sus propios pecados.
Todavía tenía el rostro hundido entre las sábanas cuando la puerta de la habitación se abrió con sigilo y entró el señor Harding sin hacer ruido. Éste acudía a aquel lecho con casi tanta frecuencia como el archidiácono, y sus entradas y salidas de allí eran consideradas tan normales como las de su yerno. Se quedó de pie junto al archidiácono sin que éste se percatara de su presencia, y también se habría arrodillado para rezar de no haber temido que, al hacerlo, pudiera provocar algún alboroto que alterara al moribundo. En cuanto se dio cuenta de que estaba allí, el doctor Grantly se puso en pie. Mientras lo hacía, el señor Harding le cogió las manos, apretándolas con afecto. Había más intimidad entre ellos en aquel momento de la que jamás habían tenido, y más adelante las circunstancias los ayudarían a conservar aquel sentimiento en buena medida. Mientras seguían así, aferrados a las manos del otro, las lágrimas caían en abundancia por sus mejillas.
—Que Dios os bendiga —dijo el obispo con voz tenue tras despertarse en esos instantes—, que Dios os bendiga. Que la bendición de Dios esté con vosotros, mis queridos hijos.
Y, dicho eso, murió.

Anthony Trollope
Las torres de Barchester
Crónicas de Barsetshire - 2


Las torres de Barchester pertenece a la serie de las seis novelas de Barset, que Trollope sitúa en el condado imaginario de Barsetshire. Ambientada en el mundo rural clerical de la Inglaterra victoriana de mediados del siglo XIX, que recibe frecuentes y amenazantes visitas del mundo exterior, encarnado en la gran metrópoli de Londres, esa mezcla de dos mundos más o menos opuestos y enfrentados da pie a un amplio abanico de personajes que interactúan entre sí dando lugar a una serie de conflictos en forma de relaciones amorosas, disputas políticas y sociales, problemas económicos y algunos dilemas morales, todo ello tamizado por el humor más o menos satírico con que el autor presenta las distintas situaciones.

María Guerrero, La Esfera, 1914, Teatro, actriz

 María Guerrero, La Esfera, 1914, Teatro, actriz

11 mayo 2022

Comienzo de un libro... Hoy de Henry Murger; Escenas de la vida bohemia



He aquí cómo el azar, al que los escépticos llaman el hombre de negocios de Dios, reunió un día a los individuos cuya fraternal asociación iba a formar más adelante el cenáculo que constituyó esta fracción de la bohemia que el autor del presente libro ha intentado dar a conocer al público.

Una mañana, y fue la del 8 de abril, a Alexandre Schaunard, que cultivaba dos artes liberales, la pintura y la música, lo despertaron con brusquedad las campanadas que daba un gallo del vecindario que le servía de reloj.

—¡Pardiez! —exclamó Schaunard—, este reloj de plumas mío adelanta; no es posible que ya estemos a hoy.

Según decía tales palabras, saltó apresuradamente de un mueble fruto de su industriosa inventiva, que le hacía las veces de cama por las noches, y no es por dejarlo mal, pero no las hacía nada bien, y, durante el día, desempeñaba el papel de todos los demás muebles, de cuya ausencia era responsable el frío riguroso que había sido característica del invierno anterior: algo así como un mueble-maese-Santiago[10], según puede verse.

Para resguardarse de las dentelladas del cierzo matutino, Schaunard se puso a toda prisa unas enaguas de satén rosa salpicadas de estrellas de lentejuelas que usaba de batín. Aquel andrajo vistoso se lo había dejado olvidado allí una noche de baile de máscaras una joven disfrazada de «locura» que había cometido la de caer en las redes de las engañosas promesas de Schaunard, quien, disfrazado de Mondor[11], hacía sonar en los bolsillos el tintineo seductor de una docena de escudos, monedas de fantasía recortadas de una chapa con un sacabocados y tomadas en préstamo de la guardarropía de un teatro.

Tras ponerse esa ropa de casa, el artista fue a abrir la ventana y el postigo. Un rayo de sol, semejante a una flecha de luz, entró de golpe en la habitación y lo obligó a abrir de par en par los ojos que aún velaban las brumas del sueño; en éstas, dieron las cinco en un campanario de los alrededores.

—La mismísima aurora —susurró Schaunard—; es pasmoso. Pero —añadió, consultando un calendario colgado del tabique— no por ello es menos erróneo. Las indicaciones de la ciencia afirman que en esta época del año el sol no debe salir hasta las cinco y media y resulta que ya está levantado. Culpable celo; este astro no tiene razón y pienso reclamar en la Oficina de Longitudes. Sin embargo —añadió—, debería empezar a preocuparme un poco; hoy es desde luego el día siguiente de ayer; y, como ayer era 7, a menos que Saturno camine hacia atrás, hoy debe de ser 8 de abril; y si me creo lo que cuenta este papel —dijo, yendo a leer un aviso de desahucio judicial que estaba pegado en la pared— es hoy a las doce en punto cuando tengo que hacer mutis por el foro tras depositar en manos del señor Bernard, mi casero, la cantidad de setenta y cinco francos por tres alquileres vencidos que me reclama con muy mala letra. Albergaba yo esperanzas, como de costumbre, de que el azar se encargaría de solucionar el asunto, pero por lo visto no le ha dado tiempo. Bueno, todavía tengo seis horas por delante; si las empleo bien a lo mejor… Venga… venga… vamos allá —añadió.

Se disponía a ponerse un gabán cuyo tejido, de pelo largo en sus orígenes, adolecía de una pronunciada calvicie, cuando, de repente, como si lo hubiera picado una tarántula, empezó a danzar por la habitación una coreografía de composición propia que, en los bailes públicos, le había valido con no poca frecuencia el honor de llamar la atención de la gendarmería.

—Vaya, vaya —exclamó—, es muy curiosa la forma en que el aire de la mañana le da ideas a uno. ¡Me parece que estoy sobre la pista de la melodía que andaba buscando! Vamos a ver.

Y Schaunard, medio en cueros, fue a sentarse delante del piano. Y, tras despertar al instrumento dormido con una tormenta de acordes vigorosos, empezó, sin dejar el monólogo, a perseguir por el teclado la frase melódica que tanto tiempo llevaba buscando.

—Do, sol, mi, do, la, si, do, re, bum, bum. Fa, re, mi, re. Ay, ay, lo desafinado que está este re, es más falso que el alma de Judas —dijo, golpeando con violencia la nota de sonido discutible—. Vamos a ver el menor… Tiene que describir hábilmente el desconsuelo de una joven que deshoja una margarita blanca en un lago azul. No es que la idea sea una recién nacida precisamente. Pero, como está de moda y ni un editor se atrevería a publicar una romanza sin un lago azul, no habrá más remedio que pasar por el aro… Do, sol, mi, do, la, si, do, re; no me ha quedado nada mal. Se verá bastante bien la margarita, sobre todo la gente que sepa de botánica. La, si, do, re, menudo bribón está hecho el re este. Ahora, para que se entienda bien el lago azul, haría falta algo húmedo, azul cielo, claro de luna, porque también anda por aquí la luna; hombre, si ya va saliendo, no es cosa de que se me olvide el cisne… Fa, mi, sol —siguió diciendo Schaunard, dejando que chapoteasen las notas cristalinas de la octava baja—. Falta la despedida de la joven que se decide a arrojarse al lago azul para reunirse con su amado, enterrado bajo la nieve; este desenlace no está claro —masculló—, pero es interesante. Haría falta algo tierno y melancólico; ya me sale, ya; ¡aquí tengo una docena de medidas que lloran como Magdalenas y parten el corazón! Brrr, brrr —dijo, tiritando, sin más ropa que las enaguas salpicadas de estrellas—. Ojalá pudieran también partir leña; tengo en la alcoba una viga que estorba mucho cuando viene gente… a cenar; podría encender un rato el fuego con ella… la, la… re, mi, porque noto que la inspiración me llega envuelta en un catarro. Bah, bueno, qué más da… Sigamos ahogando a la joven.

Y, mientras atormentaba con los dedos el teclado palpitante, Schaunard, con los ojos relucientes y el oído alerta, iba siguiendo la melodía, que, semejante a un elfo inasible, revoloteaba por la niebla sonora que las vibraciones del instrumento parecían condensar en la habitación.

—Vamos a ver ahora —siguió diciendo— cómo engarza mi música con la letra de mi poeta.

Y tarareó con voz desagradable estos versos especialmente indicados para las óperas cómicas y las aleluyas que vienen en los matasuegras:

La rubia muchachita
la mantilla se quita
y los ojos velados
alza al cielo estrellado.
Y en la azulada onda
del argénteo lago…

—¿Cómo, cómo? —dijo, en un arrebato de justificada indignación—. La onda azulada de un lago de plata, Nunca me había fijado en esta genialidad, la verdad es que se pasa de romántica; este poeta es un imbécil, nunca ha visto ni la plata ni un lago. Y además su balada es una idiotez: la forma de cortar los versos me estorbaba para la música; a partir de ahora los poemas me los compondré yo; y va a ser ahora mismo; como me noto inspirado voy a fabricarme una maqueta de estrofas para adaptarles mi melodía.

Y Schaunard se agarró la cabeza con ambas manos y adoptó la trascendental compostura de un mortal que mantiene relaciones con las Musas.

Al cabo de unos minutos de tan sacro concubinato, había ya traído al mundo una de esas cosas deformes que con razón llaman «monstruos» los libretistas e improvisan con no poca facilidad para que sirvan de cañamazo provisional a la inspiración del compositor.

Sólo que el monstruo de Schaunard tenía sentido común y expresaba con bastante claridad la preocupación que había avivado en sus pensamientos la cruel llegada de aquella fecha: 8 de abril.

Ésta fue la estrofa:

Ocho y ocho dieciséis.
Pongo seis, me llevo uno.
Ojalá encontrara a alguno
pobre y honrado a la vez
que me prestara, opulento,
esos ochocientos francos,
para quitarme de atrancos
en cuanto tenga un momento.

ESTRIBILLO

Y cuando los tres cuartos de las once cuente
el reloj fatal
el alquiler vencido daré probamente (ter)
al señor Bernard.

Henry Murger
Escenas de la vida bohemia

París, década de 1840. Pedir prestado, no pagar deudas, irse a la cama sin cenar (o cenar sin irse a la cama), almorzar dos días seguidos, quemar manuscritos o lienzos en una chimenea sin leña, huir del casero y de los agentes judiciales, fabricar un palacio con un telón de teatro, conseguir diez francos para comprarle un ramo de violetas a una mujer (que las lucirá con otro) estar, en fin, «de continuo por debajo del ecuador de la necesidad» es un tipo de vida que únicamente los bohemios saben convertir no sólo en arte sino en «una obra genial».

Desde que se publicaron por entregas en Le Corsaire entre 1845 y 1849, las Escenas de la vida bohemia de Henry Murger, con un fondo autobiográfico que se transmite con una lucidez e intensidad apabullantes, no han dejado de fascinar a las generaciones. En el siglo XIX dieron pie a dos óperas la celebérrima La bohème de Puccini y otra menos conocida de Leoncavallo y en el XX han sido aún capaces de inspirar un musical como Rent o una película de Aki Kaurismaki. El encanto de esta obra, realmente hilarante, documento de una «existencia accidentada y fantasiosa», parece no agotarse, quizá porque como nunca se ha ilustrado con tanta perspicacia e ingenio el «problema diario» de la vida y las «matemáticas audaces» que se necesitan para resolverlo.

La Esfera, 1914, Benito Pérez Galdós

 La Esfera, 1914, Benito Pérez Galdós,

10 mayo 2022

Comienzo de libro... Hoy: de Pío Baroja; La busca (La lucha por la vida)

 Acababan de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.
Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de modo agudo y grotesco, con impertinencia juvenil, en un relojillo petulante de la vecindad, y minutos más tarde, para mayor confusión y desbarajuste cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dio larga y sonora campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire silencioso.
¿Cuál de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cuál de aquellas tres máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones? El autor no puede decirlo, y lo siente. Lo siente, porque el tiempo es, según algunos graves filósofos, el cañamazo en donde bordamos las tonterías de nuestra vida; y es verdaderamente poco científico el no poder precisar con seguridad en qué momento empieza el cañamazo de este libro. Pero el autor lo desconoce: sólo sabe que en aquel minuto, en aquel segundo, hacía ya largo rato que los caballos de la noche galopaban por el cielo. Era, pues, la hora del misterio; la hora de la gente maleante; la hora en que el poeta piensa en la inmortalidad, rimando hijos con prolijos y amor con dolor; la hora en que la buscona sale de su cubil y el jugador entra en él; la hora de las aventuras que se buscan y nunca se encuentran; la hora, en fin, de los sueños de la casta doncella y de los reumatismos del venerable anciano. Y mientras se deslizaba esta hora romántica, cesaban en la calle los gritos, las canciones, las riñas; en los balcones se apagaban las luces, y los tenderos y las porteras retiraban sus sillas del arroyo para entregarse en brazos del sueño.
En la morada casta y pura de doña Casiana, la pupilera, reinaba hacía algún tiempo apacible silencio: sólo entraba por el balcón, abierto de par en par, el rumor lejano de los coches y el canto de un grillo de la vecindad, que rascaba en la chirriante cuerda de su instrumento con persistencia desagradable.
En aquella hora, fuera la que fuese, marcada por los doce lentos y gangosos ronquidos del reloj del pasillo, no se encontraban en la casa más que un señor viejo, madrugador impenitente; la dueña, doña Casiana, patrona también impenitente, para desgracia de sus huéspedes, y la criada Petra.

Carlos III en el Jardín Botánico de Madrid

 en el Botánico de Madrid

09 mayo 2022

Comienzo de libro. Hoy: de Giovanni Boccaccio; El Decamerón

 HUMANA cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y lo han encontrado en otros: entre los cuales, si hubo alguien de él necesitado o le fue querido o ya de él recibió el contento, me cuento yo. Porque desde mi primera juventud hasta este tiempo habiendo estado sobremanera inflamado por altísimo y noble amor (tal vez, por yo narrarlo, bastante más de lo que parecería conveniente a mi baja condición aunque por los discretos a cuya noticia llegó fuese alabado y reputado en mucho[SC3]), no menos me fue grandísima fatiga sufrirlo: ciertamente no por crueldad de la mujer amada sino por el excesivo fuego concebido en la mente por el poco dominado apetito, el cual porque con ningún razonable límite me dejaba estar contento, me hacía muchas veces sentir más dolor del que había necesidad. Y en aquella angustia tanto alivio me procuraron las afables razones de algún amigo y sus loables consuelos, que tengo la opinión firmísima de que por haberme sucedido así no estoy muerto. Pero cuando plugo a Aquél que, siendo infinito, dio por ley inconmovible a todas las cosas mundanas el tener fin, mi amor, más que cualquiera otro ardiente y al cual no había podido ni romper ni doblar ninguna fuerza de voluntad ni de consejo ni de vergüenza evidente ni ningún peligro que pudiera seguirse de ello, disminuyó con el tiempo, de tal guisa que sólo me ha dejado de sí mismo en la memoria aquel placer que acostumbra ofrecer a quien no se pone a navegar en sus más hondos piélagos, por lo que, habiendo desaparecido todos sus afanes, siento que ha permanecido deleitoso donde en mí solía doloroso estar. Pero, aunque haya cesado la pena, no por eso ha huido el recuerdo de los beneficios recibidos entonces de aquéllos a quienes, por benevolencia hacia mí, les eran graves mis fatigas; ni nunca se irá, tal como creo, sino con la muerte. Y porque la gratitud, según lo creo, es entre las demás virtudes sumamente de alabar y su contraria de maldecir, por no parecer ingrato me he propuesto prestar algún alivio, en lo que puedo y a cambio de los que he recibido (ahora que puedo llamarme libre), si no a quienes me ayudaron, que por ventura no tienen necesidad de él por su cordura y por su buena suerte, al menos a quienes lo hayan menester. Y aunque mi apoyo, o consuelo si queremos llamarlo así, pueda ser y sea bastante poco para los necesitados, no deja de parecerme que deba ofrecerse primero allí donde la necesidad parezca mayor, tanto porque será más útil como porque será recibido con mayor deseo. ¿Y quién podrá negar que, por pequeño que sea, no convenga darlo mucho más a las amables mujeres que a los hombres? Ellas, dentro de los delicados pechos, temiendo y avergonzándose, tienen ocultas las amorosas llamas (que cuán mayor fuerza tienen que las manifiestas saben quienes lo han probado y lo prueban); y además, obligadas por los deseos, los gustos, los mandatos de los padres, de las madres, los hermanos y los maridos, pasan la mayor parte del tiempo confinadas en el pequeño circuito de sus alcobas, sentadas y ociosas, y queriendo y no queriendo en un punto, revuelven en sus cabezas diversos pensamientos que no es posible que todos sean alegres. Y si a causa de ellos, traída por algún fogoso deseo, les invade alguna tristeza, les es fuerza detenerse en ella con grave dolor si nuevas razones no la remueven, sin contar con ellas son mucho menos fuertes que los hombres; lo que no sucede a los hombres enamorados, tal como podemos ver abiertamente nosotros. Ellos, si les aflige alguna tristeza o pensamiento grave, tienen muchos medios de aliviarse o de olvidarlo porque, si lo quieren, nada les impide pasear, oír y ver muchas cosas, darse a la cetrería, cazar o pescar, jugar y mercadear, por los cuales modos todos encuentran la fuerza de recobrar el ánimo, o en parte o en todo, y removerlo del doloroso pensamiento al menos por algún espacio de tiempo; después del cual, de un modo o de otro, o sobreviene el consuelo o el dolor disminuye. Por consiguiente, para que al menos por mi parte se enmiende el pecado de la fortuna que, donde menos obligado era, tal como vemos en las delicadas mujeres, fue más avara de ayuda, en socorro y refugio de las que aman (porque a las otras les es bastante la aguja, el huso y la devanadera) entiendo contar cien novelas, o fábulas o parábolas o historias, como las queramos llamar, narradas en diez días, como manifiestamente aparecerá, por una honrada compañía de siete mujeres y tres jóvenes, en los pestilentes tiempos de la pasada mortandad, y algunas canciones cantadas a su gusto por las dichas señoras. En las cuales novelas se verán casos de amor placenteros y ásperos, así como otros azarosos acontecimientos sucedidos tanto en los modernos tiempos como en los antiguos; de los cuales, las ya dichas mujeres que los lean, a la par podrán tomar solaz en las cosas deleitosas mostradas y útil consejo, por lo que podrán conocer qué ha de ser huido e igualmente qué ha de ser seguido: cosas que sin que se les pase el dolor no creo que puedan suceder. Y si ello sucede, que quiera Dios que así sea, den gracias a Amor que, librándome de sus ligaduras, me ha concedido poder atender a sus placeres.

Giovanni Boccaccio
El Decamerón

Escrita entre 1349 y 1351, es una colección de cien cuentos de variada procedencia donde el autor muestra su inigualable destreza de narrador, perspicacia psicológica, certera pincelada satírica y magnífica descripción de las costumbres de aquel tiempo. Los cuentos son relatados por un grupo de diez jóvenes que se retiran a las afueras de Florencia para protegerse del contagio de la peste que asolaba la ciudad; allí, durante diez días, cada uno de ellos tiene que gestionar una jornada y todas sus actividades; entre éstas destacas especialmente las reuniones donde, para pasar el tiempo, los presentes tienen que contar un cuento. Los temas son muy variados, abundan los licenciosos, pero también se narran historias sentimentales, trágicas y moralizantes.


Enriketa ve un fantasma