05 mayo 2022

Sobre el comienzo de libros... Hoy: Maxence Van der Meersch, Cuerpos y almas

 Michel empujó suavemente la puerta de la sala de disección. Era la primera vez que volvía allí después de su regreso del regimiento.
Evidentemente, sus compañeros debían de estar al acecho. Apenas entró recibió en el pecho un hueso al que estaban adheridos jirones de carne humana.
—¡Carniza! ¡Carniza! ¡A la puerta! ¡A muerte! ¡Abajo Michel! ¡Abajo Doutreval! Muera el bisoño. ¡Muera el novato! ¡Carniza! ¡Carniza!
La carniza volaba por los aires, y una treintena de estudiantes, enfundados en batas blancas, aullaban y bombardeaban a Michel con proyectiles de carroña.
Un muchacho, con una incipiente calvicie, y un mancebo de rostro rubicundo, con enormes gafas de carey dirigía el ataque. Michel se agachó debajo de una mesa, recogió la carroña que acababa de serle disparada, y arrojándola contra sus agresores, se precipitó hacia ellos gritando:
—¡Sois un hatajo de cobardes!
Se reunió con el grupo y terminose la batalla. Y mientras Michel se enjabonaba la cara y las manos en un pequeño lavabo de porcelana, sus compañeros le rodearon estallando en estrepitosas risotadas y dándole palmadas en los hombros.
—Esto no está bien —protestó Michel—. ¡Hacerme eso a mí, un veterano! Bien sabéis que no soy un novato de primer año. ¿Y vosotros, qué? ¿Cómo van las cosas?, y tú, Seteuil, ¿siempre sin blanca?
—Siempre —respondió Seteuil, el mozarrón calvo—. Di Michel ¿irás esta noche con nosotros, después del banquete?
—Pues claro. ¿A qué hora?
—A las diez —repuso Tillery, el jovencito de las gafas—. A esta hora ya habremos terminado de comer.
—¿Estará también Santhanas?
—Seguramente vendrá a esperarnos.
—¡Nos vamos a divertir de lo lindo! —afirmó Seteuil.
Y expuso sus planes para la noche siguiente. Tillery, cuyo rostro redondo y rubicundo revelaba un aire de gravedad y de atención, escuchaba y aprobaba con gran seriedad todo cuanto se decía mientras limpiaba sus gafas con uno de los faldones de su bata blanca. Cogió el escalpelo y se acercó a un cadáver desmenuzado ya en sus tres cuartas partes, tendido delante de él sobre una mesa de mármol.
Todos los músculos habían sido disecados. Aquello no era más que un montón de carne venosa con grandes huesos amarillentos ensartados con largas y blancas hebras fibrosas, parecidas a cordeles.
Tillery, con gran minuciosidad, acababa de poner al desnudo los tendones del antebrazo y arrancaba pequeños trozos de carne medio putrefacta con los cuales hacía una bola y los tiraba, como un carnicero, en un cubo que tenía debajo de la mesa. También los otros habían reanudado su disección y, con el cigarrillo en los labios, hacían bromas subidas de tono y soltaban palabras asaz obscenas.
Reacción instintiva de una juventud humanamente sumergida en la dura verdad de la condición humana y en los cuales la grosería y el sacrilegio desparpajo no revelan sin duda más que un desesperado afán de curtirse a toda costa el corazón. Seteuil tenía entre manos un pedazo de carne que llevaba aún adheridos la epidermis y el pelo. Escarbaba el interior y lo volvía de un lado y de otro. Bruscamente, lo examinó un instante de más cerca.
—Escucha, Tillery —dijo—, ¿sabes acaso lo que estás trinchando? ¿Sabes de quién es?
Y al decirlo mostraba el pedazo de carne que sostenía con la punta de los dedos. Era una cabeza humana de la que se habían extraído los huesos, una especie de máscara amarilla, arrugada, estropeada, en la que vagamente podía apreciarse la faz de una vieja mujer.
—No —repuso Tillery.
—Es tu vieja del hospital, la que ha operado Géraudin. ¡Tu flirt, viejo sátiro! No creas que ignoramos que la obsequiabas con tabaco.
Tillery cogió la carátula de carne y la colocó en la palma de la mano.
—Pues es verdad —dijo—. Merde!
Durante breves instantes miró fijamente la encogida piel humana. Tras sus gafas de carey sus ojillos grises habían cobrado una extraña seriedad.
—¡Ah, merde! —repitió.
 
Maxence Van der Meersch
Cuerpos y almas

 
«Cuerpos y almas», publicada en 1943, alcanzó un éxito inmediato y polémico, y obtuvo el Gran Premio de la Academia Francesa. La acción se centra en la Facultad de Medicina de la ciudad de Angers, donde los personajes, médicos, ayudantes, estudiantes, enfermeros y pacientes, van hilvanando historias paralelas que exponen con toda crudeza las contradicciones humanas y profesionales de sus protagonistas, que se mueven entre la miseria moral y física, la abnegación y el desprendimiento.
La novela plantea, además, diferentes debates éticos que tratan temas como la experimentación de ciertos tratamientos con seres humanos, pasando por las dificultades en el tratamiento y diagnóstico de los enfermos mentales, todavía vigentes en pleno siglo XXI, y abordando temas como el aborto, tan rechazado entonces como en buena medida lo es hoy, pero no por eso menos practicado.
Dramática, perturbadora y contundente, se convirtió en un clásico que, a más de medio siglo de su publicación, sigue conmoviendo a miles de lectores.

 

Moras bajo la lluvia

Mora bajo la lluvia

04 mayo 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: de Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno

¡Desgracia!
Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de su huella. Pasó muy rápidamente, como una negra flecha disparada por la fatalidad, sin dar tiempo para que el indio Rosendo Maqui empleara su machete. Cuando la hoja de acero fulguró en el aire, ya el largo y bruñido cuerpo de la serpiente ondulaba perdiéndose entre los arbustos de la vera.
¡Desgracia!
Rosendo guardó el machete en la vaina de cuero sujeta a un delgado cincho que negreaba sobre la coloreada faja de lana y se quedó, de pronto, sin saber qué hacer. Quiso al fin proseguir su camino, pero los pies le pesaban. Se había asustado, pues. Entonces se fijó en que los arbustos formaban un matorral donde bien podía estar la culebra. Era necesario terminar con la alimaña y su siniestra agorería. Es la forma de conjurar el presunto daño en los casos de la sierpe y el búho. Después de quitarse el poncho para maniobrar con más desenvoltura en medio de las ramas, y las ojotas para no hacer bulla, dio un táctico rodeo y penetró blandamente, machete en mano, entre los arbustos. Si alguno de los comuneros lo hubiera visto en esa hora, en mangas de camisa y husmeando con un aire de can inquieto, quizá habría dicho: «¿Qué hace ahí el anciano alcalde? No será que le falta el buen sentido». Los arbustos eran úñicos de tallos retorcidos y hojas lustrosas, rodeando las cuales se arracimaban —había llegado el tiempo— unas moras lilas. A Rosendo Maqui le placían, pero esa vez no intentó probarlas siquiera. Sus ojos de animal en acecho, brillantes de fiereza y deseo, recorrían todos los vericuetos alumbrando las secretas zonas en donde la hormiga cercena y transporta su brizna, el moscardón ronronea su amor, germina la semilla que cayó en el fruto rendido de madurez o del vientre de un pájaro, y el gorgojo labra inacabablemente su perfecto túnel.
Nada había fuera de esa existencia escondida. De súbito, un gorrión echó a volar y Rosendo vio el nido, acomodado en un horcón, donde dos polluelos mostraban sus picos triangulares y su desnudez friolenta. El reptil debía estar por allí, rondando en torno a esas inermes vidas. El gorrión fugitivo volvió con su pareja y ambos piaban saltando de rama en rama, lo más cerca del nido que les permitía su miedo al hombre. Éste hurgó con renovado celo, pero, en definitiva, no pudo encontrar a la aviesa serpiente. Salió del matorral y después de guardarse de nuevo el machete, se colocó las prendas momentáneamente abandonadas —los vivos colores del poncho solían, otras veces, ponerlo contento— y continuó la marcha.
¡Desgracia!
Tenía la boca seca, las sienes ardientes y se sentía cansado. Esa búsqueda no era tarea de fatigar y considerándolo tuvo miedo. Su corazón era el pesado, acaso. Él presentía, sabía y estaba agobiado de angustia. Encontró a poco un muriente arroyo que arrastraba una diáfana agüita silenciosa y, ahuecando la falda de su sombrero de junco, recogió la suficiente para hartarse a largos tragos. El frescor lo reanimó y reanudó su viaje con alivianado paso. Bien mirado —se decía—, la culebra oteó desde un punto elevado de la ladera el nido de gorriones y entonces bajó con la intención de comérselos. Dio la casualidad de que él pasara por el camino en el momento en que ella lo cruzaba. Nada más. O quizá, previendo el encuentro, la muy ladina dijo: «Aprovecharé para asustar a ese cristiano». Pero es verdad también que la condición del hombre es esperanzarse. Acaso únicamente la culebra sentenció: «Ahí va un cristiano desprevenido que no quiere ver la desgracia próxima y voy a anunciársela». Seguramente era esto lo cierto, ya que no la pudo encontrar. La fatalidad es incontrastable.
¡Desgracia! ¡Desgracia!
Rosendo Maqui volvía de las alturas, a donde fue con el objeto de buscar algunas yerbas que la curandera había recetado a su vieja mujer. En realidad, subió también porque le gustaba probar la gozosa fuerza de sus músculos en la lucha con las escarpadas cumbres y luego, al dominarlas, llenarse los ojos de horizontes. Amaba los amplios espacios y la magnífica grandeza de los Andes.
Gozaba viendo el nevado Urpillau, canoso y sabio como un antiguo amauta; el arisco y violento Huarca, guerrero en perenne lucha con la niebla y el viento; el aristado Huilloc, en el cual un indio dormía eternamente de cara al cielo; el agazapado Puma, justamente dispuesto como un león americano en trance de dar el salto; el rechoncho Suni, de hábitos pacíficos y un poco a disgusto entre sus vecinos; el eglógico Mamay, que prefería prodigarse en faldas coloreadas de múltiples sembríos y apenas hacía asomar una arista de piedra para atisbar las lejanías; éste y ése y aquél y esotro… El indio Rosendo los animaba de todas las formas e intenciones imaginables y se dejaba estar mucho tiempo mirándolos. En el fondo de sí mismo, creía que los Andes conocían el emocionante secreto de la vida. Él los contemplaba desde una de las lomas del Rumi, cerro rematado por una cima de roca azul que apuntaba al cielo con voluntad de lanza. No era tan alto como para coronarse de nieve ni tan bajo que se lo pudiera escalar fácilmente. Rendido por el esfuerzo ascendente de su cúspide audaz, el Rumi hacía ondular, a un lado y otro, picos romos de más fácil acceso. Rumi quiere decir piedra y sus laderas altas estaban efectivamente sembradas de piedras azules, casi negras, que eran como lunares entre los amarillos pajonales silbantes. Y así como la adustez del picacho atrevido se ablandaba en las cumbres inferiores, la inclemencia mortal del pedrerío se anulaba en las faldas. Éstas descendían vistiéndose más y más de arbustos, herbazales, árboles y tierras labrantías. Por uno de sus costados descendía una quebrada amorosa con toda la bella riqueza de su bosque colmado y sus caudalosas aguas claras. El cerro Rumi era a la vez arisco y manso, contumaz y auspicioso, lleno de gravedad y de bondad. El indio Rosendo Maqui creía entender sus secretos físicos y espirituales como los suyos propios. Quizás decir esto no es del todo justo. Digamos más bien que los conocía como a los de su propia mujer porque, dado el caso, debemos considerar el amor como acicate del conocimiento y la posesión. Sólo que la mujer se había puesto vieja y enferma y el Rumi continuaba igual que siempre, nimbado por el prestigio de la eternidad. Y Rosendo Maqui acaso pensaba o más bien sentía: «¿Es la tierra mejor que la mujer?». Nunca se había explicado nada en definitiva, pero él quería y amaba mucho a la tierra.
Volviendo, pues, de esas cumbres, la culebra le salió al paso con su mensaje de desdicha. El camino descendía prodigándose en repetidas curvas, como otra culebra que no terminara de bajar la cuesta. Rosendo Maqui, aguzando la mirada, veía ya los techos de algunas casas.

Ciro Alegría
El mundo es ancho y ajeno

Novela de dimensiones épicas que relata la resistencia heroica de una comunidad indígena ante una injusta expropiación de tierras, El mundo es ancho y ajeno es la culminación del genio narrativo de Ciro Alegría y de la literatura indigenista. Los dos alcaldes que dirigen sucesivamente la comunidad simbolizan dos posturas contrapuestas: «Entre la actitud resignadamente estoica y de alianza mística con la tierra de Rosendo Maqui —escribe Mario Vargas Llosa a propósito de la novela— y la decididamente moderna y revolucionaria de Benito Castro, parece quebrarse toda esperanza. Pero a ningún lector se le escapa que, a pesar de su aparente derrota, queda en estas páginas inconmoviblemente en pie el hombre indio».


Tomillo de gato

Teucrium marum o Tomillo de gato

03 mayo 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: de Mika Waltari, Sinuhé, el egipcio

Yo, Sinuhé, hijo de Senmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para mí solo. No para halagar a los dioses, no para halagar a los reyes, ni por miedo del porvenir ni por esperanza. Porque durante mi vida he sufrido tantas pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de la esperanza en la inmortalidad como lo estoy de los dioses y de los reyes. Es, pues, para mí solo para quien escribo, y sobre este punto creo diferenciarme de todos los escritores pasados o futuros.
Porque todo lo que se ha escrito hasta ahora lo fue para los dioses o para los hombres. Y sitúo entonces a los faraones también entre los hombres, porque son nuestros semejantes en el odio y en el temor, en la pasión y en las decepciones. No se distinguen en nada de nosotros, aun cuando se sitúen mil veces entre los dioses. Son hombres semejantes a los demás. Tienen el poder de satisfacer su odio y de escapar a su temor, pero este poder no les salva la pasión ni las decepciones, y cuanto ha sido escrito lo ha sido por orden de los reyes, para halagar a los dioses o para inducir fraudulentamente a los hombres a creer en lo que ha ocurrido. O bien para pensar que todo ha ocurrido de manera diferente de la verdad. En este sentido afirmo que desde el pasado más remoto hasta nuestros días todo lo que ha sido escrito se escribió para los dioses y para los hombres.
Todo vuelve a empezar y nada hay nuevo bajo el sol; el hombre no cambia aun cuando cambien sus hábitos y las palabras de su lengua. Los hombres revolotean alrededor de la mentira como las moscas alrededor de un panal de miel, y las palabras del narrador embalsaman como el incienso, pese a que esté en cuclillas sobre el estiércol en la esquina de la calle; pero los hombres rehuyen la verdad.
Yo, Sinuhé, hijo de Senmut, en mis días de vejez y de decepción estoy hastiado de la mentira. Por esto escribo para mí solo, lo que he visto con mis propios ojos o comprobado como verdad. En esto me diferencio de cuantos han vivido antes que yo o vivirán después de mí. Porque el hombre que escribe y, más aún, el que hace grabar su nombre y sus actos sobre la piedra, vive con la esperanza de que sus palabras serán leídas y que la posteridad glorificará sus actos y su cordura. Pero nada hay que elogiar en mis palabras; mis actos son indignos de elogio, mi ciencia es amarga para el corazón y no complace a nadie. Los niños no escribirán mis frases sobre la tablilla de arcilla para ejercitarse en la escritura. Los hombres no repetirán mis palabras para enriquecerse con mi saber. Porque he renunciado a toda esperanza de ser jamás leído o comprendido.
En su maldad, el hombre es más cruel y más endurecido que el cocodrilo del río. Su corazón es más duro que la piedra. Su vanidad, más ligera que el polvo de los caminos. Sumérgelo en el río; una vez secas sus vestiduras será el mismo de antes. Sumérgelo en el dolor y la decepción; cuando salga será el mismo de antes. He visto muchos cataclismos en mi vida, pero todo está como antes y el hombre no ha cambiado. Hay también gentes que dicen que lo que ocurre nunca es semejante a lo que ocurrió; pero esto no son más que vanas palabras.
Yo, Sinuhé, he visto a un hijo asesinar a su padre en la esquina de la calle. He visto a los pobres levantarse contra los ricos, los dioses contra los dioses. He visto a un hombre que había bebido vino en copas de oro inclinarse sobre el río para beber agua con la mano. Los que habían pesado el oro mendigaban por las callejuelas, y sus mujeres, para procurar pan a sus hijos, se vendían por un brazalete de cobre a negros pintarrajeados.
No ha ocurrido, pues, nada nuevo ante mis ojos, pero todo lo que ha sucedido acaecerá también en el porvenir. Lo mismo que el hombre no ha cambiado hasta ahora, tampoco cambiará en el porvenir. Los que me sigan serán semejantes a los que me han precedido. ¿Cómo podrían, pues, comprender mi ciencia? ¿Por qué desearía yo que leyesen mis palabras?
Pero yo, Sinuhé, escribo para mí, porque el saber me roe el corazón como un ácido y he perdido todo el júbilo de vivir. Empiezo a escribir durante el tercer año de mi destierro en las playas de los mares orientales, donde los navíos se hacen a la mar hacia las tierras de Punt, cerca del desierto, cerca de las montañas donde antaño los reyes extraían la piedra para sus estatuas. Escribo porque el vino me es amargo al paladar. Escribo porque he perdido el deseo de divertirme con las mujeres, y ni el jardín ni el estanque de los peces causan regocijo a mis ojos. Durante las frías noches de invierno, una muchacha negra calienta mi lecho, pero no hallo con ella ningún placer. He echado a los cantores, y el ruido de los instrumentos de cuerda y de las flautas destroza mis oídos. Por esto escribo yo, Sinuhé, que no sé qué hacer de las riquezas ni de las copas de oro, de la mirra, del ébano y del marfil.
Porque poseo todos estos bienes y de nada he sido despojado. Mis esclavos siguen temiendo mi bastón, y los guardianes bajan la cabeza y ponen sus manos sobre las rodillas cuando yo paso. Pero mis pasos han sido limitados y jamás un navío abordará en la resaca. Por esto yo, Sinuhé, no volveré a respirar jamás el perfume de la tierra negra durante las noches de primavera, y por esto escribo.

Mika Waltari
Sinuhé, el egipcio

En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: «porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza». Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade…, es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes; y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres. Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.

 

Echinacea purpurea

Echinacea purpurea

02 mayo 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: de Fernando del Paso, Noticias del Imperio

CASTILLO DE BOUCHOUT
1927
«La imaginación, la loca de la casa»,
frase atribuida a Malebranche.
Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Yo soy María Carlota Amelia, prima de la Reina de Inglaterra, Gran Maestre de la Cruz de San Carlos y Virreina de las provincias del Lombardovéneto acogidas por la piedad y la clemencia austríacas bajo las alas del águila bicéfala de la Casa de Habsburgo. Yo soy María Carlota Amelia Victoria, hija de Leopoldo Príncipe de Sajonia-Coburgo y Rey de Bélgica, a quien llamaban el Néstor de los Gobernantes y que me sentaba en sus piernas, acariciaba mis cabellos castaños y me decía que yo era la pequeña sílfide del Palacio de Laeken. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina, hija de Luisa María de Orleáns, la reina santa de los ojos azules y la nariz borbona que murió de consunción y de tristeza por el exilio y la muerte de Luis Felipe, mi abuelo, que cuando todavía era Rey de Francia me llenaba el regazo de castañas y la cara de besos en los Jardines de las Tullerías. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, sobrina del Príncipe Joinville y prima del Conde de París, hermana del Duque de Brabante que fue Rey de Bélgica y conquistador del Congo y hermana del Conde de Flandes, en cuyos brazos aprendí a bailar, cuando tenía diez años, a la sombra de los espinos en flor. Yo soy Carlota Amelia, mujer de Fernando Maximiliano José, Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría y de Bohemia, Conde de Habsburgo, Príncipe de Lorena, Emperador de México y Rey del Mundo, que nació en el Palacio Imperial de Schönbrunn y fue el primer descendiente de los Reyes Católicos Fernando e Isabel que cruzó el mar océano y pisó las tierras de América, y que mandó construir para mí a la orilla del Adriático un palacio blanco que miraba al mar y otro día me llevó a México a vivir a un castillo gris que miraba al valle y a los volcanes cubiertos de nieve, y que una mañana de junio de hace muchos años murió fusilado en la ciudad de Querétaro. Yo soy Carlota Amelia, Regente de Anáhuac, Reina de Nicaragua, Baronesa del Mato Grosso, Princesa de Chichén Itzá. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, Emperatriz de México y de América: tengo ochenta y seis años de edad y sesenta de beber, loca de sed, en las fuentes de Roma.
Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio. Vino, cargado de recuerdos y de sueños, en una carabela cuyas velas hinchó una sola bocanada de viento luminoso preñado de papagayos. Me trajo un puñado de arena de la Isla de Sacrificios, unos guantes de piel de venado y un enorme barril de maderas preciosas rebosantes de chocolate ardiente y espumoso, donde me voy a bañar todos los días de mi vida hasta que mi piel de princesa borbona, hasta que mi piel de loca octogenaria, hasta que mi piel blanca de encaje de Alenzón y de Bruselas, mi piel nevada como las magnolias de los Jardines de Miramar, hasta que mi piel, Maximiliano, mi piel quebrada por los siglos y las tempestades y los desmoronamientos de las dinastías, mi piel blanca de ángel de Memling y de novia del Béguinage se caiga a pedazos y una nueva piel oscura y perfumada, oscura como el cacao de Soconusco y perfumada como la vainilla de Papantla me cubra entera, Maximiliano, desde mi frente oscura hasta la punta de mis pies descalzos y perfumados de india mexicana, de virgen morena, de Emperatriz de América.
El mensajero me trajo también, querido Max, un relicario con algunas hebras de la barba rubia que llovía sobre tu pecho condecorado con el Águila Azteca y que aleteaba como una inmensa mariposa de alas doradas, cuando a caballo y al galope y con tu traje de charro y tu sombrero incrustado con arabescos de plata esterlina recorrías los llanos de Apam entre nubes de gloria y de polvo. Me han dicho que esos bárbaros, Maximiliano, cuando tu cuerpo estaba caliente todavía, cuando apenas acababan de hacer tu máscara mortuoria con yeso de París, esos salvajes te arrancaron la barba y el pelo para vender los mechones por unas cuantas piastras. Quién iba a imaginar, Maximiliano, que te iba a suceder lo mismo que a tu padre, si es que de verdad lo fue el infeliz del Duque de Reichstadt a quien nada ni nadie pudo salvar de la muerte temprana, ni los baños muriáticos ni la leche de burra ni el amor de tu madre la Archiduquesa Sofía, y que apenas unos minutos después de haber muerto en el mismo Palacio de Schönbrunn donde acababas de nacer, le habían trasquilado todos sus bucles rubios para guardarlos en relicarios: pero de lo que sí se salvó él, y tú no, Maximiliano, fue de que le cortaran en pedazos el corazón para vender las piltrafas por unos cuantos reales. Me lo dijo el mensajero. Al mensajero se lo contó Tüdös el fiel cocinero húngaro que te acompañó hasta el patíbulo y sofocó el fuego que prendió en tu chaleco el tiro de gracia, y me entregó, el mensajero, y de parte del Príncipe y la Princesa Salm Salm un estuche de cedro donde había una caja de zinc donde había una caja de palo de rosa donde había, Maximiliano, un pedazo de tu corazón y la bala que acabó con tu vida y con tu Imperio en el Cerro de las Campanas. Tengo aquí esta caja agarrada con las dos manos todo el día para que nadie, nunca, me la arrebate. Mis damas de compañía me dan de comer en la boca, porque yo no la suelto. La Condesa d’Hulst me da de beber leche en los labios, como si fuera yo todavía el pequeño ángel de mi padre Leopoldo, la pequeña bonapartista de los cabellos castaños, porque yo no te olvido.
Y es por eso, nada más que por eso, te lo juro, Maximiliano, que dicen que estoy loca.

Fernando del Paso
Noticias del Imperio

Basada en la trágica historia del efímero Imperio Mexicano instaurado en la segunda mitad del siglo XIX, esta grandiosa novela otorga el protagonismo a la voz de la emperatriz Carlota, viuda de Maximiliano. Ya octogenaria, Carlota escribe sus memorias y desgrana sus recuerdos en torno a la figura de su esposo, y de ellos van surgiendo una serie de personajes que perfilan nítidamente una época irrepetible. Un país —México—, dos continentes y una historia universal se funden en esta obra tan ambiciosa como lograda.

 

 

Enriketa ve un fantasma