28 abril 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: Isak Dinesen, Memorias de África

 Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías.

La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los árboles en Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían una extraña apariencia, como si el bosque entero vibrase ligeramente. Las desnudas y retorcidas acacias crecían aquí y allá entre la hierba de las grandes praderas, y la hierba tenía un aroma como de tomillo y arrayán de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas, como flores de las dunas; tan sólo en el mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza.

Aciano

 centaurea cyanus o azulejo

27 abril 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: de Alfred Döblin, BERLIN ALEXANDERPLATZ

 AQUÍ, al principio, Franz Biberkopf sale de la cárcel de Tegel adonde lo ha llevado su insensata vida anterior. Le cuesta echar raíces de nuevo en Berlín, pero finalmente lo consigue y se alegra de ello, y jura llevar una vida honrada.
A la ciudad con el 41
Estaba ante la puerta de la cárcel de Tegel y era libre. Ayer aún, en los campos de atrás, había rastrillado patatas con los otros, en uniforme de presidiario, pero ahora llevaba un abrigo de verano amarillo; ellos rastrillaban atrás, él estaba libre. Dejaba pasar un tranvía tras otro, apretaba la espalda contra el muro rojo y no se iba. El vigilante de la puerta pasó varias veces por delante, le indicó su tranvía, pero él no se fue. Había llegado el momento terrible (¿terrible, Franze, por qué terrible?), los cuatro años habían terminado. Las negras puertas de hierro, que desde hacía un año contemplaba con creciente aversión (aversión, por qué aversión) se habían cerrado a sus espaldas. Lo ponían otra vez en la calle. Dentro quedaban los otros, carpinteando, barnizando, seleccionando, encolando, les quedaban aún dos años, cinco. Él estaba en la parada del tranvía.
Empieza el castigo.
Se sacudió, tragó saliva. Se pisó un pie. Luego tomó carrerilla y subió al tranvía. En medio de la gente. En marcha. Al principio era como cuando uno está en el dentista, que coge la raíz con las tenazas y tira; el dolor aumenta, la cabeza está a punto de estallar. Volvió la cabeza atrás, hacia la pared roja, pero el tranvía volaba con él sobre los raíles y sólo su cabeza quedó mirando hacia la prisión. El tranvía tomó una curva, se interpusieron árboles, casas. Aparecieron calles animadas, la Seestrasse, subió y bajó gente. Dentro de él, algo gritaba horrorizado: cuidado, cuidado, ya empieza. La punta de la nariz se le helaba, algo temblaba en sus mejillas. «Zwölf Uhr Mittagszeitung», «B. Z»., «Die neuste Illustrirte», «Die Funkstunde neu». «Billetes, por favor». Los polis llevan ahora uniformes azules. Se bajó otra vez del tranvía sin ser notado, estaba entre personas. ¿Qué pasaba? Nada. Un poco de compostura, cerdo famélico, haz un esfuerzo o te parto la cara. Gentío, qué gentío. Cómo se agita. Mi sesera necesita engrase, seguro que está seca. ¿Qué era todo aquello? Tiendas de zapatos, tiendas de sombreros, lámparas eléctricas, tascas. La gente tiene que tener zapatos para poder correr tanto, también nosotros teníamos una zapatería, no hay que olvidarse. Cientos de cristales relucientes, déjalos que brillen, no te irán a dar miedo, te los puedes cargar, qué pasa con ellos, los acaban de limpiar. Estaban levantando el pavimento en la Rosenthaler Platz, caminó con los demás por los tablones. Uno se mezcla con los otros, todo se arregla, no notas nada, muchacho. En los escaparates había figuras con trajes, abrigos, con faldas, con medias y zapatos. Fuera todo se movía, pero… detrás… finada! ¡Nada… vivía! Aquello tenía rostros alegres, se reía, aguardaba en el islote del tráfico frente a Aschinger en grupos de dos o tres, fumaba cigarrillos, hojeaba periódicos. Estaba allí como las farolas… y… se quedaba cada vez más rígido. Formaba una unidad con las casas, todo blanco, todo de madera.
 
BERLIN ALEXANDERPLATZ
Alfred Döblin

Berlín Alexanderplatz aparece en 1929. Su éxito es extraordinario y, en pocos años, alcanza cuarenta y cinco ediciones y se traduce a varios idiomas. La novela se consideró una exaltación de Berlín, ciudad que el autor, por su profesión de médico, conocía muy bien. Los ojos de Döblin (y sus cuadernos) registran todos los detalles de la geografía berlinesa, pero como narrador omnisciente, Döblin interviene en la acción y comenta lo que ocurre. Fondo y forma se funde en un libro desconcertante y abierto a la interpretación.
Berlín Alexanderplatz se considera una «novela moderna» por muchos aspectos: no solamente por la ruptura con el carácter tradicional de héroe y con la estructura cronológica de relato, sino también por el uso de nuevas maneras de narrar (monólogos interiores, combinación de distintos niveles de lenguaje y puntos de vista…) y por el constante uso del collage intertextual (mezclando textos de canciones, titulares de los periódicos, transcripciones de sonidos, etc.).
La historia se sitúa en el barrio de clase obrera, Alexanderplatz, en el Berlín de los años 20, y empieza con la salida de la cárcel de Franz Biberkopf. Döblin describe su lucha y su desdicha al intentar buscar por los submundos de Berlín un futuro y su intención de convertirse en «un hombre nuevo».

De visita a una flor de salvia

 de visita

26 abril 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: de Gerald Brenan, Al sur de Granada

 Fui a España por primera vez en septiembre de 1919. Acababan de licenciarme del ejército y buscaba una casa en la que pudiera vivir una temporada, lo más larga posible, con los ahorros de mi paga de oficial. Escasos eran mis estudios, ya que los conocimientos de la vida moderna que uno logra durante la enseñanza secundaria son muy pobres, y la guerra había dejado en mí el disgusto por las profesiones corrientes. Antes de decidir lo que iba a hacer, deseaba pasar unos años leyendo los libros que había reunido, inmerso en el modo de vida mediterráneo. No obstante, el hecho de que eligiese España en vez de Grecia o Italia no fue debido a ningún sentimiento especial hacia ella. Casi todo lo que sabía sobre ese país se reducía a que había sido neutral durante la guerra y, por tanto, imaginaba que la vida resultaría allí barata. Para mí esto era esencial, puesto que cuanto más consiguiera que me durara el dinero, más tiempo podría gozar del ocio.
Mis primeras impresiones tras desembarcar en La Coruña fueron descorazonadoras. Pasé unos cuantos días recorriendo Galicia y luego viajé a través de la meseta en un tren mixto que se detenía durante diez minutos en todas las estaciones. A medida que nos arrastrábamos por aquella infinita extensión amarilla me sentía penosamente sorprendido por la desnudez y la monotonía de la región. Ni un arbusto, ni un árbol, y las casas, construidas de adobe, eran del mismo color que la tierra. Si toda España iba a ser así, no veía posibilidad de establecerme en ella. Cuando llegué a Madrid comenzó a llover a cántaros. Además, caí en las garras de dos arpías, dueñas de una casa de huéspedes. Me exigían pagar cada comida por adelantado y no me quitaban ojo mientras comía, arrebatándome el plato antes de que hubiera terminado, para engullir ellas los restos en la cocina. Sus ojos tenían el brillo acerado de quien no ha comido durante un mes. Comenzó a llover otra vez en cuanto llegué a Granada. Vi la Alhambra a través de una llovizna persistente y me pareció vulgarmente presuntuosa y enlodada, como una gitana sentada bajo un seto empapado. ¿Así que este era el fabuloso palacio oriental de las postales?

Gerald Brenan
Al sur de Granada

Yegen es un pueblo alpujarreño, plácidamente recostado en una suave ladera rugosa, arañada por limpios regatos de aguas cantarinas, gratas al paladar. En él vivió Brenan varios años, entre 1920 y 1934, en busca de sí mismo, arrebatado por la sencilla espontaneidad de las gentes que lo pueblan. Las palabras, los gestos, los ruidos, el trajín, las creencias y costumbres de tipo folclórico, todo lo anota minuciosamente Brenan, lo contrasta, se documenta, se deja empapar día a día. El resultado es esta obra, un libro curioso en el cual admiramos tanto el primor con que están descritos los tipos y sus maneras, y el marco en que se mueven, como las originales interpretaciones que el autor hace de cuanto observa. Podemos decir que tenemos ante los ojos una valiosa monografía antropológica servida con un lenguaje transido de emociones. De ahí que el libro resulte incitante, tanto para quien busque la lectura placentera como para quienes pretendan una iniciación en el trabajo de campo antropológico.

Flores de moras

flores de moras

25 abril 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: de José Manuel Caballero Bonald, Ágata ojo de gato

Llegaron desde más allá de los últimos montes y levantaron una hornachuela de brezo y arcilla en la ciénaga medio desecada por la sedimentación de los arrastres fluviales. Jamás entendió nadie por qué inconcebibles razones bajaron aquellos dos errabundos —o extraviados— colonos desde sus nativas costas normandas hasta unos paulares ribereños donde, si lograban escapar del paludismo o la pestilencia, sólo iban a poder malvivir de la difícil caza del gamo en el breñal o de la venenosa pesca del congrio en los caños pútridos. El caserío más próximo caía al otro lado de lo que fue laguna (y ya marisma) de Argónida, y era de gentes que acudían por temporadas al sanguinario arrimo de los mimbrales, mientras que más al sur, hacia los contrarios rumbos del delta primitivo, bullía la secta de las almadrabas, el mundo suntuoso y enigmático al que sólo se podía ingresar a través de navegaciones fraudulentas o pactos ilegítimos con los patrones de los atuneros.
Nadie supo de los normandos ni los vio bregar por la marisma hasta bastante después de su insólita llegada. Debieron de luchar a brazo partido contra la salvaje tiranía de los médanos y la bronca resistencia del terreno a dejarse engendrar. Una costra salina, compacta y tapizada de líquenes, que rompía en formas concoideas de pedernal al ser golpeada por el azadón, les fue metiendo en las entrañas como una progresiva réplica a aquella misma reciedumbre y a aquella misma crueldad. Con asnos cimarrones cazados a lazo y domesticados por hambre, fueron acumulando guano y tierra de aluvión sobre la marga que ya habían conseguido sacar a flote entre las brechas del salitre. No sembraron cereales ni legumbres ni plantas solanáceas (cuya cohabitación con el esquilmado subsuelo tampoco habría sido posible), sino momificadas simientes de hierbas salutíferas que habían traído con ellos, conservadas en viejos pomos de botica y como única hereditaria manda, desde sus bancales nórdicos. Arropadas en mantillo y recosidas con hilachas de agave, aquellas venerandas semillas de ajenjo y ruibarbo, sardonia y camomila, lúpulo y salicaria, germinaron muy luego en la extensión baldía y provisoriamente hurtada a la mordedura del nitro, contraviniendo por vez primera el código de una erosión iniciada desde que el río perdiera uno de sus prehistóricos brazos para ir soldando la isla oriental de la desembocadura con los arenales limítrofes. Nunca llegó a sospecharse, sin embargo, la finalidad o el presunto beneficio de aquellas delirantes plantaciones, vigiladas hasta el agotamiento durante meses y cuyas iniciales y precarias cosechas revirtieron en su totalidad al semillero destinado a una gradual ampliación de los bancales.

José Manuel Caballero Bonald
Ágata ojo de gato

Un enigmático extranjero llega a Argónida, territorio mítico tras el que se adivina la geografía del Coto de Doñana. La apropiación por parte del recién llegado y su familia de un tesoro que no les pertenece desencadenará una serie de acontecimientos que conducirá a los personajes hasta un destino fatal.
Ágata ojo de gato relata el proceso de colonización de un territorio salvaje y el modo en que la naturaleza impone su implacable venganza sobre quienes la han ofendido. El Coto de Doñana se convierte en el verdadero protagonista, y la fascinante variedad de su paisaje dota a la narración de una riqueza estilística y argumental desbordante. La peculiaridad de la prosa, caracterizada por un preciosismo envolvente, y la vocación de fábula hacen de esta novela una obra de gran singularidad y ambición.
Galardonada con el Premio de la Crítica en 1975, Ágata ojo de gato es, de toda su producción narrativa, la obra predilecta de José Manuel Caballero Bonald, un libro imprescindible en el panorama de la literatura española contemporánea.

Enriketa ve un fantasma