28 abril 2021

28 de abril

El sábado por la mañana, el 28 de abril, fue la última vez que escribí. Han pasado tres días desde entonces tan colmados de sucesos, de cosas increíbles, de imágenes, miedos, sensaciones, que no sé por dónde empezar, qué decir. Estamos con el agua al cuello, hundiéndonos cada vez más profundamente. El minuto de vida está encareciéndose. La tormenta está pasando por encima de nosotros. Hojas trémulas en el vórtice del torbellino, no sabemos adónde nos arrastrará.

Una eternidad ha sido el tiempo transcurrido desde el sábado. Hoy es martes y Primero de Mayo, y sigue habiendo guerra. Estoy sentada en el sillón, en la habitación que da a la calle. Ante mí tengo al señor Pauli echado en la cama, el realquilado de la viuda a quien han dado la baja en las milicias del Volkssturm. Apareció el sábado por la tarde por sorpresa, con un pedazo de 16 libras de mantequilla envuelto en una toalla bajo el brazo. Ahora está enfermo, tiene neuralgia.

El viento silba a través de las ventanas tapadas míseramente con cartón, tira violentamente de los trozos sueltos haciéndolos martillear, y deja penetrar la luz del día como si se tratara de la luz de una antorcha. Tan pronto hay luz como oscuridad en la habitación; hace un frío de muerte. Me he envuelto en una manta de lana y escribo con los dedos entumecidos por el frío, mientras el señor Pauli duerme y la viuda pulula por la casa buscando velas.

De fuera nos llegan sonidos rusos. Iván habla con sus rocines. Con los caballos son mucho más amables que con nosotros. Sus voces adquieren entonces acentos cálidos. Con los animales hablan en un tono verdaderamente humano. A veces ascienden vahos con olor a caballo. Tintineo de cadenas. En algún lugar hay alguien tocando el acordeón.

Echo un vistazo a través de los jirones de cartón de las ventanas. Abajo hay un campamento. En las aceras hay caballos, carros, cubos para abrevar, cajas con heno y avena, bostas de caballo aplastadas, boñigas de vaca. En el portón de enfrente hay una hoguera pequeña alimentada con sillas destrozadas. Hay Ivanes con chaquetones acolchados de algodón alrededor de la hoguera.

Me tiemblan las manos. Tengo los pies como el hielo. Anoche, una granada alemana hizo pedazos los últimos cristales que nos quedaban en casa. Ahora la vivienda está por completo a merced del viento del este. Menos mal que no estamos en enero.

Nos movemos con toda celeridad de un lado a otro entre las paredes agujereadas, escuchamos atemorizadas los sonidos que vienen del exterior, apretamos los dientes con cada sonido. La puerta trasera, rota y sin bloquear desde hace tiempo, está abierta. Continuamente pasan hombres corriendo por la cocina, por el pasillo y las dos habitaciones. Hace media hora entró un desconocido, muy terco, que me quería para él. Lo echaron. Gritó en tono amenazador: «Volveré».

¿Qué significa violación? Cuando escuché esa palabra en voz alta el viernes por la noche en el refugio, me recorrió un escalofrío por toda la espalda. Ahora ya puedo pensar en su significado, la puedo escribir sin que me tiemblen las manos. La pronuncio para mí, para acostumbrarme a su sonido. Suena a lo más extremo imaginable, pero no lo es sin embargo.

ANÓNIMA

Para enterarse de lo que en realidad ocurrió en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, hay que preguntárselo a las mujeres. Y es que, entre las ruinas, los hombres demostraron ser el «sexo más débil». Así lo ve la autora de este libro, que vivió el final de la guerra en Berlín. Sus observaciones aparecieron publicadas por primera vez en Norteamérica en 1954, gracias a Kurt W. Marek, crítico y periodista, a quien la autora confió el manuscrito. Anagrama recoge, además del epílogo de Marek, una introducción de Hans Magnus Enzensberger. En este documento único no se ilustra lo singular sino lo que les tocó vivir a millones de mujeres: primero la supervivencia entre los escombros, sin agua, sin gas, sin electricidad, acuciadas por el hambre, el miedo y el asco, y, posteriormente, tras la batalla de Berlín, por la venganza de los vencedores.

Pentas lanceolata de las rubiceae

Pentas lanceolata de las rubiceae

27 abril 2021

27 de Abril

El cañón del fuerte de Belvedere anunció el mediodía. Los trabajadores de la Empresa Badolati rodeaban a Del Buono, que se disponía a subir a la calesa, mientras el ingeniero le estrechaba la mano: un acontecimiento de esos que entran en la Historia sin que nos percatemos en tanto que los presenciamos. Siempre ocurre así: sólo al día siguiente comprendemos su significado, al leer los diarios; o lo aprendemos años más tarde, en los libros. Son las fechas que marcan victorias. Pasará medio siglo, estaremos muertos y enterrados, y entre tanto las cosas pueden haber dado un paso hacia atrás; pero aquella fecha perdura. Es un pilar que sostiene aunque sobrevenga un terremoto. Como la caída del Gran Duque. ¿Acaso hemos estado mejor, después que entró Víctor Manuel? De todos modos, el 27 de Abril de 1859 fue un gran día: el decano tenía entonces veinte años y lo recordaba. «¡Qué día, muchachos!». Él se encontraba en lo alto de un andamio, por el lado del Gelsomino, y al atardecer, mientras volvía a su casa, se enteró de que Canapone había huido. Como el 20 de Setiembre, cuando le tomaron Roma al Papa, al mismo Papa de quien se había cantado:

Bajó del cielo un ángel
Que Pío Nono se llama…

¿Qué habían ganado los florentinos? Al traslado de la Capital, sucedió la Década de la Carestía. Pero aquel 20 de Setiembre Italia había alcanzado su unidad. Y la noche de San Silvestre de 1900, hacía menos de tres años. Hasta la madrugada la gente llenó las hosterías y las calles; por las ventanas fueron arrojados los trastos viejos y las ollas rotas que, en otro fin de año, habrían sido mandadas a arreglar; bailaban en todas partes, los muchachos y los ricos iban disfrazados como si fuera Carnaval; se hicieron luminarias y fuegos de artificio, y el día siguiente fue un Primero de Año cualquiera; los que habían bebido más de lo normal, se despertaron con la cabeza pesada y el estómago estragado. Todos advirtieron que hacía mucho frío y que las paredes estaban húmedas. Pero de todos modos había sido una noche que, para bien o para mal, sólo los biznietos podrían revivir a su vez. Cien años antes, dijeron los diarios, estaba Napoleón, Marx todavía tenía que nacer y la locomotora no había sido inventada aún: era como decir que, en otros cien años, el mundo podría ser socialista y todos los hombres volarían. He aquí que hoy, en Florencia, por primera vez, un jefe de sindicato había entrado en un lugar de trabajo con el beneplácito de los patrones, se había sentado ante la misma mesa que ellos, y el más humano y cortés de los patrones, «el menos verdugo», le había estrechado la mano.

Por eso era una gran fecha.

Después, el ingeniero y Del Buono, como estaba establecido en los pactos, asistieron a la reconciliación. Metello abrazó a Olindo y los soldados y los agentes se marcharon; Crispi se preparaba para irse a otra obra. Y una vez que también se hubo marchado Del Buono, los obreros, esperando que fuera la una para reanudar el trabajo, vaciaron sus bolsillos y compraron dos fiascos de vino: a la sombra de los andamios, cada uno se fortalecía el estómago con pan y tortilla, pan y uvas, o pan solo. Los peones ya preparaban la mezcla; Nardini, Metello y el ingeniero subieron a los andamios, para ver si las semanas de abandono habían causado desperfectos: encontraron que debían cambiarse algunas pasarelas y clavar algunas barandillas. Nada serio, cosas que podían arreglarse durante el trabajo normal.
Vasco Patrolini
Metello

El nuevo realismo que Vasco Pratolini presenta en sus novelas tiene un acento muy personal, testimonio de ellos son Crónicas de pobres amantes, Un héroe de nuestro tiempo y El barrio. Estos libros son los más importantes de su primera etapa. La segunda está señalada por la obra que presentamos ahora, Metello, que ha obtenido el Premio Viareggio de 1955, y que es una de las novelas de mayor relieve aparecidas en Italia en los últimos años. Después de las búsquedas y realizaciones en sentido neorrealista, la crítica concuerda en considerar a Metello como la primera piedra de un pleno realismo italiano.
Esta novela inicia el ciclo Una historia italiana, que pretende dar un reflejo vasto, hondo y esencial de la vida italiana en el período de 1875 a 1945 aproximadamente. Sobre este fondo histórico, compuesto con la delicadeza y el equilibrio propios de Pratolini, se destacan, netamente delineadas, las vicisitudes de un hombre que aspira a ser el prototipo del trabajador italiano. Este planateamiento no debe sin embargo sugerir una obra de concepción limitada o de carácter polémico. A lo que Pratolini aspira es a la representación integral del hombre por medio de una obra plenamente artística.

Pentas lanceolata de las rubiceae

Pentas lanceolata de las rubiceae

26 abril 2021

26 de abril,

El 26 de abril, el juez Guy intercedió en favor de un traficante de drogas dos veces condenado, Tyrone Perry, cuando se le interrogaba como testigo, y posible sospechoso, de un asesinato cometido en la residencia del señor Perry. El juez Guy se presentó en la Sala 527 de la Jefatura de Policía y conminó a los agentes de la Brigada de Homicidios que llevaban el interrogatorio, a que dejasen en libertad al testigo porque «en este momento hablo como presidente del Tribunal». Cuando el sargento general Hunter cuestionó la ortodoxia de aquello, el juez Guy le agarró del brazo y le empujó contra una mesa. El señor Hunter formuló su protesta por aquel trato y el juez Guy dijo ante testigos: «Le empujo porque me da la gana. Está ante mi tribunal y como abra la boca le condeno por desacato». Y el juez Guy salió luego de Jefatura junto con el señor Perry.

Otra declaración describe un incidente en que el demandado mostró una actitud improcedente en un letrado, vejando a un agente de policía. El demandado había presidido un caso de asesinato, en el que uno de los tres acusados era Marcelle Bonnie. Los cargos contra la señorita Bonnie fueron desestimados en la vista preliminar.

Hablando de la próxima celebración del juicio con el sargento Wendell Robinson, de la Sección de Homicidios, el juez Guy le reveló que había conocido a la señorita Bonnie en un bar y había pasado la noche con ella. Añadió que «era una tía buena y de lo mejorcito que había visto follando».

Al sargento Robinson le sorprendió desagradablemente que un juez se jactara de haber compartido actos sexuales con una persona acusada de asesinato. En consecuencia redactó un informe sobre el incidente, que entregó a sus superiores.

El demandado conoció la existencia de dicho informe y demostró su carácter vengativo esforzándose de forma incorrecta y grosera en deteriorar la credibilidad de Robinson, al que se refirió ante testigos calificándolo de «Tío Tom lameculos que quiere hacerse pasar por blanco porque tiene la piel clara».

Elmore Leonard
Ciudad salvaje

Alvin Guy es una de las personas más detestadas por los abogados, fiscales, delincuentes y policías de Detroit. Juez de raza negra, corrupto y brutal, Guy forma parte del Tribunal de la Magistratura de la ciudad hasta que la comisión de deontología profesional le separa del cargo. Poco tiempo después su cadáver aparece acribillado a balazos dentro de su automóvil. A escasa distancia de allí es encontrada muerta, de tres disparos, una mujer. Ambos crímenes guardan inquietantes semejanzas…

Raymond Cruz, teniente de la Sección de Homicidios de la Policía de Detroit, se hace cargo del caso. Las primeras investigaciones apuntan inequívocamente hacia Clement Mansell, un conocido delincuente que mantiene una vieja cuenta pendiente con el teniente Cruz. A partir de entonces se entabla entre ambos hombres un duelo a muerte. Cruz somete a estrecha vigilancia a Clement y su novia, una joven atractiva. Pero Clement es muy hábil y sabe eludir las pruebas que lo inculpan. El elemento decisivo para la resolución del caso es el arma homicida, una pistola Walter del 38, que Clement se ha encargado de hacer desaparecer en los ambientes del hampa…


Pentas lanceolata de las rubiceae

Pentas lanceolata de las rubiceae

25 abril 2021

25 de abril

Zarparon el 25 de abril de 1818. El muelle estaba abigarrado de rostros. De pronto apareció Eleanor Porden, que venía a desearle al asombrado John mucha suerte. Le soltó un poema larguísimo, al término del cual el propio Polo Norte empezaba a hablarle directamente declarándose vencido. Ahora ya lo sabía: ella lo apreciaba de veras. Eleanor se quedó boquiabierta ante las largas sierras para cortar el hielo y el aparato con el que pretendían desalar el agua de mar. Se volvía loca por la investigación, el mesmerismo y los fenómenos eléctricos, y suplicó a John que se fijara sobre todo si en la región polar el aire tenía un magnetismo mayor y en cuáles eran los efectos que producía en las reacciones de simpatía entre la gente. Al despedirse se le echó al cuello. Su voz era toda gorjeos. John no pudo por menos que estrecharla por la cintura con agrado. ¡Pero no debía tenerla abrazada tanto tiempo! ¡Y no tan fuerte! Se dio cuenta de que corría el peligro de que resultara raro tanto a ella como a todos los demás, y se retiró a toda prisa a seguir con sus cálculos de rumbo y esas cosas tan importantes. Luego zarparon. Los narcisos estaban en flor. La costa estaba totalmente amarilla, como si la hubieran pintado.

El agua salía directamente a chorros, y no daban abasto. Para que la dotación de la Trent estuviera al completo faltaba una sexta parte de los hombres. Y todos se pasaban la mitad de las guardias dándole a la bomba.

Por mucho que se esforzó, en Lerwick no encontró ni la vía de agua ni un solo voluntario con el que reforzar la tripulación. Los habitantes de las Shetland vivían de la navegación y la captura de ballenas, así que ya sabían lo que quería decir que un barco diera con la quilla fuera del agua y fuera inspeccionado pulgada a pulgada. Cuando les decían que se trataba sólo de ajustar mejor las planchas de cobre, sonreían con disimulo. Nadie quería enrolarse en un barco que hiciera agua. John empezó a temer seriamente que aquel agujero invisible en el casco pudiera escamotearle su Polo Norte.

Buchan pensaba seriamente en alistar a los marineros que faltaban dictando una orden perentoria, pero como ahora eso no era legal, le dijo a John:

—¡Usted verá, señor Franklin!

Cuando éste se vio a solas con su primer oficial, Beechey se puso a escrutar el horizonte con sus ojos grises y comentó:

—La tripulación aguanta. Es buena. Tres o cuatro marineros a la fuerza que carezcan de la moral necesaria son peores que nada.

—Gracias —murmuró John aturdido.

Lo bueno de Beechey era que expresaba su opinión cuando la necesitaban.

El marinero Spink, de Grimsby, sabía contar más historias que tres plazas de pueblo juntas, y sobre todo había dado la vuelta a medio mundo. A los doce años le habían obligado a enrolarse en un barco. Luego había viajado con Lapenotiére a bordo de la pequeña Pickle, hasta caer prisionero en manos de los franceses. Pero logró evadirse en compañía de un tal Hewson, y en su huida habían recorrido toda Europa hasta llegar a Trieste. Contaba que había un zapatero alsaciano cuyas botas alargaban los pasos, y que gracias a eso habían podido andar dos veces más deprisa de lo que lo hacía un francés. Contaba también que las mujeres de la Selva Negra llevaban unas sayas de fiesta que parecían tiendas de campaña, y que debajo podían esconderse dos o tres fugitivos de Bonaparte. Y que en Baviera, en plena tempestad, habían atravesado en barca el lago Gemse, llevando sólo un remo, y que luego, en la aldea de pescadores que había en la orilla oriental, se zamparon un asado ternísimo con una albóndiga mágica, gracias a la cual pudieron caminar quince días seguidos sin parar ni comer un solo bocado. Tan cierto como que se llamaba Spink.

Todos corrieron a cubierta. Habían divisado un narval. Se veía perfectamente cómo sobresalía el cuerno. Era un mal presagio. Sólo había otro peor: que la campana del barco empezara a sonar sola. Pero esto no había sucedido nunca, o por lo menos no había habido nadie que lo contara, pues inmediatamente se hundían los barcos sin que se salvara ni una rata.

Nadie se perdía palabra. Para colmo, en pleno mar Polar, más allá de la barrera de hielo, les aguardaban muchos otros seres de proporciones gigantescas. El Almirantazgo ya contaba con que, cuando se fundiera el casquete glacial, bajaran hacia el sur y se metieran en las rutas comerciales del Atlántico, tragándose alguno que otro barco. Por mucho que ninguno de los marineros de la Trent fuera supersticioso…, no podía haber nadie totalmente libre de temor.

Sten Nadolny
El Descubrimiento de la lentitud

La batalla de Copenhague en 1801, el cabo de Buena Esperanza, Australia, Tasmania y la batalla de Trafalgar son parte del escenario donde se desarrolló la vida de John Franklin (1786-1847), y el preámbulo del acontecimiento que le convertiría en un mito de la historia naval, la llegada al Ártico, de donde nunca regresaría y donde se perdió su rastro para siempre.

Enriketa ve un fantasma