02 abril 2008

Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-4)

Dunstan Cass, al ponerse en marcha una mañana fría y húmeda, al paso tranquilo y mesurado de un cazador que tiene que ir a caballo al punto de reunión de una cacería, tenía que seguir el camino que, en su parte terminal, pasaba por el terreno sin cercar llamado la Cantera, en que se encontraba la casita—antes la cabaña de un picapedrero—que Silas Marner habitaba hacía quince años.
El sitio parecía muy triste en aquella estación, con la greda mojada y barrosa que lo rodeaba y con el agua turbia y rojiza que había alcanzado un alto nivel en la cantera abandonada. Tal fue la primera impresión de Dunstan al acercarse a aquel sitio. Recordó después que el viejo tonto del tejedor, el ruido de cuyo telar ya oía, tenía mucho dinero oculto en alguna parte. ¿Cómo era posible que a él, Dunstan Cass, que había oído hablar muchas veces de la avaricia de Marner, no se le hubiese ocurrido sugerirle a Godfrey que consiguiera del vejete, ya fuera asustándole, ya fuera captándoselo hábilmente, que le prestara su dinero con la excelente garantía de las esperanzas del squire? Este recurso se le presentaba ahora como muy fácil y agradable de realizar. Pensaba que, según todas las probabilidades, el tesoro de Marner debía ser bastante grande como para dejarle a Godfrey, después que éste hubiera atendido a las necesidades más urgentes, un buen excedente que lo pondría en condiciones de servir a su abnegado hermano. Así es que tuvo tentaciones de volver bridas hacia la casa. Godfrey estaría bastante bien dispuesto para aceptar la idea. Adoptaría ávidamente un plan que quizá le evitaría separarse de Relámpago. Pero cuando la reflexión de Dunstan llegó a este punto, el deseo de proseguir la marcha se fortificó y prevaleció. No quería proporcionarle aquella satisfacción a Godfrey; prefería que maese Godfrey estuviera mortificado.
Además, a Dunstan lo regocijaba la idea tan importante ante sus ojos de tener que vender su caballo, y además la ocasión de cerrar un trato, de hacer el fanfarrón y probablemente de engañar a alguien. Podía gozar por entero de todo el placer que resultaría de la venta del caballo de su hermano, sin privarse del gran placer de conseguir que Godfrey le tomara dinero prestado a Marner. Siguió, pues, cabalgando hacia el lugar de la cita.
Bryce y Keating estaban allí, como Dunstan estaba seguro de ello; ¡tenía tanta suerte!
—Hola—dijo Bryce, que desde hacía tiempo codiciaba a Relámpago—, venís montando el caballo de vuestro hermano; ¿por qué ha sido eso?
—Nada, le he hecho un cambio—dijo Dunstan, cuyo placer en mentir, casi independiente de la idea de utilidad, no iba a disminuir en mucho la probabilidad de que su interlocutor lo creyera—. Relámpago es ahora mío.
—¡Cómo! ¿Os lo ha cambiado contra vuestro viejo rocín de huesos grandes?—dijo Bryce con la entera certidumbre de que obtendría en respuesta otra mentira.
—No, teníamos que arreglar una pequeña cuenta—respondió Dunstan con indiferencia—, y Relámpago ha saldado la diferencia. Le he hecho un servicio a Godfrey tomándole el caballo. Lo hice contra mi gusto, porque tenía un capricho por una yegua de Jortin, animal de la sangre más rara que jamás hayáis montado. Pero ahora conservaré a Relámpago, aunque el otro día me ofreció por él ciento cincuenta libras un hombre allá, en Flitt; ese que compra para lord Cromleck, ese individuo que bizquea y usa un chaleco verde. Pero no pienso deshacerme de Relámpago; no encontraré fácilmente mejor animal para saltar cercos. La yegua de Jortin tiene más sangre, pero tiene las patas un poco menos fuertes.
Bryce, naturalmente, adivinó que Dunstan quería vender el caballo, y Dunstan se dio cuenta de que él lo adivinaba; el chalaneo sólo es una de las numerosas transacciones humanas conducidas de esta manera ingeniosa. Ambos consideraban que el trato estaba en su primera faz, cuando Bryce respondió con ironía:
—Pues estoy sorprendido, y me sorprende que penséis conservar el caballo, porque nunca he oído que un hombre se niegue a vender un animal cuando le ofrecen la mitad más de lo que vale. Tendréis suerte si conseguís por él cien libras.
Entonces, habiéndose adelantado Keating, el trato se complicó. Quedó por último concertado, comprándolo Bryce por ciento veinte libras, pagaderas a la entrega de Relámpago, sano y salvo, en las caballerizas públicas de Batterley.
A Dunsey se le ocurrió que sería prudente que renunciase a la cacería, se dirigiera inmediatamente a Batterley, y, después de esperar el regreso de Bryce, alquilar un caballo que lo llevara a su casa con el dinero en el bolsillo.
Sin embargo, el deseo de hacer una partida de caza, estimulado por su confianza y su buena estrella, así como por un trago de aguardiente tomado a su frasco de bolsillo cuando cerraron el trato, no era fácil de vencer, considerando, sobre todo, que montaba un animal que excitaría la admiración de los cazadores al verle saltar los cercos.
Pero Dunstan saltó uno de más y empaló su caballo en un poste. Su persona inelegante y completamente invendible escapó ilesa, mientras que el pobre Relámpago, inconsciente de su calor, rodó de costado y exhaló dolorosamente el último suspiro.
Había sucedido que, pocos minutos antes, Dunstan se había visto obligado a apearse para arreglar uno de los estribos. Lanzó muchas imprecaciones contra aquel retardo que lo relegaba a la cola de la cacería en el momento del triunfo. Enceguecido por la desesperación, saltó temerariamente los cercos, y estaba a punto de reunirse a la traílla cuando ocurrió el accidente fatal. De modo, pues, que se encontraba entre los cazadores ardientes que iban adelante, que se preocupaban poco de lo que sucedía detrás de ellos y los retrasados, que lo mismo podían pasar muy lejos y muy cerca del sitio en que había caídoRelámpago.
Dunstan, que se preocupaba siempre más de las contrariedades del momento presente que de sus consecuencias lejanas, no bien se vio de pie y reconoció que Relámpago estaba perdido, sintió cierto placer al pensar que no había sido visto en una situación que ninguna fanfarronada hubiera podido hacer envidiable.
Después de haberse reconfortado de la sacudida con un poco de aguardiente y muchos juramentos, se dirigió lo más pronto posible a un zarzal que estaba a su derecha. Se le ocurrió que atravesando por allí encontraría medio de dirigirse a Batterley sin correr el riesgo de encontrar a ninguno de los cazadores. Su primera intención era alquilar allí un caballo que lo llevaría inmediatamente a su casa; porque lo que era hacer cierto número de millas a pie, sin un fusil en la mano, y a lo largo de un camino público, no había que esperarlo de su parte como de la de ningún otro joven fogoso de su especie. Le era casi indiferente llevar la noticia a Godfrey, puesto que al mismo tiempo le iba a ofrecer el recurso de dinero de Marner, si Godfrey chillaba, como sucedía siempre que se le hablaba de contraer una nueva deuda, de lo que él sólo sacaba la menor parte; pues bien, no rezongaría mucho rato. Dunstan estaba seguro de que mortificando a Godfrey siempre le haría hacer lo que quisiese. La idea del dinero se volvía cada vez más distinta en su espíritu, ahora que la necesidad se había vuelto urgente. Pero la perspectiva de tener que presentarse en Batterley con las botas embarradas y de afrontar las preguntas burlonas de los mozos de cuadra, contrariaba mucho su deseo impaciente de estar de regreso en Raveloe y poner en ejecución su feliz proyecto.
Al mismo tiempo, un registro que hizo en el bolsillo de su chaleco, mientras iba reflexionando, le recordó que las dos o tres monedas pequeñas que encontró en su índice, eran de un color demasiado pálido para pagar una pequeña deuda, en defecto de cuyo pago, el caballerizo de Batterley había declarado que no haría más negocios con Dunsey Cass. Al fin y al cabo, considerando la dirección en que lo había llevado la cacería, no estaba mucho más lejos de su casa que de Batterley. Sin embargo, Dunsey no brillaba por su lucidez de espíritu. No llegó a esa conclusión sino al darse cuenta de que estaba obligado por otras razones a tomar la resolución sin precedente de volver a la casa a pie.
En ese momento eran cerca de las cuatro y empezaba a formarse la niebla; cuanto antes saliera del camino sería tanto mejor. Recordó que lo había atravesado y que había visto el poste indicador momentos antes que Relámpago se abatiera. Entonces, después de abotonar su abrigo y atar sólidamente la zotera de su látigo de caza al mango, golpeó las vueltas de sus botas con el aire de un hombre dueño de sí mismo, como para persuadirse de que estaba preparado para lo que iba a sucederle. Partió en seguida, con la idea de que emprendía una notable proeza de actividad física, que algún día no dejaría de embellecer de un modo o de otro, en medio de la admiración de una sociedad selecta, en la taberna del Arco Iris.
Cuando un joven señor como Dunsey se veía reducido a un medio de locomoción tan excepcional como el de andar a pie, el látigo llevado en la mano es el paliativo deseable de un sentimiento demasiado confuso—demasiado parecido a un sueño—que le hace experimentar su situación inusitada; y Dunstan, a medida que avanzaba a través de la niebla creciente, golpeaba siempre algo con su látigo. Era el látigo de Godfrey. Le había gustado tomarlo sin permiso, porque el mango tenía puño de oro. Naturalmente que no era posible notar, cuando Dunsey lo llevaba en la mano, que el nombre de Godfrey Cass estaba grabado en el puño: sólo se veía que aquel látigo era muy hermoso.
Dunsey no dejaba de temer que le ocurriese tropezar con algún conocido ante los ojos del cual haría triste figura, porque la niebla no es un velo bastante espeso cuando las personas se acercan. Pero, cuando al fin se encontró en las calles de Raveloe que le eran bien conocidas, pensó que aquello era parte de su buena suerte habitual. Entretanto, la niebla, ayudada por la obscuridad de la tarde, se había vuelto un velo más espeso de lo que deseaba. Le ocultaba los baches en que sus pies estaban expuestos a tropezar, le ocultaba todo, de modo que tuvo que guiar sus pasos arrastrando el látigo contra las hierbas que crecían al pie de los cercos. Pensaba que pronto llegaría al punto que daba acceso a las canteras. Lo encontraría por medio de un portillo que había en aquella cerca. Pero fue debido a una circunstancia con la que no contaba que se lo hizo descubrir; es decir, ciertos rayos de luz que inmediatamente adivinó que procedían de la choza de Silas Marner. Durante el camino, aquella choza y el dinero que estaba oculto en ella habían asediado continuamente su espíritu, y había imaginado distintas maneras de halagar y seducir al tejedor, para que éste, seducido por el cebo de los intereses, se separara sin demora del dinero que poseía.
A Dunstan le parecía que no sería malo agregar algunas amenazas a las proposiciones halagadoras, porque sus nociones de aritmética no eran bastante sólidas como para darle una demostración probatoria de los provechos que darían los intereses. En cuanto a la garantía, la consideraba vagamente como un medio de engañar a un hombre, haciéndole creer que va a ser reembolsado. En fin, la operación que había que intentar sobre el espíritu del avaro, era una tarea que Godfrey confiaría a su hermano, más audaz y más vivo que él. Dunstan estaba ya decidido a este respecto, y en el momento en que vio brillar la luz a través de las rendijas de los postigos de Marner, la idea de tener una conversación con el tejedor se le había vuelto tan familiar, que le pareció lo más natural abordarlo en seguida. Podía tener varias ventajas el proceder así: entre otras, quizás el tejedor tuviera un farol de mano, y Dunstan ya estaba cansado de buscar su camino a tientas.
Todavía estaba a cerca de tres cuartos de milla de su casa y el suelo se volvía desagradablemente resbaladizo, porque la niebla se iba convirtiendo en llovizna. Dobló, pues, hacia la casa, pero no sin cierto temor de errar el buen camino, puesto que no sabía exactamente si la luz se veía al frente o en el costado de la choza. Sin embargo, ayudándose con el mango de su látigo para explorar el terreno, llegó al fin sano y salvo a la puerta de la casa. Golpeó con fuerza, sugiriéndole cierto placer la idea del susto que le daría al vejete aquel estrépito inesperado. Ninguna voz ni movimiento se dejó oír como respuesta: todo era silencio en la choza. ¿Se había ido a acostar el tejedor? ¿Para qué habría dejado la luz encendida entonces? ¡Extraño olvido de un avaro! Dunstan volvió a golpear con más fuerza, y luego, sin esperar que le respondieran pasó los dedos por el agujero de la puerta con la intención de sacudirla y, al mismo tiempo correr el pestillo por medio del cordel y volverlo a dejar cerrar, no dudando de que la puerta debía estar atrancada.
Con gran sorpresa vio que aquel doble movimiento la hizo abrir, y se encontró frente a un fuego vivo que iluminaba todos los rincones de la choza—el lecho, el telar, las tres sillas y la mesa—, y le permitía ver que Silas no estaba allí.
Nada podía ser más atrayente para Dunstan en aquel momento que el fuego brillante sobre el fogón de ladrillos. Entró inmediatamente y se sentó. Delante del fuego también había algo que, si la cocción hubiera estado algo más adelantada, no hubiera carecido de interés para un hombre cuyo estómago estaba vacío. Era un pedazo de carne de cerdo suspendido del gancho de la chimenea por medio de un cordel pasado por el anillo de una gran llave de puerta, según un método conocido por los viejos dueños de casa en que no hay asador. Desgraciadamente el asado había sido colocado en la extremidad del gancho, como para impedir que se fuera a quemar durante la ausencia del dueño. «¿De modo que este viejo tonto de ojos saltones se permite cenar carne?—pensó Dunstan—. Siempre se había dicho que vivía de pan duro, para ponerle freno a su apetito. Pero, ¿dónde podía estar a aquella hora, con semejante tiempo y para qué había salido dejando su cena a medio cocer y sin trancar la puerta?» La dificultad con que el propio Dunstan acababa de encontrar su camino, le sugirió la idea de que el tejedor había salido quizás para buscar combustible, o para cualquier otro menester análogo y de corta duración, y que se había resbalado dentro de la cantera. Esa era una idea que interesaba a Dunstan y que implicaba consecuencias completamente nuevas. Si el tejedor había muerto, ¿quién tenía derecho a su dinero?, ¿quién sabía que alguien había entrado a tomarlo? No se detuvo más tiempo en las sutilezas de las pruebas; la cuestión urgente, ¿dónde está el dinero? se apoderó de tal modo de su espíritu que le hizo olvidar por completo que la muerte de Marner no era una certidumbre. Un espíritu pesado, cuando llega a una conclusión que lo halaga, no conserva la conciencia de que la idea de qué ha sacado aquella conclusión era puramente problemática. Y el espíritu de Dunstan era tan pesado como lo es generalmente el de un futuro criminal. Sólo conocía tres escondites, en que hubiera oído decir que los campesinos escondían sus tesoros: el techo de paja, la cama y un agujero hecho en el suelo. La choza de Marner no estaba techada con paja. Lo primero que hizo Dunstan, después de una sucesión de pensamientos acelerados por el aguijón de la codicia, fue dirigirse al lecho, pero a la vez que caminaba sus miradas recorrieron ávidamente el suelo, cuyos ladrillos, iluminados por el fuego, se veían a través de la arena esparcida encima de ellos. Sin embargo, no eran visibles en todas partes. Había un sitio, en efecto, uno sólo que estaba por completo recubierto. Se distinguían las huellas de los dedos, que, aparentemente, se habían cuidado de cubrir de arena aquel espacio determinado. Ese sitio quedaba junto a los pedales del telar. Dunstan corrió hacia aquel sitio y escarbó la arena con el mango de su látigo. Al introducir la punta del collado entre los ladrillos, vio que éstos estaban sueltos. Se apresuró a quitar uno, y vio que allí estaba sin duda lo que buscaba, porque, ¿qué podía haber sino dinero en aquellas dos bolsas de cuero? Y a juzgar por su peso debían de estar llenas de guineas.
Dunstan registró bien en el agujero para convencerse de que no contenía nada más, y luego, volviendo a colocar en su sitio los ladrillos, los recubrió de arena. No hacía ni cinco minutos que había entrado a la choza, pero aquel espacio de tiempo le pareció muy largo, y bien que no sabía que Silas podía estar vivo y volver de un momento a otro, se sintió presa de un temor indefinible al ponerse de pie con los sacos en las manos. Se apresuró a salir, a guarecerse en la obscuridad y pensar en seguida qué haría con las bolsas. Cerró inmediatamente tras de él la puerta, para interceptar la salida de la luz: algunos pasos iban a bastar para llevarlo más allá del peligro de ser traicionado por los rayos que se filtraban a través de las rendijas de los postigos y el agujero de la alcoba. La lluvia y la obscuridad se habían vuelto más intensas; se regocijó de esto, bien que fuera incómodo caminar con las dos manos tan llenas, porque era a lo sumo si podía llevar el látigo con uno de los sacos. Pero así que hubiera dado dos pasos podría proceder con toda calma. Se adelantó, pues, resueltamente, en la obscuridad
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