23 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (y 10)

En Buenos Aires, donde tenía que quedarse mientras el Beagle continuaba con sus mediciones y exploraciones, Darwin vivió en casa de un mister Lumb, un respetable residente inglés. La señora Lumb le hacía recordar a Inglaterra cuando le servía el té. Había en la ciudad una serie de tiendas inglesas y estuvo comprando con gusto todo lo que no había tenido ocasión durante mucho tiempo: papel y plumas, cera de abejas y resina, ratoneras y jarras de vidrio para sus ejemplares, pólvora y balas para sus pistolas, un par de pantalones para Covington, que se reunió con él en Buenos Aires, y calcetines, guantes, pañuelos, un gorro de dormir, cigarros y rapé para él. Una de las listas de compras dice: «papel, tijeras, dentista, lle­var a arreglar el reloj, espuelas, dentista francés, cigarros, den­tista, animal sin cola, librería.» Evidentemente, sufría dolor de muelas, pero ¿qué es eso del animal sin cola? Además de todo ello escribió a su casa urgentemente pidiendo cuatro pares de zapatos de montaña muy fuertes, para Covington, nuevas lentes para su microscopio y libros, libros, sobre todo, libros científicos. Además de esto, estaban los ejemplares que había que preparar y enviar a Henslow: peces, insectos, ratones, piedras, doscientas pieles de pájaros y animales, una buena colección de huesos fósiles y muchas semillas exóticas, que esperaba hacer que crecieran en Inglaterra. La cuestión del dinero era un poco fastidiosa; sus excursiones por tierra resultaban caras y había gastado ya con creces su asignación. Ahora, al mandar una factura de ochenta libras más a su casa, se sintió intimidado pensando en lo que el doctor Darwin iría a decirle. Confiaba, no obstante —escribió a sus hermanas— en que su padre «después del primer gruñido», no escatimaría el dinero; evidentemente, era claro que este viaje estaba cam­biando su vida, que no podía volver allí sin ver todo lo que hubiese que ver, costara lo que costara. «Desearía que esta actitud no la compartiese de manera tan rotunda el capitán —escribió—. Se está comiendo su fortuna, o al menos está haciendo un gran agujero en ella porque pone de su bolsillo anticipado todos los objetos del viaje... Me ha preguntado si podría pagar de antemano un año de comida. Le he dicho que sí y así lo he hecho, porque no puedo negarme a una per­sona que es sistemáticamente tan espléndida para todos los que se acercan a él.»
Había otra razón para que Darwin se sintiera con remor­dimientos al pensar en su padre, y es que, más pronto o más tarde, tendría que decirle que no quería entrar en la iglesia. Pero, por el momento, lo tenía callado, y en sus cartas a casa no menciona nunca el asunto, no habla nunca de su porvenir y es solamente el presente el que cuenta. Es una alegría tre­menda para él cuando recibe cartas de su familia o de Henslow, cuyas misivas llega a saberse de memoria; pero no hay en él señales de nostalgia. Quiere siempre seguir adelante.
A Darwin realmente no le gustó Buenos Aires. Las plazas y las amplias calles eran hermosas, los teatros y los museos también, pero salía de la ciudad tan pronto como podía. Habían convenido que se uniría al Beagle antes de que este saliera de Montevideo, a fines de octubre, y pensaba que ello le daría un margen amplio de tiempo para hacer una excursión a caballo de trescientas millas hasta el río Paraná y la linda ciudad provinciana de Santa Fe, donde había oído decir que había huesos fósiles. El 27 de septiembre él y Covington salieron a caballo de Buenos Aires y cruzaron las pampas del Norte con sus cardos gigantes, que llegaban hasta el pecho. Al prin­cipio todo salió bien, y cerca de Santa Fe encontró los huesos fósiles que buscaba: todo un depósito enterrado en la margen de un río. Pero luego Darwin cayó enfermo con fiebre, proba­blemente malaria, porque describe cómo sus manos estaban negras por las picaduras de los mosquitos, siempre que se quitaba los guantes, y se vio obligado a guardar cama asis­tido por una cariñosa vieja. Se le ofrecieron extraños reme­dios, algunos inofensivos, tales como compresas de habas aplastadas en torno a su cabeza y otros «demasiado desagra­dables para mencionarlos siquiera». «Los perritos sin pelo —escribió— son muy buscados y estimados aquí para que duerman a los pies de los enfermos.» Cuando se sintió mejor decidió que sería más rápido volver por el río; así es que abandonaron sus caballos y subieron a bordo de un barco decrépito que salía para Buenos Aires. Fue un viaje exaspe­rante. El capitán argentino sentía miedo del menor soplo de viento y de la más ligera corriente que se agitara en torno a las islas y estuvieron pegados a tierra durante días siguiendo la corriente abajo solo durante unas horas al día. Por fin, gracias a Dios, dice en español Darwin en su libro de notas, el 12 de octubre llegaron a la pequeña aldea de Las Conchas, en las afueras de la capital y Darwin saltó a tierra corriendo para buscar un caballo, una canoa o cualquier otra cosa que le llevara a la ciudad. Inmediatamente se vio cercado de hombres armados, que le vedaban el paso. La revolución había estallado y la ciudad estaba bloqueada. Al parecer, el general Rosas estaba interesado, no solo en cazar indios salvajes, sino también en derribar al gobierno argentino. Loco de miedo por si perdía el Beagle, Darwin protestó y al fin después de una larga cabal­gada alrededor de la ciudad, se las compuso para llegar al campamento de otro general rebelde. Allí explicó que él era un íntimo e importantísimo amigo del general Rosas. Aquellas fueron «palabras mágicas» ■—dice Darwin—. Las circuns­tancias cambiaron inmediatamente. Una vez dentro de la ciudad y rodeado de sus amigos, se sintió a salvo, aunque su posición seguía siendo delicada; Covington estaba fuera todavía, así como sus trajes y los ejemplares que había coleccionado en su excursión. Dos semanas se pasó Darwin dándose a todos los diablos y su situación era parecida a la de Phileas Fogg y Passepartout en su frenético viaje de ochenta días alrededor del mundo. Por fin logró sobornar a un hombre para que saliera y trajese consigo a Covington. En realidad no cuenta cómo lo hizo; pero, en todo caso, Covington llegó y amo y criado se las arreglaron para llegar al barco, que se había deslizado a través del bloqueo y seguir río abajo hacia Monte­video. El corazón de Darwin debió de dar un suspiro de alivio cuando vio los mástiles del Beagle balanceándose plácidamente en la Bahía de Montevideo.
Durante este tiempo FitzRoy había estado trabajando tenazmente en sus exploraciones, comiendo solo en su camarote, obsesionado por el trabajo y sin un momento de respiro, ya que la responsabilidad de dirigir dos barcos era considerable. La mayor parte del trabajo tenía que hacerse en barcos pequeños, cerca del litoral, en mares muy duros, y resultaba un peligro y una preocupación constante para el capitán. En aquellos momentos FitzRoy estaba cotejando los datos que había tomado a lo largo de la costa de Patagonia en los últimos meses, y era una labor fastidiosa que requería mucha precisión. Darwin, todavía entusiasmado con sus aventuras, parece que debió entrar en el camarote y contarle todo lo ocurrido con la misma espontaneidad y exuberancia de un chico que vuelve de una excursión. Allí estaban sus maravillosos ejemplares para ex­tenderlos sobre cubierta, sus huesos prehistóricos, las pieles de los magníficos pájaros y animales, la araña «que tejía una tela como una vela y volaba luego ayudándose con ella por el aire», las serpientes metidas en los frascos de alcohol y los paquetes de semillas y flores desconocidas en Europa. Pero estaban también sus hazañas, que tenía que contar, la revolución, el viaje por el río Paraná, sus cabalgadas con los gauchos, las montañas desconocidas que él solo había escalado. FitzRoy tendría que haber sido de una fibra inhumana para no sentir un poco de envidia. Sin duda, el relato le divertía, pero es fácil imaginar aquella mirada aristocrática posándose en Darwin un poco fríamente. Y había que perdonarle si en algunos momentos le parecía que ya había oído bastante y con alguna frase cortés despedía a Darwin y le decía que sacara sus bártulos del camarote o caía en algunos de sus «severos silencios» e incluso si le preguntaba adonde le conducían todas aquellas maravillo­sas investigaciones. ¿Había conseguido relacionarlas con las verdades fundamentales de la Biblia? Aquello era lo importante, un cálculo que había que hacer con tanta precisión como la cartografía de la costa. No era cosa de no ver los árboles por culpa del bosque.
Pero Darwin, si hemos de hacer caso de sus cuadernos de notas, no pensaba demasiado en Dios en aquellos días; estaba absorto por los árboles y por todo lo que hubiese dentro del bosque y comenzaba a abrigar la sospecha de que la verdad no es algo que se nos impone desde arriba, sino algo que se nos revela pedazo a pedazo a través de las propias indagaciones del hombre sobre la Tierra. Así es que, posiblemente, se quedó un tanto decepcionado cuando la disciplina y la austeridad del Beagle se le fueron cerrando después de su regreso exuberante. Era como si volviese otra vez a la escuela.
A fines de 1833, cuando Darwin llegó al barco en Montevi­deo, el trabajo de la costa de Patagonia estaba terminado. La tri­pulación del Beagle había estado más de un año entre tormentas y fríos en la costa y estaban todos un poco cansados. Darwin, por su parte, no podía pensar más que en una cosa: en el día en que doblaran el Cabo y salieran a las soleadas y calmas aguas del Pa­cífico. «Ni siquiera la posibilidad de capturar un megaterio vivo» —decía— podría retenerle. Por entonces se había hecho una idea muy clara de la geología de la costa oriental; aquella porción había sido levantada sobre el nivel del mar, creía él, en una época relativamente cercana. Pero eran los Andes con sus grandes volcanes, lo que le proporcionaría la clave real de la geología de la Península. Navegar por el Pacífico y divisar las grandes montañas, era como el premio y el punto culminante de todo el viaje. A bordo del Beagle y de su hermano menor el Adventure había una gran emoción. Fueron embarcadas en Mon­tevideo provisiones para un año. El 7 de diciembre dijeron todos adiós por última vez al río de la Plata y se encaminaron hacia el Sur, abandonando el fangoso estuario para salir a las claras y azules aguas del Océano.
Artículo escrito por Alan Moorehead en Melbourne (Australia) y publicado en la “Revista de Occidente” en Agosto de 1970

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