21 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (8)

Los nativos de la Tierra del Fuego habían soportado muy bien en general el año de viaje que llevaba el Beagle desde que salieron de Inglaterra. Habían aprendido a hablar inglés con bastante soltura, habían asimilado o parecían haber asi­milado las enseñanzas religiosas de FitzRoy y parecían darse cuenta de qué era lo que se esperaba de ellos. York Minster anunció que al descender a tierra en su país nativo pensaba casarse con Fuegia Basket. Después de esto se había mostrado muy celoso y tenía motivos, porque Fuegia era la única mujer del barco. La muchacha, si hemos de creer en los dibujos que FitzRoy hizo de ella —el capitán era un aficionado bastante bueno—, tenía una carita muy linda e incluso entre los nativos de la Tierra del Fuego, que eran notables por su buena presen­cia, hubiera podido pasar por una belleza. En Río vivió en tierra varios meses a cargo de un inglés que prosiguió instru­yéndola en los encantos del mundo civilizado. Jemmy Button tenía tan buen humor como siempre y parecía ilusionado con la idea de volver a su casa. Hasta Matthews, el misionero, daba la impresión de tomar las cosas con calma y hallarse resuelto a llevar la vida solitaria y devota de un exilado.
Sí, todo aquello estaba muy bien. Pero no había que perder de vista que la empresa era realmente pintoresca, aunque muy propia, si se piensa bien, de un hombre como FitzRoy. El capitán, por propia iniciativa, y sin que nadie le aconsejara nada, había atrapado a aquellos seres errantes, tres años antes, los había llevado a Inglaterra y los había domesticado como se puede domesticar un animal salvaje. Y ahora, sin más guía que un joven misionero inexperto, que no había estado nunca fuera de su país, pensaba soltarlos, y no en una comunidad sedentaria, sino en una región inexplorada de te­rribles tormentas y de un frío inaguantable, en donde unas cuantas tribus nómadas procuraban vivir como podían de una manera tan primitiva como en los tiempos neolíticos. Había una arrogancia conmovedora en todo esto. Pero tal era la fe de FitzRoy, que realmente, el capitán creía que aquella pobre Fuegia Basket y sus compañeros serían capaces de impartir la divina luz a los salvajes habitantes de la Tierra del Fuego. El capitán tenía la idea de que no había razas separadas en el mundo, que todos descendíamos de Adán y Eva, los cuales, por supuesto, empezaron a vivir un buen día completamente crecidos y enteramente civilizados; ¿de qué otra forma hubiesen podido mantenerse vivos? Pero los descendientes de Adán y Eva se habían estropeado, y cuanto más se alejaron de la Tierra Santa hacia las partes más primitivas del mundo, más fueron perdiendo el contacto con la civilización. Esto explicaba el estado de aquellos pobres fueguinos. No obstante, podían ser salvados. Todo lo que había que hacer con ellos era devol­verles la civilización y el conocimiento de Dios, de que sus antecesores habían disfrutado en el Jardín del Edén. Para añadir un toque más de irrealidad a este proceso, los fueguinos fueron provistos por la Sociedad Misionera de Londres de un equipo completo compuesto de un conjunto de cosas que hu­bieran sido muy útiles en un pueblo de las islas británicas, pero que, probablemente, no servirían de mucho en aquellos desiertos helados. Entre otros elementos igualmente sensatos les habían dado telas, bandejas, loza, vasos, soperas, capotas y ropa interior, y sabe Dios qué otra serie de objetos igualmente sor­prendentes para los hombres de una tribu salvaje, aunque muy apropiados para mostrarles lo mucho que la civilización había adelantado en la otra parte del mundo.
La Tierra del Fuego tenía un clima imposible, uno de los peores del mundo. Aunque el Beagle llegó a mediados del verano, tuvo que luchar durante un mes con montañas de olas al tratar de doblar el Cabo de Hornos. Una vez lo atrapó una ola, llevándose uno de los botes y el barco se hubiera ido a pique si la tripulación no hubiese abierto los portillos, dejando que el agua saliera de nuevo rápidamente, y si no lo hubiese hecho todo en un abrir y cerrar de ojos. FitzRoy, que era un gran marino, corrió el temporal y logró anclar felizmente en Goree Roads, en la parte occidental de la entrada del canal que había sido bautizado en el viaje anterior precisamente con el nombre del Beagle. Los glaciares llegaban hasta el mar y en el interior enormes montañas cubiertas de bosques de hayas y nieves perpetuas desaparecían entre los furores de las tormentas.
La primera impresión que a Darwin le causaron los nativos de aquella tierra fue la de que resultaban más semejantes a los animales salvajes que a los seres humanos civilizados. Esto le hizo luego pensar de manera profunda cuando se puso a escribir sobre la evolución del hombre. Eran altos, inmensos, de cabellos largos, foscos y caras cadavéricas que se pintaban a rayas rojas y negras con círculos blancos alrededor de los ojos. Se afeitaban las cejas y la barba con conchas puntiagudas. El color de la piel era cobrizo y la cubrían con una capa de grasa. A excepción de un pequeño manto de guanaco sobre sus hombros, iban desnudos. Era asombroso cómo podían aguantar el frío. Una mujer que, mientras amamantaba a su niño, había llegado a ver el Beagle en una canoa, permaneció tranquila­mente sentada en medio de las olas con su niño al pecho, mientras el aguanieve caía y se congelaba en su pecho desnudo. En tierra, esta gente dormía sobre el suelo húmedo mientras la lluvia caía a raudales de los techos de sus cabañas, hechos de piel sin curtir. No cultivaban nada. Su comida era un ban­quete variado de pescado, mariscos, pájaros, focas, delfines, pingüinos, setas y, algunas veces, nutrias. Su lenguaje parecía hecho de una serie de toses guturales. Sin embargo, no eran hostiles y no sentían miedo. Cuando Darwin descendió a tierra con los marinos se agruparon a su alrededor, acariciándole el rostro y el cuerpo con gran curiosidad. Eran unos imitadores extraordinarios, y cada gesto que Darwin hacía, así como cada palabra que decía era imitada a la perfección. Cuando les hizo muecas, ellos le contestaron con las mismas muecas inme­diatamente.
Jemmy Button, desde su posición un poco más alta en la esca­la de la civilización, se encontraba un tanto cohibido con aque­llos tipos y Fuegia Basket se escapó. Aquellas tribus —explicó Jemmy-— no eran las suyas; eran tribus muy malas, muy primiti­vas. FitzRoy espiaba a Matthews con fijeza para ver sus reaccio­nes. El misionero estaba un tanto lacio, pero dijo que los salvajes «no eran peores de lo que había esperado». Para llegar hasta el pueblo de Jemmy cuatro botes del Beagle, cargados con los regalos de la Sociedad Misionera de Londres, avanzaron por las tranquilas aguas del canal del Beagle hasta la bahía de Ponsonby. Milagrosamente, el tiempo mejoró y apareció un sol brillante que lanzaba destellos cristalinos sobre aquellos campos y bosques sembrados de nieve. Al acercarse a la bahía fueron recibidos con gritos de júbilo desde la orilla y una flota de canoas salió a recibirles. Llegaron a una especie de abrigo, donde una deliciosa pradera sembrada de flores corría hasta el bosque y decidieron plantar allí la instalación del campa­mento. Debió de haber sido una escena curiosa y divertida: los nativos salvajes en número aproximado de un centenar, rodeándoles y observándoles cuando las tiendas fueron levan­tadas para albergar la impedimenta y los marineros entregados a la tarea de levantar tres wigwams, una para el misionero, que parece que tomó parte en todo ello de una manera cavilosa y no muy entusiasta; sin duda alguna, sus aprensiones iban creciendo; otra para Jemmy y una tercera para York Minster y Fuegia Basket, que se habían unido al grupo. Las mujeres de la tribu se mostraban particularmente cariñosas con Fuegia. El trabajo siguiente consistió en excavar y plantar un verdadero huerto, y por la noche, cuando los marineros se quedaron desnudos hasta la cintura para lavarse, los nativos estuvieron rodeándoles, atónitos, no sabiendo de qué mara­villarse más: si del acto de lavarse o de la blancura de su piel. Luego se sentaron todos alrededor de los fuegos del campa­mento, los marinos temblando de frío y los fueguinos sudando de calor. Hubo un momento emocionante cuando la madre de Jemmy, dos hermanas suyas y cuatro hermanos más llegaron a visitarle; las mujeres huyeron y se escondieron al ver a Jemmy con sus botas y su indumentaria británica. Jemmy había olvidado casi por completo su lengua: «era cosa de risa pero casi produ­cía compasión oírle hablar a su hermano salvaje en inglés y luego preguntarle en español si le había entendido o no» —escribe Darwin—. Sus hermanos no decían nada; daban vueltas alrede­dor de él, como perros que se encuentran por vez primera. Al día siguiente Jemmy consiguió vestirlos a todos, y las cosas marcharon en forma más amistosa.
Al cabo de cinco días FitzRoy decidió dejar a Matthews y a sus pupilos que se las arreglasen por su cuenta durante unos días, mientras él, con cuatro botes, exploraba el Canal del Beagle. Darwin no creyó nunca que el experimento de los fueguinos tuviera la más mínima posibilidad de éxito. No le gustaban y no tenía confianza en ellos. Después del primer contacto se habían hecho cada vez más pedigüeños y Bynoe fue testigo de un acto de crueldad que le horrorizó: un niño que había robado un cesto de huevos de gaviota, fue golpeado por su padre contra las piedras, hasta que, deshecho y sangriento, le dejaron abandonado para que se muriera. Jemmy Button le contó a Darwin que los fueguinos eran caníbales; en un invierno especialmente duro, mataron y se comieron a sus mujeres, y Darwin repite en su diario la conversación que el capitán de un barco cazador de focas había mantenido con un chico de la Tierra del Fuego. ¿Por qué no se comían a los perros?, le preguntó el capitán. «Perros cazar nutrias» -—con­testó el niño—. «Mujeres no servir de nada; hombres muy hambrientos.» Así pues eran verdaderos y atroces caníbales. «Experimento —escribió Darwin a su hermana Carolina— un verdadero desagrado sólo con oír las voces de estos desgra­ciados salvajes.»
Así es que no fue del todo una sorpresa cuando la expedición volvió al campamento y encontró que durante los diez días transcurridos, los nativos habían desbaratado enteramente la instalación. Matthews salió a su encuentro en estado de gran agitación. Tenía algo terrible que contar. En cuanto se fue la gente del Beagle los nativos habían empezado a robar sus cosas, y cuando él trató de defenderlas le atraparon, le golpearon y golpearon y le amenazaron de muerte. El huerto fue arrasado. Los nativos se rieron cuando Jemmy y él trataron de impedirlo, y cada día la situación se fue haciendo más amenazadora. Jemmy también fue molestado, pero el taciturno York Minster se puso del lado de los nativos y los había dejado solos. En cuanto a Fuegia Basket, se negaba a salir de su cabaña y a saludar a sus amigos del Beagle. No quería en adelante nada con los hombres blancos.
FitzRoy se encontró sorprendido, dolido y asombrado. No se había propuesto hacer nada malo a esta gente; solo había querido ayudarles. ¿Por qué tenían que comportarse así? Pero no estaba resuelto a perder del todo la esperanza. A Matthews, desde luego, volvería a subirle a bordo, pero los otros te­nían que quedarse y tratar de extender la luz entre sus salvajes paisanos. Distribuyó hachas entre los grupos de atónitos fue­guinos que había alrededor, recomendó a Jemmy y a Minster a Dios y a todos los santos y se hizo a la vela, prometiendo volver.
En realidad pasó un año antes de que volviera, pero la historia de los fueguinos es tan extraordinaria, que conviene relatarla aquí. A la siguiente visita del Beagle el campamento estaba abandonado. York Minster y Fuegia se habían marchado con las cosas pertenecientes a Jemmy y se habían unido a los salvajes. Jemmy se quedó algún tiempo más, pero había dejado el estilo de vida civilizada como si no lo hubiese conocido nunca; sus vestidos habían sido reemplazados por una indu­mentaria rústica, estaba terriblemente delgado y sus cabellos, tan pulidos en otros tiempos, caían en greñas desagradables sobre su rostro pintado. «Apenas pudimos reconocer al pobre Jemmy —escribe Darwin—. En lugar del mozo bien vestido y elegante que dejamos, encontramos un salvaje escuálido y desnudo.» No obstante, se mostraba amistoso. Fue hasta el Beagle con una canoa a llevar varias pieles de nutria como regalo a FitzRoy y a Bynoe, y dos lanzas para Darwin.
«Comió a bordo con la misma exquisitez y limpieza que antes» —observa Darwin—■. Pero dijo que no quería unirse a ellos. De ninguna manera. Había encontrado una mujer; ella se quedó en la canoa llamándole pero no quiso subir a bordo; esta gente era su gente, aquella era su casa y había acabado con la civilización para siempre. Con todos sus planes por tierra, FitzRoy hizo lo que pudo para salvar al menos este alma. Rogó a Jemmy que siguiera por el buen camino e hizo llegar chales y una capa de encaje dorado a su pequeña y extraña mujer de la canoa, pero Jemmy se mantuvo inflexible. Remó hasta la orilla y lo último que vieron de él los del Beagle fue una figura oscura de pie, junto al fuego, haciendo ademanes de adiós, como observa Darwin, «para toda la vida».
Cualquiera que fuese la consecuencia que sacara FitzRoy, para Darwin, al menos, los hechos estaban claros. Llevando a los nativos a Inglaterra no se les podía hacer más que daño; su breve vistazo de la civilización les había hecho más difícil el vivir en su país nativo; no podía interrumpirse de este modo el curso de la naturaleza esperando tener éxito. Lo más im­portante de las razas primitivas era que podían sobrevivir solo si se les dejaba a su aire, y libres para ajustar sus movimientos a su propio medio; si se interponía uno en su vida, estas gentes se morían. Los indios de América estaban muriendo, lo mismo que los aborígenes de Australia; a los de la Tierra del Fuego les llegaría pronto su hora. Y, en efecto, a finales del siglo XIX las tres tribus fueguinas que existían estaban al borde de la extinción. Los alacalufes, un pueblo pescador de los canales occidentales, se contaban por miles en la época de la visita de Darwin; hacia 1960 apenas si quedaban unos centenares.

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