15 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (2)

El cuarto no era el de un estudiante aplicado —«he salido bien», exclamaba con alivio y con sorpresa cuando logró superar sus exámenes con un simple aprobado-—; pero no se pensaba, sin embargo, que fuera algo sorprendente el que, sin tener una vocación religiosa determinada, estuviese destinado a entrar en la iglesia; muchos jóvenes de familias acomodadas seguían la misma carrera. Solo en un aspecto era el joven Darwin verda­deramente extraordinario y era su interés excepcional y espon­táneo por la historia natural. Todo lo que pertenecía a la vida del campo le entusiasmaba. Las flores, las rocas, las mariposas, los pájaros, las arañas... Desde niño había coleccionado toda clase de bichos con esa delectación que caracteriza al aficio­nado un poco ridículo o al técnico profesional. Por entonces se apasionaba con los escarabajos y tenía cajas con ejemplares, por todas partes, en su cuarto. Un día vio dos ejemplares raros en el tronco de un árbol y se apresuró a cogerlos uno con cada mano; pero en aquel momento vio un tercer escarabajo de una especie nueva para él, y, como no podía pensar en perderlo, para liberar su mano derecha, se metió rápidamente uno de los escarabajos en la boca. Aquella pasión de coleccionista la miraba como la caza y los caballos, como algo secundario, una diversión, un entretenimiento. El verdadero rompecabezas de su vida eran los clásicos, que odiaba, y las matemáticas, que no podía entender. «Supongo que estás metido en las matemáticas hasta el cuello ■—escribe a un amigo que no había contestado a sus cartas—■. Si es así, que Dios te ayude, porque yo estoy en la misma situación, solo que con esta diferencia, y es que me he quedado hundido en el barro del fondo y en él voy a perma­necer.» Y, naturalmente, la iglesia, aunque en la intimidad, dudaba de que tuviese verdadera vocación. Sin embargo, el profesor John Stevens Henslow, a cuyas clases de botánica asistía en Cambridge, era clérigo y había animado a Darwin a proseguir la historia natural; le había invitado a sus famosos viernes en que se conversaba sobre estos temas y se lo había llevado con él en sus paseos y en las excursiones en bote por el río Cam; hasta le había convencido para que estudiase geología, tema que Darwin había rehuido en el primer momento. Durante su último año en Cambridge, Darwin era conocido como «el hombre que pasea con Henslow». Pero no había ningún motivo para suponer que no podría continuar con sus colecciones y sus deportes cuando estuviera instalado en su vicaría.
En su ambiente familiar Darwin había sido dichoso. Su abuelo, el doctor Erasmus Darwin, era hombre, aunque muy discutido, de gran reputación; el doctor Erasmus había traba­jado sobre la idea de la evolución, aunque no llegó a ninguna conclusión importante, y Coleridge había inventado la palabra darwinizar para describir su manera de teorizar, considerada como un tanto insensata. El padre de Charles, Robert, había trabajado también en medicina y se hizo con una clientela importante en Shrewsbury, donde se había mandado edificar una bonita casa, El Monte, sobre el río Severn. Charles tenía miedo a su padre. El doctor Darwin era un hombre enorme, que medía seis pies y pesaba trescientas treinta y seis libras, y cuya manera de conducirse era más bien autocrática; su familia solía decir que cuando volvía a casa por las noches era «como si subiese la marea». Su hijo sentía cariño por él. Muchos años más tarde, cuando Charles era ya un viejo, contó a su hijo que aunque su padre había sido un poco injusto con él cuando era joven, guardaba de él un recuerdo muy tierno por la dulzura con que le había tratado más tarde. Recientemente se ha lanzado la idea de que el sentimiento de inferioridad que Darwin sentía con respecto a su padre pudo haber afectado su desenvolvimiento físico y que la mala salud de sus años maduros se debía a su preocupación y a su complejo de inferioridad cuando era niño. Esta idea no me parece muy convincente. Es cierto que la madre de Charles murió cuando él tenía solo ocho años, pero las tres hermanas mayores se ocuparon tiernamente de él. Luego estaban, además, sus primas, las Wedgwoods, la famosa familia fabricante de porcelanas, que vivían en una casa esplén­dida, Maer Hall, a solo veinte millas de distancia. Charles estaba siempre yendo con su caballo a casa de las primas y era el preferido de su tío Jos y de su tía Bessie, así como de sus cuatro hijas, sobre todo de Emma, que era de su edad. Aquel era un mundo lleno de caballos bien cuidados, coches y lacayos, cacerías de perdices en otoño y monterías en el invierno, cenas con invitados y elegantes vestidos. En los estudios, ciertamente, Darwin no fue un astro; estaba incluso por debajo del nivel medio, y Julián Huxley tiene acaso razón cuando dice que, con lo que se exige hoy en día, Darwin no hubiese entrado nunca en una Universidad moderna. En la escuela de Shrewsbury los maestros habían intentado sin fruto meterle de cabeza en los clásicos y luego Charles había ido a estudiar medicina a Edim­burgo, donde fue un fracaso; entre otras cosas, no había podido aguantar la vista de la sangre. Más tarde lamentaría amarga­mente el no haber estudiado nunca seriamente disección por esta razón. Asistió, sin embargo, a las lecciones magistrales de Jameson sobre geología y zoología, y aunque le parecieron pesadas, fue a través de Jameson como conoció al director del museo de la Universidad, un gran entusiasta de la historia natural. Darwin leyó un trabajo sobre los animales marinos microscópicos en la Sociedad Pliniana y aprendió a disecar pájaros y otros animales gracias a los consejos de un negro que había viajado por la América del Sur con el naturalista Charles Waterton.
Pero todo aquello pertenecía al pasado; su padre le permitió dejar la medicina e ingresar en Cambridge, en donde malgastó el tiempo y aprendió muy poco, pero en donde lo pasó bastante bien, y al final se había hecho con la licenciatura y tenía ante sí la perspectiva de un verano agradable. «En el verano trabajé en geología en Shropshire», escribe en su Diario. Luego hizo una excursión a Gales con otro de sus amigos cien­tíficos, Adán Sedgwick, profesor de geología de Cambridge. Parece que la pareja pasó unas semanas agradables estudiando la formación de las rocas y haciendo un mapa geológico de la región; así es que hasta el 29 de agosto no volvió Darwin a su casa de Shrewsbury. Allí supo por su padre y sus hermanas que había llegado una carta a su nombre, carta que, al parecer, habían abierto y leído, del profesor Henslow. Dentro había otra carta de George Peacock, matemático y astrónomo de Cam­bridge, encargado de nombrar candidato para el puesto de na­turalista en los barcos de la Armada que hacían viajes de exploración. Peacock hacía una oferta completamente inespe­rada: ofrecía a Charles el puesto de naturalista en el barco de Su Majestad el Beagle... Fue como algo llovido del cielo. Darwin no había pensado nunca en que le tuviesen por un naturalista serio, y, por tanto, elegible para un trabajo cien­tífico. Estaba destinado a ser clérigo. Esta proposición tan sorprendente rompió además sus planes de una manera drástica; después de la temporada de la perdiz pensaba hacer un viaje a las islas Canarias antes de tomar las órdenes. Y ahora... Pero, después de todo, ¿por qué no? Se sentía inclinado a aceptar. Henslow, que le había recomendado a Peacock, le presionaba para que aceptase. El mismo había estado a punto de encargarse de ese trabajo, según le contó a Darwin su hermana Susana; pero la señora Henslow dio tales muestras de aflicción, que Henslow desistió en seguida.
El doctor Darwin tenía una opinión distinta. Pensaba que era una oferta disparatada. Charles había abandonado ya la medicina, y ahora no era cosa de que dejara también la iglesia.
Además, no estaba acostumbrado al mar. Estaría dos años o más fuera. No iba a pasarlo bien. No lograría ya asentarse cuando volviera a casa. Podía perjudicar su reputación como futuro sacerdote. En resumen, aquella propuesta no era práctica. El doctor no le prohibió a Charles que aceptase, pero le dijo de manera enfática: «Si encuentras una persona de sentido común que te aconseje que vayas, daré mi consentimiento.» Charles no estaba acostumbrado a discutir con su padre. Tenía una asignación que había gastado ya con creces en Cambridge y no contaba con otros ingresos, y aunque inconscientemente deseaba escapar de los lazos paternos, nunca hubiera pensado en desafiar su autoridad. Así es que, aunque de mala gana, escribió a Henslow diciendo que no podía aceptar.
Era un consuelo el que la temporada de la perdiz estuviera a punto de abrirse y al día siguiente cogió su caballo y fue a la casa de los Wedgwoods a fin de estar dispuesto desde el primer día. Al revés que su cuñado, Josiah Wedgwood era un hombre flexible y de excelente humor. Maer Hall era un sitio animado, lleno de amigos, en donde siempre se aprendía algo agradable, al contrario de El Monte, en donde la presencia imponente del doctor Darwin obligaba a la familia a una cierta gravedad. El tío Jos era el mejor camino con que contaba Darwin para escapar de su padre. Charles había ido con él a Escocia, Irlanda y Francia, se había confiado a él y le faltó tiempo para contarle lo del puesto del Beagle y la negativa de su padre.
El tío Jos no estuvo de acuerdo en absoluto con el doctor Darwin. Pensaba que era una estupenda ocasión y que no debía rechazarse. Le dijo a Darwin que escribiese en un papel la lista de las objeciones que le había hecho su padre y que él buscaría para cada una de ellas una respuesta. Animado por ello, Darwin resolvió lanzarse a un nuevo ataque. Escribió a su padre una carta tímida como tenía que ser: «Querido padre: Tengo la impresión de que voy a decirte algo que no va a agra­darte demasiado... El peligro, a mi parecer y al de los Wedgwoods no es grande. Los gastos no pueden ser tampoco serios y el tiempo no puede considerarse que sea malgastado, al menos no más que si estoy en casa. Pero te ruego que no pienses que estoy tan inclinado a ir, como para no vacilar ni un instante en desistir si tú piensas que después de un cierto tiempo no vas a sentirte a gusto...» Una vez hecho esto y enviada la carta, Charles se entregó a los agradables placeres de la caza. Con su escopeta y su perro, estaba ya dispuesto, después del desayuno y las oraciones familiares, a la mañana siguiente, y eran escasamente las diez, cuando vino un criado con un mensaje de su tío, diciendo que la oferta del Beagle era demasiado impor­tante para tomarla así y que debía encaminarse en seguida a El Monte, con él, para conseguir que su padre cambiara de opinión.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

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